– A nadie. Huyo cuando me apetece.
– Yasintra -Diágoras parecía haber recobrado la calma-, necesitamos tu ayuda. Sabemos que a Trámaco le sucedía algo. Un problema muy grave lo atormentaba. Yo… Nosotros fuimos sus amigos y queremos averiguar qué le ocurría. Tu relación con él ya no importa. Sólo nos interesa saber si Trámaco te habló de sus preocupaciones…
Quiso añadir: «Oh, por favor, ayúdame. Es mucho más importante para mí de lo que crees». Le hubiera pedido ayuda cien veces, pues se sentía desvalido, frágil como un lirio en las manos de una doncella. Su conciencia había perdido todo rastro de orgullo y se había convertido en una adolescente de ojos azules y cabellos radiantes que gemía: «Ayúdame, por favor, ayúdame». Pero aquel deseo, tan ligero como el roce de la túnica blanca de una muchacha con los pétalos de una flor, y, a la vez, tan ardiente como el cuerpo núbil y deleitable de la misma muchacha desnuda, no se tradujo en palabras. [16]
– Trámaco no solía hablar mucho -dijo ella-. Y no parecía preocupado.
– ¿Te pidió ayuda en alguna ocasión? -preguntó Heracles.
– No. ¿Por qué había de hacerlo?
– ¿Cuándo lo viste por última vez?
– Hace una luna.
– ¿Nunca te hablaba de su vida?
– A mujeres como yo, ¿quién nos habla?
– ¿Su familia estaba de acuerdo con vuestra relación?
– No había ninguna relación: él me visitaba de vez en cuando, me pagaba y se iba.
– Pero puede que a su familia no le gustara que su noble hijo se desahogara contigo de vez en cuando.
– No lo sé. No era a su familia a quien yo tenía que complacer.
– Así pues, ¿ningún familiar te prohibió que siguieras viéndolo?
– Nunca hablé con ninguno… -replicó Yasintra, cortante.
– Pero quizá su padre supo algo de lo vuestro… -insistió Heracles con calma.
– El no tenía padre.
– Es verdad -dijo Heracles-: Quise decir su madre.
– No la conozco.
Hubo un breve silencio. Diágoras miró al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogió de hombros.
– ¿Puedo marcharme ya? -dijo la muchacha-. Estoy cansada.
No le respondieron, pero ella se apartó de la pared y se alejó. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una túnica, se movía con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el límite de la oscuridad se volvió hacia Diágoras.
– No quería golpearte -dijo.
Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.
– Siento lo del rodillazo -comentó Heracles un poco apenado por el hondo silencio que había mantenido el filósofo desde la conversación con la hetaira-. ¿Aún te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo advertí… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy ágiles y saben defenderse. Cuando huyó, comprendí que nos atacaría si la abordábamos.
Hizo una pausa confiando en que Diágoras diría algo, pero su compañero siguió caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habían quedado atrás hacía tiempo, y la gran vía de piedra (no muy concurrida pero más segura y más rápida que la ruta común, según Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temístocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos después, se extendía oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el débil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueño.
– Ahora eres tú, Diágoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ¿Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querías colaborar en la investigación, ¿no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan así: parece que no tenemos nada, y después… ¿Acaso te ha parecido una pérdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque éstas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Después, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, resulta ser lo más…
– Era un niño -murmuró Diágoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles-. Aún no había cumplido la edad de la efebía. Su mirada era pura. Atenea misma parecía haber bruñido su alma…
– No te culpes más. A esas edades también buscamos desahogos.
Diágoras apartó por primera vez la vista del oscuro camino para observar al Descifrador con desprecio.
– No lo entiendes. En la Academia, educamos a los adolescentes para que amen la sabiduría sobre todas las cosas y rechacen los placeres peligrosos que sólo conllevan un beneficio inmediato y breve. Trámaco conocía la virtud, sabía que es infinitamente más útil y provechosa que el vicio… ¿Cómo pudo ignorarla en la práctica?
– ¿De qué forma enseñáis la virtud en la Academia? -preguntó Heracles, intentando por enésima vez distraer al filósofo.
– A través de la música y del goce del ejercicio físico.
Otro silencio. Heracles se rascó la cabeza.
– Bueno, digamos que a Trámaco le pareció más importante el goce del ejercicio físico que la música -comentó, pero la mirada de Diágoras le hizo callar de nuevo.
– La ignorancia es el origen de todos los males. ¿Quién elegiría lo peor a sabiendas de que se trata de lo peor? Si la razón, a través de la enseñanza, te hace ver que el vicio es peor que la virtud, que la mentira es peor que la verdad, que el placer inmediato es peor que el duradero, ¿acaso los escogerías conscientemente? Sabes, por ejemplo, que el fuego quema: ¿pondrías la mano sobre las peligrosas llamas por tu propia voluntad?… Es absurdo. ¡Un año visitando a esa… mujer! ¡Pagando su placer!… Es mentira… Esa hetaira nos ha mentido. Yo te aseguro que… ¿De qué te ríes?
– Disculpa -dijo Heracles-, estaba recordando a alguien a quien, una vez, vi poner la mano sobre las llamas por voluntad propia: un viejo amigo de mi demo, Crántor de Póntor. Él opinaba todo lo contrario: decía que no basta con razonar para elegir lo mejor, ya que el hombre se deja guiar por sus deseos y no por sus ideas. Un día le apeteció quemarse la mano derecha, y la puso sobre el fuego y se quemó.
Hubo un largo silencio tras aquellas palabras. Al cabo del tiempo, Diágoras dijo:
– Y tú… ¿estás de acuerdo con esa opinión?
– En modo alguno. Siempre he creído que mi amigo estaba loco.
– ¿Y qué ha sido de él?
– No lo sé. De repente quiso marcharse de Atenas y se marchó. Y no ha regresado.
Tras un nuevo silencio y varios pasos más por la vía de piedra, Diágoras dijo:
– Bueno, hay muchas clases de hombres, desde luego, pero todos elegimos nuestras acciones, por absurdas que parezcan, después de un debate razonado con nosotros mismos. Sócrates pudo haber evitado su condena durante el juicio, pero escogió beber la cicuta porque sabía, razonablemente, que eso era lo mejor para él. Y realmente era así, ya que de esa forma acataba las leyes de Atenas, que tanto había defendido durante toda su vida. Platón y sus amigos intentaron hacerle cambiar de opinión, pero él los convenció con sus argumentos. Cuando se conoce la utilidad de la virtud, jamás se elige el vicio. Por eso creo que esta hetaira nos ha mentido… En caso contrario -añadió, y Heracles percibió la amargura de su voz-, tendré que suponer que Trámaco tan sólo fingía aprender mis enseñanzas…
– ¿Y qué opinas de la hetaira?
– Es una mujer extraña y peligrosa -se estremeció Diágoras-. Su rostro… su mirada… Me he asomado a sus ojos y he visto cosas horribles…
En su visión, ella era ajena a él y hacía cosas imprevistas: bailaba en las nevadas cumbres del Parnaso, por ejemplo, llevando como único atuendo la breve piel de un cervato; su cuerpo se movía sin pensar, casi sin voluntad, como una flor entre los dedos de una muchacha, girando peligrosamente al borde de los resbalosos abismos.