– ¿Has estado en Sicilia?
– Casi puede decirse que vengo de allí. Se rumorea que el tirano Dioniso se ha enemistado con su cuñado Dión a causa tan sólo de las enseñanzas de tu compañero…
Diágoras se alegró con la noticia.
– Platón estará encantado de saber que el viaje que hizo a Sicilia empieza a dar frutos. Pero te invito a que se lo digas tú mismo en la Academia, Crántor. Visítanos cuando quieras, por favor. Si deseas, puedes venir a cenar: así participarás en nuestros diálogos filosóficos…
Crántor contemplaba la copa de vino con expresión divertida, como si encontrara en ella algo sumamente gracioso o ridículo.
– Te lo agradezco, Diágoras -replicó-, pero me lo pensaré. Lo cierto es que vuestras teorías no me seducen.
Y, como si hubiera gastado una broma estupenda, se rió por lo bajo.
Diágoras, un poco confuso, preguntó con amabilidad:
– ¿Y qué teorías te seducen?
– Vivir.
– ¿Vivir?
Crántor asintió sin dejar de mirar hacia la copa. Diágoras dijo:
– Vivir no es ninguna teoría. Para vivir, sólo necesitas estar vivo.
– No: hay que aprender a vivir.
Diágoras, que había deseado marcharse un momento antes, se sentía ahora profesionalmente interesado en el diálogo. Adelantó la cabeza y acarició su bien recortada barba ateniense con la punta de sus delgados dedos.
– Es muy curioso eso que dices, Crántor. Explícame, por favor, pues me temo que lo ignoro: ¿cómo se aprende, según tu opinión, a vivir?
– No puedo explicártelo.
– Pero, de hecho, parece que tú lo has aprendido.
Crántor asintió. Diágoras dijo:
– ¿Y de qué forma se puede aprender algo que después no es posible explicar?
De repente, Crántor mostró su inmensa dentadura blanca emboscada en el laberinto del pelo.
– Atenienses… -gruñó en un tono tan bajo que Diágoras, al pronto, no entendió bien lo que decía. Pero conforme hablaba fue elevando poco a poco la voz, como si, hallándose lejos, se aproximara a su interlocutor en violenta embestida-: No importa cuánto tiempo te ausentes, siguen siendo los mismos de siempre… Los atenienses… ¡Oh, vuestra pasión por los juegos de palabras, los sofismas, los textos, los diálogos! ¡Vuestra forma de aprender con el trasero apoyado en el banco, escuchando, leyendo, descifrando palabras, inventando argumentos y contraargumentos en un diálogo infinito! Los atenienses… un pueblo de hombres que piensan y escuchan música… y otro pueblo, mucho más numeroso pero gobernado por el primero, de gentes que gozan y sufren sin saber siquiera leer ni escribir… -se levantó de un salto y se dirigió a uno de los ventanucos de la pared, por donde se filtraba el confuso clamor de las diversiones leneas-. Escúchalo, Diágoras… El verdadero pueblo ateniense. Su historia nunca quedará grabada en las estelas funerarias ni se conservará escrita en los papiros donde vuestros filósofos redactan sus maravillosas obras… Es un pueblo que ni siquiera habla: muge, brama como un toro enloquecido… -se apartó de la ventana. Diágoras advertía en sus movimientos cierta cualidad salvaje, casi feroz-. Un pueblo de hombres que comen, beben, fornican y se divierten, creyéndose poseídos por el éxtasis de los dioses… ¡Escúchalos!… Están ahí fuera.
– Hay diferentes clases de hombres, al igual que hay diferentes clases de vinos, Crántor -observó Diágoras-: Ese pueblo que mencionas no sabe razonar bien. Los hombres que saben razonar pertenecen a una categoría más elevada, y, forzosamente, deben dirigir a…
El grito fue salvaje, inesperado. Cerbero, ladrando con violencia, acentuó las estentóreas exclamaciones de su amo.
– ¡Razonar!… ¿De qué os sirve razonar?… ¿Razonasteis la guerra contra Esparta?… ¿Razonasteis la ambición de vuestro imperio?… ¡Pericles, Alcibíades, Cleón, los hombres que os condujeron a la matanza!… ¿Ellos eran razonables?… Y ahora, en la derrota, ¿qué os queda?… ¡Razonar la gloria del pasado!
– ¡Hablas como si no fueras ateniense! -protestó Diágoras.
– ¡Márchate de Atenas, y tú también dejarás de serlo! ¡Sólo se puede ser ateniense dentro de las murallas de esta absurda ciudad!… Lo primero que descubres cuando sales de aquí es que no hay una sola verdad: todos los hombres poseen la suya propia. Y más allá, abres los ojos… y sólo distingues la negrura del caos.
Hubo una pausa. Incluso los furiosos ladridos de Cerbero cesaron. Diágoras se volvió hacia Heracles como si éste hubiese dado muestras de querer intervenir, pero el Descifrador parecía sumido en sus propios pensamientos, por lo que Diágoras supuso que consideraba la conversación exclusivamente «filosófica» y, por tanto, le cedía todas las réplicas. Entonces se aclaró la garganta y dijo:
– Sé lo que quieres decir, Crántor, pero te equivocas. Esa negrura a la que te refieres, y en la que sólo ves el caos, es únicamente tu ignorancia. Crees que no hay verdades absolutas e inmutables, pero puedo asegurarte que sí las hay, aunque sea difícil percibirlas. Dices que cada hombre posee su propia verdad. Te respondo que cada hombre posee su propia opinión. Tú has conocido a muchos hombres muy diferentes entre sí que se expresan en distintos lenguajes y mantienen su particular opinión sobre las cosas, y has llegado a la errónea conclusión de que no hay nada que pueda tener el mismo valor para todos. Pero sucede, Crántor, que te quedas en las palabras, en las definiciones, en las imágenes de los objetos y de los seres. Sin embargo, hay ideas más allá de las palabras…
– El Traductor -dijo Crántor, interrumpiéndolo.
– ¿Qué?
El enorme rostro de Crántor, iluminado desde abajo por las lámparas, parecía una misteriosa máscara.
– Es una creencia muy extendida en algunos lugares lejos de Grecia -dijo-. Según ella, todo lo que hacemos y decimos son palabras escritas en otro idioma en un inmenso papiro. Y hay Alguien que está leyendo ahora mismo ese papiro y descifra nuestras acciones y pensamientos, descubriendo claves ocultas en el texto de nuestra vida. A ese Alguien lo llaman el Intérprete o el Traductor… Quienes creen en Él piensan que nuestra vida posee un sentido final que nosotros mismos desconocemos, pero que el Traductor puede ir descubriendo conforme nos lee. Al final, el texto terminará y nosotros moriremos sin saber más que antes. Pero el Traductor, que nos ha leído, conocerá por fin el sentido último de nuestra existencia. [28]
Heracles, que había permanecido en silencio hasta entonces, dijo:
– ¿Y de qué les sirve creer en ese estúpido Traductor si al final se van a morir igual de ignorantes?
– Bueno, hay quienes piensan que es posible hablar con el Traductor -Crántor sonrió maliciosamente-. Dicen que podemos dirigirnos a El sabiendo que nos está escuchando, pues lee y traduce todas nuestras palabras.
– Y quienes así opinan, ¿qué le dicen a ese… Traductor? -preguntó Diágoras, a quien aquella creencia le parecía no menos ridícula que a Heracles.
– Depende -dijo Crántor-. Algunos lo alaban o le piden cosas como, por ejemplo, que les diga lo que va a sucederles en capítulos futuros… Otros lo desafían, pues saben, o creen saber, que el Traductor, en realidad, no existe…
– ¿Y cómo lo desafían? -preguntó Diágoras.
– Le gritan -dijo Crántor.
Y de repente levantó la mirada hacia el oscuro techo de la habitación. Parecía buscar algo.
Te buscaba a ti. [29]
– ¡Escucha, Traductor! -gritó con su voz poderosa-. ¡Tú, que tan seguro te sientes de existir! ¡Dime quién soy!… ¡Interpreta mi lenguaje y defíneme!… ¡Te desafío a comprenderme!… ¡Tú, que crees que sólo somos palabras escritas hace mucho tiempo!… ¡Tú, que piensas que nuestra historia oculta una clave final!… ¡Razóname, Traductor!… ¡Dime quién soy… si es que, al leerme, eres capaz también de descifrarme!… -y, recobrando la calma, volvió a mirar a Diágoras y sonrió-. Esto es lo que le gritan al supuesto Traductor. Pero, naturalmente, el Traductor nunca responde, porque no existe. Y si existe, es tan ignorante como nosotros… [30]
[28] Por más que he buscado en mis libros, no he podido encontrar ningún indicio de esta supuesta religión. Sin duda se trata de una fantasía del autor.
[29] La traducción es literal, pero no comprendo muy bien a quién se refiere el autor con este inesperado salto gramatical a segunda persona.
[30] Realmente, no sé por qué me he puesto tan nervioso. En Homero, por ejemplo, se encuentran abundantes ejemplos de pasos inesperados a segunda persona. Esto debe de ser algo parecido. Pero lo cierto es que mientras traducía las invectivas de Crántor me sentía un poco tenso. He llegado a pensar que el «Traductor» puede ser una nueva palabra eidética. En tal caso, la imagen final de este capítulo sería más compleja de lo que yo había supuesto: las violentas embestidas de una «bestia invisible» -correspondientes al Toro de Creta-, la «muchacha del lirio» y, ahora, el «Traductor». Helena tiene razón: esta obra me tiene obsesionado. Mañana hablaré con Héctor.