En su visión, ella podía incendiar sus cabellos y azotar con aquel peligroso pelo el aire frío; o volcar la cabeza encendida hacia atrás mientras el hueso de la garganta despuntaba entre los músculos del cuello como el tallo de un lirio; o gritar como si pidiera ayuda, llamando a Bromion de pies de ciervo; o entonar el rápido peán en la oreibasía nocturna, la danza ritual incesante que las mujeres bailan en la cima de las montañas durante los meses invernales. Y es sabido que muchas mueren de frío o de cansancio sin que nadie pueda evitarlo; y también se sabe -aunque ningún hombre lo haya visto nunca- que las manos de las mujeres, en tales danzas, manipulan peligrosos reptiles de velocísimo veneno y anudan sus colas con hermosura, como una muchacha trenzaría, sin ayuda, una corona de lirios blancos; y se sospecha -aunque ningún hombre lo sabe con certeza- que en esas peligrosas noches de rápidos tambores las mujeres sólo son formas desnudas, brillantes de sangre por las llamas de las hogueras y el jugo de los pámpanos, y dejan, con sus pies descalzos, rastros apresurados y audaces en la nieve, como presas heridas por el cazador, sin escuchar el grito de socorro de la cordura, que, como una adolescente de esbelta figura vestida de blanco, exige en vano el final de los rituales. «Ayúdame», clama la vocecilla, pero es inútil, porque el peligro, para las bailarinas, es como un lirio brillante posado en la otra orilla del río: no hay ninguna que resista la tentación de nadar velozmente, sin pensar siquiera en buscar ayuda, hasta que sus manos alcanzan la flor y pueden sostenerla. «Cuidado: hay peligro», clama la voz, pero el lirio es demasiado hermoso y la muchacha no hace caso.
Todo aquello formaba parte de su visión, y él lo tenía por cierto. [17]
– ¡Extrañas cosas ves en las miradas de los demás, Diágoras! -se burló Heracles de buena fe-. No dudo que nuestra hetaira baile de vez en cuando en las procesiones Leneas, pero, sinceramente, creer que se revuelca con las ménades en los éxtasis en honor a Dioniso, esos peligrosos rituales que, si aún persisten, sólo son practicados por algunas tribus de campesinos tracios en lejanos y desolados montes de la Hélade, me parece una exageración. Me temo que tu imaginación posee una vista más aguda que la de Linceo…
– Te he contado lo que he podido contemplar con los ojos del pensamiento -replicó Diágoras-, capaces de vislumbrar la Idea en sí. No los desprecies tan rápido, Heracles. Ya te expliqué que nosotros también somos partidarios de la razón, pero creemos que hay algo superior a ella, y es la Idea en sí, que es la luz ante la cual todos, los seres y cosas que poblamos el mundo, no somos sino vagas sombras. Y, en ocasiones, sólo el mito, la fábula, la poesía o el sueño pueden ayudarnos a describirla.
– Sea, pero tus Ideas en sí no me resultan útiles, Diágoras. Yo me muevo en el campo de lo que puedo comprobar con mis propios ojos y razonar con mi propia lógica.
– ¿Y qué viste tú en la muchacha?
– Poca cosa -repuso Heracles con modestia-. Tan sólo que nos mentía -Diágoras interrumpió sus rápidos pasos con brusquedad y se volvió para contemplar al Descifrador, que sonrió suavemente y con cierto aire culpable, como un niño regañado por una peligrosa jugarreta-. Le tendí una trampa: le hablé del padre de Trámaco. Como sabes, Meragro fue condenado a muerte hace años, acusado de colaborar con los Treinta… [18]
– Lo sé. Fue un juicio triste, como el de los almirantes de Arginusa, porque Meragro pagó por las culpas de muchos otros -Diágoras suspiró-. Trámaco nunca quería hablar de su padre conmigo.
– Precisamente. Yasintra dijo que Trámaco apenas le hablaba, pero sabía muy bien que su padre había muerto en deshonor…
– No: sabía tan sólo que había muerto.
– ¡En modo alguno! Ya te he explicado, Diágoras, que yo descifro lo que puedo ver, y yo veo lo que alguien me dice de igual forma que veo, ahora mismo, las antorchas de la Puerta de la Ciudad. Todo lo que hacemos o decimos es un texto susceptible de ser leído e interpretado. ¿No recuerdas sus palabras exactas? No dijo: «Su padre murió» sino «Él no tenía padre». Es la frase que emplearíamos comúnmente para negar la existencia de alguien a quien no queremos recordar… Es la clase de expresión que Trámaco habría utilizado. Y yo me pregunto: si Trámaco le habló de su padre a esa hetaira del Pireo (un tema que ni siquiera quería compartir contigo), ¿qué otras cosas no le habrá dicho que tú desconoces?
– Así pues, la hetaira miente.
– Eso creo.
– Por tanto, yo también decía la verdad cuando afirmaba que nos había mentido -Diágoras recalcó ostensiblemente sus palabras.
– Sí, pero…
– ¿Te convences, Heracles, de que los ojos del pensamiento también vislumbran la Verdad, aunque por otros métodos?
– Lamento no poder estar de acuerdo -dijo Heracles-, porque tú te referías a la relación de Trámaco con la hetaira, y yo creo, precisamente, que eso es lo único en que no ha mentido.
Tras un par de rápidos pasos silenciosos, Diágoras dijo:
– Tus palabras, Descifrador de Enigmas, son flechas veloces y peligrosas que han ido a clavarse en mi pecho. Hubiera jurado ante los dioses que Trámaco tenía conmigo una confianza absoluta…
– Oh, Diágoras -Heracles meneó la cabeza-, debes abandonar ese noble concepto que pareces tener sobre los seres humanos. Encerrado en tu Academia, enseñando matemáticas y música, me recuerdas a una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula, que jamás hubiera salido del gineceo, y que, al conocer por vez primera a un hombre, gritara: «Ayuda, ayuda, estoy en peligro».
– ¿No te hartas de burlarte de mí? -repuso el filósofo con amargura.
– ¡No es burla sino compasión! Pero vamos al tema que nos interesa: otra cosa me intriga, y es por qué huyó Yasintra cuando preguntamos por ella…
– No creo que le falten razones. Lo que aún no comprendo es cómo supiste que se había ocultado en el túnel…
– ¿Y dónde, si no? Huía de nosotros, en efecto, pero sabía que jamás podríamos alcanzarla, porque ella es ágil y joven mientras que nosotros somos viejos y torpes… Hablo sobre todo por mí -alzó una obesa mano con rapidez, deteniendo a tiempo la réplica de Diágoras-. Así que deduje que no precisaría seguir corriendo y que le bastaría con ocultarse… ¿Y qué mejor escondite que la oscuridad de aquel túnel tan cercano a su casa? Pero… ¿por qué huyó? Su medio de vida consiste, precisamente, en no huir de ningún hombre…
– Más de un delito pesará sobre su conciencia. Te reirás de mí, Descifrador, pero jamás he visto una mujer más extraña. El recuerdo de su mirada aún me estremece… ¿Qué es eso?
Heracles miró hacia donde indicaba su compañero. Una procesión de antorchas vagaba por las calles próximas a la Puerta de la Ciudad. Sus integrantes llevaban tamboriles y máscaras. Un soldado se detuvo a hablar con ellos.
– El inicio de las fiestas Leneas -dijo Heracles-. Ya es la fecha.
Diágoras movió la cabeza en ademán desaprobador.
– Mucha prisa se dan siempre a la hora de divertirse.
Atravesaron la Puerta, tras identificarse ante los soldados, y siguieron caminando hacia el interior de la Ciudad. Diágoras dijo:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Descansar, por Zeus. Tengo los pies doloridos. Mi cuerpo se hizo para rodar como una esfera de un lugar a otro, no para apoyarse sobre los pies. Mañana hablaremos con Antiso y Eunío. Bueno, hablarás tú y yo escucharé.
[17] La nueva visión de Diágoras confirma las imágenes eidéticas previas: la «rapidez», la «cierva», la «muchacha del lirio» y la «petición de ayuda». Ahora se suma también la «advertencia de peligro». ¿Qué puede significar todo esto?
[18] Dictadura instaurada en Atenas, bajo supervisión de los espartanos, tras el fin de la guerra del Peloponeso. Estaba formada por treinta ciudadanos. Muchos atenienses perecieron por orden de este implacable gobierno hasta que una nueva rebelión permitió el regreso de la democracia.