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– ¿Qué debo preguntarles?

– Déjame pensarlo. Nos veremos mañana, buen Diágoras. Te enviaré a un esclavo con un mensaje. Relájate, descansa tu cuerpo y tu mente. Y que la preocupación no te robe el dulce sueño: recuerda que has contratado al mejor Descifrador de Enigmas de toda la Hélade… [19]

La Ciudad se preparaba para las Leneas, las fiestas invernales en honor a Dioniso.

Con el fin de adornar las calles, los servidores de los astínomos arrojaban cientos de flores a la Vía de las Panateneas, pero el violento paso de bestias y hombres terminaba convirtiendo el tornasolado mosaico en una pulpa de pétalos deshechos. Se organizaban concursos de canto y danza al aire libre, previamente anunciados en tablillas de mármol sobre el monumento a los Héroes Epónimos, si bien las voces de los cantantes no eran, generalmente, muy agradables de oír, y los bailarines, en gran medida, ejecutaban saltos torpes y furiosos, y desobedecían la instrucción de los oboes. Como los arcontes no estaban interesados en contrariar al pueblo, las diversiones callejeras, aunque mal vistas, no habían sido prohibidas, y adolescentes de distintos demos competían entre sí con pésimas representaciones teatrales y se formaban corros en cualquier plaza para contemplar violentas pantomimas sobre los antiguos mitos realizadas por aficionados. El teatro Dioniso Eleútero abría sus puertas a autores nuevos y consagrados, en particular de comedias -las grandes tragedias se reservaban para las Fiestas Dionisiacas-, tan repletas de brutales obscenidades que, por regla general, sólo los hombres acudían a verlas. En todas partes, pero sobre todo en el ágora y el Cerámico Interior, y desde la mañana hasta la noche, se aglomeraban los ruidos, los gritos, las carcajadas, los odres de vino y el público.

Como la Ciudad presumía de ser liberal, para distinguirse de los pueblos bárbaros y aun de otras ciudades griegas, los esclavos también tenían sus fiestas, aunque mucho más modestas y solitarias: comían y bebían mejor que el resto del año, organizaban bailes y, en las casas más nobles, a veces se les permitía asistir al teatro, donde podían contemplarse a sí mismos en forma de actores enmascarados que, haciendo de esclavos, se burlaban del pueblo con torpes chanzas.

Pero la actividad preferente de los festejos era la religión, y las procesiones mantenían siempre el doble componente místico y salvaje de Dioniso Baco: las sacerdotisas enarbolaban por las calles brutales falos de madera, las bailarinas ejecutaban danzas desenfrenadas que imitaban el delirio religioso de las ménades o bacantes -las mujeres enloquecidas en las que todos los atenienses creían pero que ninguno, en realidad, había visto- y las máscaras simulaban la triple transformación del dios -en Serpiente, León y Toro-, imitada con gestos a veces muy obscenos por los hombres que las portaban.

Elevada por encima de toda aquella estridente violencia, la Acrópolis, la Ciudad Alta, permanecía silenciosa y virgen. [21]

Aquella mañana -un día soleado y frío-, un grupo de burdos artistas tebanos obtuvo permiso para divertir a la gente frente al edificio de la Stoa Poikile. Uno de ellos, bastante viejo, manejaba varias dagas a la vez, aunque se equivocaba con frecuencia y los cuchillos caían al suelo rebotando entre violentos chasquidos metálicos; otro, enorme y casi desnudo, deglutía el fuego de dos antorchas y lo expulsaba brutalmente por la nariz; los demás hacían música en maltrechos instrumentos beocios. Después de la actuación preliminar, se enmascararon para representar una farsa poética sobre Teseo y el Minotauro: este último, interpretado por el gigantesco tragafuegos, inclinaba la cabeza en ademán de embestir a alguien con sus cuernos, y amenazaba así, en broma, a los espectadores reunidos alrededor de las columnas de la Stoa. De improviso, el legendario monstruo extrajo de una alforja un yelmo roto y lo colocó ostensiblemente sobre su testa. Todos los presentes lo reconocieron: se trataba de un yelmo de hoplita espartano. En ese instante, el viejo de las dagas, que fingía ser Teseo, se abalanzó sobre la fiera y la derribó a golpes: era una simple parodia, pero el público comprendió perfectamente el significado. Alguien gritó: «¡Libertad para Tebas!», y los actores corearon salvajemente el grito mientras el viejo se erguía triunfal sobre la bestia enmascarada. Se desató una breve confusión entre la cada vez más inquieta muchedumbre, y los actores, temerosos de los soldados, interrumpieron la pantomima. Pero los ánimos ya estaban exaltados: se cantaron consignas contra Esparta, alguien presagió la inmediata liberación de la ciudad de Tebas, que sufría bajo el yugo espartano desde hacía años, y otros invocaron el nombre del general Pelópidas -que se suponía exiliado en Atenas tras la caída de Tebas- llamándolo «Liberador». Se formó un violento tumulto en el que imperaban, por igual, el viejo rencor hacia Esparta y la divertida confusión del vino y de las fiestas. Intervinieron algunos soldados, pero, al comprobar que los gritos no iban contra Atenas sino contra Esparta, se mostraron remisos a la hora de imponer el orden.

Durante todo aquel violento barullo, un solo hombre permaneció inmóvil e indiferente, ajeno incluso al vocerío de la muchedumbre: era alto y enjuto y vestía un modesto manto gris sobre la túnica; debido a su tez pálida y a su brillante calvicie, más bien parecía una estatua polícroma que adornara el vestíbulo de la Stoa. Otro hombre, obeso y de baja estatura -de aspecto completamente opuesto al anterior-, de grueso cuello rematado por una cabeza que se afilaba en la coronilla, se acercó con tranquilos pasos al primero. El saludo fue breve, como si ambos esperasen aquel encuentro, y, mientras la muchedumbre se dispersaba y los gritos -insultos soeces ahora- iban amainando, los dos hombres se dirigieron calle abajo por una de las estrechas salidas del ágora.

– La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso -dijo Diágoras, despectivo, acomodando torpemente su impetuosa forma de andar a los pesados pasos de Heracles-. Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la política. ¿Qué nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas?

Heracles Póntor, que, como buen ateniense, solía participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la política, dijo:

– Sangramos por la herida, Diágoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, sí, pero no perdonamos las afrentas.

– ¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeríamos un imperio…

– Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme -dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecía que la frase le había quedado muy bien.

– ¿Y por qué tendrías que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrías hablar, y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores?

– Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.

– Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarías el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayoría de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación?

– A este último, desde luego -dijo Heracles. Y añadió, tras una pausa-: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesía.

– ¡Hablar! ¡Hablar! -se exasperó Diágoras-. ¿De qué te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en práctica?

– Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquí nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo, y aunque no sé muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de política con un filósofo es lo que más me lo recuerda. ¿Recibiste mi mensaje sin problemas?

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[19] Esta tarde, durante un intervalo entre sus clases (enseña lengua griega a un grupo de treinta alumnos), he podido hablar con Helena. Me hallaba tan nervioso que pasé directamente a referirle mis hallazgos, sin preámbulos:

– En el tercer capítulo, además de la cierva, hay una nueva imagen: una muchacha con un lirio en la mano.

Abrió sus grandes ojos celestes.

– ¿Qué?

Le mostré mi traducción.

– Aparece sobre todo en tres visiones de uno de los protagonistas, un filósofo platónico llamado Diágoras. Pero también el otro personaje principal, Heracles, la menciona. Se trata de una imagen eidética muy fuerte, Helena. Es una muchacha con un lirio que pide ayuda y advierte sobre la existencia de un peligro. Montalo cree que se trata de una metáfora poética, pero la eidesis está clara. El autor, incluso, llega a describirla: cabellos de oro y ojos azules como el mar, cuerpo esbelto, vestida de blanco… Su imagen está repartida en trozos por todo el capítulo… ¿Ves? Aquí se habla de sus cabellos… Aquí se señala su «esbelta figura vestida de blanco»…

– Un momento -me interrumpió Helena-: La «esbelta figura vestida de blanco» en este párrafo es la cordura. Se trata de una metáfora poética al estilo de…

– ¡No! -reconozco que mi voz se elevó varios tonos más de lo que hubiese deseado. Helena me miró asombrada (qué pena me da recordarlo ahora)-. ¡No es una simple metáfora, es una imagen eidética!

– ¿Cómo estás tan seguro?

Lo pensé por un momento. ¡Mi teoría me parecía tan cierta que había olvidado reunir razones para apoyarla!

– La palabra «lirio» está repetida hasta la saciedad -dije-, y el rostro de la muchacha…

– ¿Qué rostro? Acabas de decir que el autor sólo habla de sus ojos y sus cabellos. ¿Te has imaginado el resto? -abrí la boca para replicar, pero de repente no supe qué decir-. ¿No crees que estás llevando la eidesis demasiado lejos? Elio nos lo advirtió, ¿recuerdas? Dijo que los libros eidéticos son traicioneros, y tenía razón. De repente empiezas a creer que todas sus imágenes significan algo por el mero hecho de hallarlas repetidas, lo cual es absurdo: Homero describe minuciosamente la forma de vestirse de muchos de los héroes de su Ilíada, pero eso no significa que esta obra sea, en eidesis, un tratado sobre el vestuario…

– Aquí -señalé mi traducción- se halla la imagen de una muchacha que pide ayuda, Helena, y que habla de un peligro… Léelo tú misma.

Lo hizo. Me mordí las uñas mientras aguardaba. Cuando terminó de leer, volvió a dirigirme su cruel mirada compasiva.

– Bien, yo no entiendo de literatura eidética tanto como tú, ya lo sabes, pero la única imagen oculta que logro ver en este capítulo es la de «rapidez», aludiendo al cuarto Trabajo de Heracles, la Cierva de Cerinia, que era un animal muy veloz. La «muchacha» y el «lirio» son claramente metáforas poéticas que…

– Helena…

– Déjame hablar. Son metáforas poéticas circunscritas a las «visiones» de Diágoras…

– Heracles también las menciona.

– ¡Pero en relación con Diágoras! Mira… Heracles le dice… aquí está… que cuando piensa en él, se lo imagina como «una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula…». ¡Se refiere a Diágoras! El autor utiliza esas metáforas para describir el espíritu ingenuo y tierno del filósofo.

Yo no estaba convencido.

– ¿Y por qué un «lirio» precisamente? -objeté-. ¿Por qué no cualquier otra flor?

– Confundes la eidesis con las redundancias -sonrió Helena-. A veces, los escritores repiten palabras en un mismo párrafo. En este caso, nuestro autor tenía en mente «lirio», y cada vez que pensaba en una flor escribía la misma palabra… ¿Por qué pones esa cara?

– Helena: estoy seguro de que la muchacha del lirio es una imagen eidética, pero no puedo demostrártelo… Y es horrible…

– ¿Qué es horrible?

– Que tú opines lo contrario después de haber leído el mismo texto. Es horrible que las imágenes, las ideas que forman las palabras en los libros, sean tan frágiles… Yo he visto una cierva mientras leía, y también he visto una muchacha con un lirio en la mano que grita pidiendo ayuda… Tú ves la cierva pero no la muchacha. Si Elio leyera esto, quizá sólo el lirio le llamaría la atención… Otro lector cualquiera, ¿qué vería?… Y Montalo… ¿qué vio Montalo? Únicamente que el capítulo había sido escrito con descuido. Pero -golpeé los papeles durante un instante de increíble pérdida de autocontrol- debe existir una idea final que no dependa de nuestra opinión, ¿no crees? Las palabras… tienen que formar al final una idea concreta, exacta…

– Discutes como un enamorado.

– ¿Qué?

– ¿Te has enamorado de la muchacha del lirio? -los ojos de Helena chispeaban de burla-. Recuerda que ni siquiera es un personaje de la obra: es una idea que tú has recreado con tu traducción… -y, satisfecha de haberme hecho callar, se marchó a sus clases. Sólo se volvió una vez más para añadir-: Un consejo: no te obsesiones.

Ahora, de noche, en la tranquila comodidad de mi escritorio, pienso que Helena tiene razón: yo soy simplemente el traductor. Con toda seguridad, otro traductor elaboraría una versión diferente, con vocablos distintos, y evocaría, por tanto, otras imágenes. ¿Por qué no? Quizá mi afán por seguir el rastro de la «muchacha del lirio» me ha llevado a construirla con mis propias palabras, pues un traductor, en cierto modo, también es autor… o, más bien, una eidesis del autor -me hace gracia pensar así-: Siempre presente y siempre invisible.

Sí, quizá. Pero ¿por qué estoy tan seguro de que la muchacha del lirio es el verdadero mensaje oculto de este capítulo, y que su grito de ayuda y su advertencia de peligro son tan importantes? Sólo sabré la verdad si continúo traduciendo.

Por hoy, me atengo al consejo de Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas: «Relájate… Que la preocupación no te robe el dulce sueño». (N. del T.)

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[20] Una noche de descanso sienta de maravilla. Me he levantado comprendiendo mejor a Helena. Ahora, tras una nueva lectura del tercer capítulo, no veo tan claro que la «muchacha del lirio» sea una imagen eidética. Quizá mi propia imaginación de lector me haya traicionado. Comienzo la traducción del cuarto capítulo, de cuyo papiro afirma Montalo: «Maltratado, muy arrugado en algunos lugares -¿pisoteado por alguna bestia?-. Es un milagro que el texto haya llegado íntegro hasta nosotros». Como desconozco qué Trabajo se oculta aquí -pues el orden normal ha sido alterado-, tendré que ser muy cuidadoso con mi versión. (N. del T.)

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[21] La Acrópolis, donde se encontraban los grandes templos de Atenea, la principal diosa de la ciudad, se reservaba sobre todo para la Fiesta de las Panateneas, aunque sospecho que el paciente lector ya conoce este dato. Resultan llamativas las ideas de «violencia» y «torpeza»: probablemente representan las primeras imágenes eidéticas de este capítulo. (N. del T.)