– ¿Tu alumno? ¿Acaso eres el pedagogo de Antiso?
– ¡Lo fui! ¡Y que las Benefactoras me recojan si vuelvo a serlo! -Eumarco hizo un gesto apotropaico con las manos para alejar la mala suerte que atraía mencionar a las Erinias.
– Pareces enfadado con él.
– ¿No es para estarlo? ¡Acaba de ser reclutado, y el muy testarudo ha decidido de repente que quiere custodiar los templos del Ática, lejos de Atenas! Su padre, el noble Praxínoe, me ha pedido que intente hacerle cambiar de opinión…
– Bueno, Eumarco, un efebo debe servir a la Ciudad donde más falta haga…
– ¡Oh, por la égida de Atenea ojizarca, Heracles, no bromees con mis canas! -chilló Eumarco-. ¡Aún puedo cornear tu barriga de odre con mi callosa cabeza! ¿Donde más falta haga?… ¡Por Zeus Cronida, su padre es prítano de la Asamblea este año! ¡Antiso podría elegir el destino más cómodo de todos!
– ¿Y cuándo ha tomado tu pupilo tal decisión?
– ¡Hace unos días! Estoy aquí, precisamente, para intentar convencerle de que se lo piense mejor.
– Hoy los tiempos dictan otros gustos, Eumarco. ¿Quién querría servir a Atenas dentro de Atenas? La juventud busca nuevas experiencias…
– Si no te conociera como te conozco -apostilló el viejo meneando la cabeza-, pensaría: «Habla en serio».
Se habían abierto paso entre el gentío hasta llegar a la entrada de los vestuarios. Riéndose, Heracles dijo:
– ¡Me has devuelto el buen humor, Eumarco! -depositó un puñado de óbolos en la agrietada mano del esclavo pedagogo-. Aguárdame aquí mismo. No tardaré. Quisiera emplearte en algún pequeño servicio.
– Te aguardaré con la paciencia con que el Barquero del Estigia espera la llegada de una nueva alma -afirmó Eumarco, alegre por el inesperado regalo.
Diágoras y Heracles permanecieron de pie en la reducida habitación del vestuario mientras Antiso se sentaba sobre una mesa de baja altura y cruzaba los tobillos.
Diágoras no habló enseguida: antes se deleitó en silencio con la asombrosa belleza de aquel rostro perfecto, dibujado con economía de trazos y orlado de bucles rubios dispuestos en un gracioso peinado de moda. Antiso vestía tan sólo una clámide negra, señal de su efebía reciente, pero la usaba con cierto descuido o cierta torpeza, como si aún no se hubiera acostumbrado a ella; por entre las aberturas irregulares de la prenda irrumpía con suave violencia la blancura intacta de su piel. Movía los pies descalzos en furioso vaivén, desmintiendo con este gesto infantil su flamante mayoría de edad.
– Mientras aguardamos a que venga Eunío, charlaremos un poco tú y yo -dijo Diágoras, y señaló a Heracles-. Es un amigo. Puedes hablar con toda confianza en su presencia -Heracles y Antiso se saludaron con un breve movimiento de cabeza-. ¿Recuerdas, Antiso, aquellas preguntas que te hice sobre Trámaco, y cómo Lisilo me habló de la bailarina hetaira que se relacionaba con él? Yo desconocía la existencia de esa mujer. He pensado que puede haber otras cosas que desconozca…
– ¿Qué cosas, maestro?
– Todo. Todo lo que sepas sobre Trámaco. Sus aficiones… Qué le agradaba hacer cuando salía de la Academia… La preocupación que advertí en su semblante durante los últimos días me inquieta un poco, y quisiera, por todos los medios, conocer su origen para impedir que se extienda a otros alumnos.
– No se relacionaba mucho con nosotros, maestro -respondió Antiso dulcemente-. Pero, en cuanto a sus costumbres, puedo aseguraros que eran honestas…
– ¿Quién lo duda? -se apresuró a decir Diágoras-. Conozco bien la hermosa nobleza de mis discípulos, hijo. Tanto más me sorprendió, por ello, la información de Lisilo. Sin embargo, todos la confirmasteis. Y como Eunío y tú erais sus mejores amigos, no puedo creer que no sepáis otras cosas que, bien por pudor, bien por bondad de carácter, no os habéis atrevido aún a confesarme…
Un salvaje estrépito, como de objetos rotos, rellenó el silencio: era evidente que la lucha de los pancratistas se recrudecía. Las paredes parecían latir ante el paso de alguna bestia desmesurada. Retornó la calma y, en exacta coincidencia, Eunío penetró en la habitación.
Diágoras los comparó de inmediato. No era la primera vez que lo hacía, pues gozaba estudiando los detalles de las distintas bellezas de sus discípulos. Eunío, de pelo color carbón ensortijado, era más niño que Antiso, y, al mismo tiempo, más varonil. Su rostro parecía una fruta sana y colorada, y su cuerpo, robusto, de piel lechosa, había madurado como el de un hombre. En cuanto a Antiso, con ser mayor, poseía una figura más grácil y ambigua envuelta en una piel tersa y rosácea, sin rastro de vello; pero Diágoras creía que ni siquiera Ganímedes, el copero de los dioses, hubiera podido competir con la belleza de su semblante, a veces un poco malicioso, sobre todo al sonreír, pero hermoso hasta el escalofrío cuando el muchacho adoptaba una expresión de repentina seriedad, lo que tenía por costumbre hacer mientras escuchaba a alguien con respeto. Aquellos contrastes físicos se reflejaban en los temperamentos, aunque de modo opuesto: Eunío era muy tímido e infantil, mientras que Antiso, dotado de un aura de bella jovencita, poseía en cambio el carácter enérgico del auténtico líder.
– ¿Me llamabais, maestro? -susurró Eunío nada más abrir la puerta.
– Pasa, te lo ruego. También deseo hablar contigo.
Eunío comentó, con increíble rubor, que el paidotriba lo había llamado para unos ejercicios, y que tenía que desvestirse y marcharse pronto.
– No tardaremos, hijo, te lo aseguro -dijo Diágoras.
Lo puso rápidamente en antecedentes y repitió su petición. Hubo una pausa. El balanceo de los sonrosados pies de Antiso acreció su ritmo.
– No sabemos mucho más sobre la vida de Trámaco, maestro -dijo este último, siempre dulce, aunque resultaba evidente la antítesis entre su lozana firmeza y el ruboroso apocamiento de Eunío-. Conocíamos los rumores sobre su relación con esa hetaira, pero en el fondo no creíamos que fueran ciertos. Trámaco era noble y virtuoso -«Lo sé», asintió Diágoras, al tiempo que Antiso proseguía-: Casi nunca se reunía con nosotros después de sus lecciones en la Academia, ya que tenía que cumplir deberes religiosos. Su familia es devota de los Sagrados Misterios…
– Comprendo -Diágoras no le dio mayor importancia a aquella información: muchas familias nobles de Atenas profesaban la fe de los Misterios de Eleusis-. Pero yo me refiero a las compañías que frecuentaba… No sé… Quizás otros amigos…
Antiso y Eunío se miraron entre sí. Eunío había comenzado a despojarse de su túnica.
– No sabemos, maestro.
– No sabemos.
De improviso, el gimnasio entero pareció temblar. Las paredes resonaron como si fueran a resquebrajarse. Una multitud enfervorizada aullaba en el exterior, animando a los luchadores, cuyos mugidos, enloquecidos, eran ahora claramente audibles.
– Una cosa más, hijos… Me sorprende que Trámaco, hallándose tan preocupado, decidiera de buenas a primeras salir a cazar en solitario… ¿Era ésa su costumbre?
– Lo ignoro, maestro -dijo Antiso.
– ¿Qué opinas tú, Eunío?
Algunos objetos de la habitación cayeron al suelo debido a la creciente vibración: la ropa colgada de las paredes, una pequeña lámpara de aceite, las fichas de inscripción para los sorteos de competiciones… [22]
– Yo creo que sí -murmuró Eunío. El rubor teñía sus mejillas.
Las fuertes, cuadrúpedas pisadas, se aproximaban cada vez más.
Una estatuilla de Poseidón se tambaleó en la repisa de la pared y cayó al suelo haciéndose añicos.
La puerta del vestuario retumbó con un ruido espantoso. [23]
– Oh, buen Eunío, ¿recuerdas acaso ocasiones parecidas? -inquirió Diágoras con suavidad.
[22] ¿Qué está ocurriendo? ¡Pues que el autor lleva la eidesis hasta su máxima expresión! El absurdo estruendo en que se ha convertido la pelea de pancratistas sugiere el furioso ataque de algún enorme animal (lo que se corresponde con todas las imágenes de embestidas «violentas» o «impetuosas» que han ido apareciendo en el capítulo, así como con las referidas a «cuernos»): en mi opinión, se trata del
[23] Me apresuro a explicarle al lector lo que está sucediendo: la eidesis ha cobrado vida propia, se ha transformado en la imagen que representa -en este caso, un toro enloquecido- y ahora embiste la puerta del vestuario donde se desarrolla el diálogo. Pero adviértase que la actividad de esta «bestia» es exclusivamente eidética, y, por tanto, los personajes no pueden percibirla, de igual forma que tampoco podrían percibir, por ejemplo, los adjetivos que ha empleado el autor para describir el gimnasio. No se trata de ningún suceso sobrenaturaclass="underline" es, simplemente, un recurso literario utilizado con el único propósito de llamar la atención sobre la imagen oculta en este capítulo -recordemos las «serpientes» del final del capítulo segundo-. Así pues, suplico al lector que no se sorprenda demasiado si el diálogo entre Diágoras y sus discípulos continúa como si tal cosa, indiferente a los poderosos ataques que sufre la habitación.