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Y ambos, el hombre y el perro, olían igual.

El hombre, reclinado en uno de los divanes del cenáculo y apresando entre sus inmensas manos oscuras un racimo de uvas negras, hablaba en aquel momento. Su tono de voz era espeso, profundo, y su acento fuertemente extranjero.

– ¿Qué puedo contarte, Heracles? ¿Qué puedo decirte de las maravillas que he conocido, de los prodigios que mi razonamiento ateniense jamás hubiese querido admitir y que mis ojos atenienses han visto? Me haces muchas preguntas, pero no tengo respuestas: no soy un libro, aunque me hallo repleto de extrañas historias. He recorrido la India y Persia, Egipto y los reinos del sur, más allá del Nilo. He visitado las grutas donde moran los hombres-león, y he aprendido el violento lenguaje de las serpientes que piensan. He caminado sobre la arena de océanos que se abren y se cierran a tu paso, como puertas. He observado a los escorpiones negros mientras escriben sus signos secretos en el barro. Y he visto cómo la magia puede provocar la muerte, y cómo los espíritus de los muertos hablan a través de sus familiares, y las infinitas formas en que los démones se manifiestan a los brujos. Te juro, Heracles, que fuera de Atenas hay un mundo. Y es infinito.

El hombre parecía crear el silencio con sus palabras como la araña crea la tela con los hilos del vientre. Cuando dejaba de hablar, nadie intervenía de inmediato. Un instante después, el hipnotismo se quebraba y los labios y los párpados de sus oyentes cobraban vida.

– Me regocija comprobar, Crántor -dijo Heracles entonces-, que lograste cumplir con tu propósito inicial. Cuando te abracé en el Pireo hace años, sin saber cuándo volvería a verte, te pregunté por enésima vez la razón de tu voluntario exilio. Y recuerdo que me respondiste, también por enésima vez: «Quiero sorprenderme todos los días». Y parece que lo has conseguido, desde luego -Crántor soltó un gruñido que, sin duda, equivalía a una sonrisa de asentimiento. Heracles se volvió hacia Diágoras, que permanecía callado y obediente en su diván, bebiendo el último vino de la cena-. Crántor y yo pertenecemos al mismo demo y nos conocimos cuando éramos niños. Nos educamos juntos, y, aunque yo llegué a la efebía antes que él, durante la guerra participamos en misiones idénticas. Después, cuando me casé, Crántor, que era muy celoso, decidió emprender un viaje por el mundo. Nos despedimos y… así hasta hoy. En aquella época sólo nos separaban nuestros deseos… -hizo una pausa y sus ojos chispearon de alegría-. ¿Sabes, Diágoras? En mi juventud, yo quería ser como tú: filósofo.

Diágoras expresó con sinceridad su sorpresa.

– Y yo, poeta -dijo Crántor con su voz poderosa, dirigiéndose también a Diágoras.

– Al final, él terminó siendo filósofo…

– ¡Y él, Descifrador de Enigmas!

Rieron. La de Crántor era una risa sucia, desgarbada; Diágoras pensó que parecía una colección de risas ajenas, adquiridas durante sus viajes. En cuanto a él -Diágoras-, sonreía cortésmente. Envuelta en su propio silencio, Pónsica retiró las fuentes vacías de la mesa y sirvió más vino. La noche en el interior del cenáculo ya era completa, y las lámparas de aceite aislaban los rostros de los tres hombres, provocando la ilusión de que flotaban en la tiniebla de una caverna. Se escuchaba el incesante crepitar de la masticación de Cerbero, pero por los ventanucos penetraban a veces, como relámpagos, los violentos gritos de la muchedumbre que recorría las calles.

Crántor se negó a aceptar la hospitalidad de Heracles: estaba de paso por la Ciudad, explicó, en el perenne viaje de su vida; se dirigía al norte, más allá de Tracia, a los reinos bárbaros, en busca de los Hiperbóreos; no tenía pensado permanecer en Atenas más de unos cuantos días; deseaba divertirse en las Leneas y asistir al teatro -al «único buen teatro ateniense: las comedias»-. Aseguró haber encontrado alojamiento en una casa de huéspedes donde permitían la presencia de Cerbero. El perro ladró feísimamente al escuchar su nombre. Heracles, que sin duda había bebido más de la cuenta, señaló al animal y dijo:

– Al final has terminado casándote, Crántor, tú que siempre me criticabas por haber tomado esposa. ¿Dónde conociste a tu linda parejita?

Diágoras casi se atragantó con el vino. Pero la amable reacción del aludido le demostró lo que ya sospechaba: que entre éste y el Descifrador fluía el cauce íntimo e impetuoso de una fuerte amistad infantil, misteriosa para el ojo ajeno, que ni los años de lejana distancia ni las extrañas experiencias que los separaban habían logrado atajar del todo. Del todo, en efecto, porque Diágoras también intuía -no hubiera sabido decir cómo, pero eso le ocurría muchas veces- que ninguno de los dos se sentía completamente a gusto con el otro, como si necesitaran acudir con apremio a los niños que fueron para poder comprender, y aun soportar, a los adultos que eran.

– Cerbero ha vivido conmigo mucho más tiempo del que piensas -dijo Crántor en otro tono de voz, domeñando su violencia, como si en vez de hablar intentara arrullar a un recién nacido-. Lo encontré en un muelle, tan solitario como yo. Decidimos unir nuestros destinos -miraba hacia el oscuro rincón donde el perro masticaba con violencia. Entonces añadió, haciendo reír a Heracles-: Ha sido una buena esposa, te lo aseguro. Grita mucho, pero sólo a los extraños -y extendió el brazo por encima del diván para golpear cariñosamente a la pequeña mancha blancuzca. El animal soltó un estridente ladrido de protesta.

Tras una pausa, Crántor dijo, dirigiéndose a Heracles:

– En cuanto a Hagesíkora, tu mujer…

– Murió. Las Parcas le decretaron una larga enfermedad.

Hubo un silencio. La conversación languideció. Al fin, Diágoras expresó su deseo de marcharse.

– No lo hagas por mí -Crántor alzó su enorme mano quemada-. Cerbero y yo nos iremos pronto -y, casi sin transición, preguntó-: ¿Eres amigo de Heracles?

– Soy, más bien, un cliente.

– ¡Oh, un enigmático problema a resolver! Estás en buenas manos, Diágoras: Heracles es un extraordinario Descifrador, me consta. Ha engordado un poco desde la última vez que lo vi, pero te aseguro que no ha perdido su penetrante mirada ni su rápida inteligencia. Resolverá tu enigma, sea cual sea, en pocos días…

– Por los dioses de la amistad -se quejó Heracles-, no hablemos de trabajo esta noche.

– ¿Eres, pues, filósofo? -preguntó Diágoras a Crántor.

– ¿Qué ateniense no lo es? -replicó éste, enarcando las negras cejas.

Heracles dijo:

– Pero no te equivoques, buen Diágoras: Crántor actúa con filosofía, no se dedica a pensarla. Lleva sus convicciones hasta el último extremo, pues no le gusta creer en algo que no pueda practicar -Heracles parecía disfrutar mientras hablaba, como si fuera precisamente este rasgo el que más admiraba de su viejo amigo-. Recuerdo… recuerdo una de tus frases, Crántor: «Yo pienso con las manos».

– La recuerdas mal, Heracles. La frase era: «Las manos también piensan». Pero la he hecho extensiva a todo el cuerpo…

– ¿Piensas también con los intestinos? -sonrió Diágoras. El vino, como ocurre con aquellos que pocas veces lo beben, lo había vuelto cínico.

– Y con la vejiga, y con la verga, y con los pulmones, y con las uñas de los pies -enumeró Crántor. Y añadió, tras una pausa-: Según creo, Diágoras, tú también eres filósofo…

– Soy mentor de la Academia. ¿Conoces la Academia?

– Claro que sí. ¡Nuestro buen amigo Aristocles!…

– Nosotros lo llamamos por su apodo, Platón, desde hace mucho tiempo -Diágoras se hallaba agradablemente sorprendido de comprobar que Crántor conocía el verdadero nombre de Platón.

– Ya lo sé. Dile de mi parte que en Sicilia se le recuerda mucho…