– Pero se equivocaban -dijo Heracles-. Antes no era mejor que ahora. Tampoco mucho peor. Simplemente había una guerra.
Inmóvil, Etis replicó con rapidez, como si respondiera a una pregunta:
– Antes me amabas.
Heracles se sintió fuera de sí mismo, observándose reclinado en el diván, muy quieto, con expresión indiferente, respirando con calma. Sin embargo, reconocía que en su cuerpo se producían algunos hechos: de repente, por ejemplo, sus manos estaban frías y sudorosas. Ella agregó:
– Y yo a ti.
¿Por qué cambiaba de tema?, pensaba él. ¿Era incapaz de mantener un diálogo razonable, equilibrado, como el que elaboran dos hombres? ¿Por qué ahora, y de repente, aquellas cuestiones personales? Se removió inquieto en el diván.
– Perdona, oh Heracles, por favor. Considera mis palabras como el aliento de una mujer solitaria… Sin embargo, me pregunto: ¿nunca pensaste que las cosas hubieran podido ser de otra manera? No, no es eso lo que quiero decir: sé que nunca lo pensaste. Pero ¿nunca lo sentiste?
¡Y ahora, aquella absurda pregunta! Dedujo que había perdido la costumbre de hablar con las mujeres. Incluso con su último cliente, Diágoras, era posible entablar cierto nivel de conversación lógica, pese a la obvia oposición de temperamentos. Pero ¿con las mujeres? ¿Qué pretendía ella con aquella pregunta? ¿Acaso las mujeres podían recordar todos y cada uno de los sentimientos que habían experimentado en el pasado? Y aun admitiendo que así fuese: ¿qué importaba? Las sensaciones, los sentimientos, eran pájaros multicolores: iban y venían, fugaces como el sueño, y él lo sabía. Pero a ella, que evidentemente lo ignoraba, ¿cómo iba a poder explicárselo?
– Etis -dijo, aclarándose la garganta-: Sentíamos unas cosas cuando éramos jóvenes, y otras muy distintas ahora. ¿Quién puede decir con certeza qué habría ocurrido en uno u otro caso? Ya sé que Hagesíkora fue la mujer que mis padres me impusieron, y, pese a que no me dio hijos, fui feliz con ella y la lloré cuando murió. En cuanto a Meragro, te eligió a ti…
– Y yo lo elegí a él cuando tú elegiste a Hagesíkora, pues fue el hombre que mis padres me impusieron -repuso Etis, interrumpiéndolo-. Y también fui feliz con él y lo lloré cuando murió. Y ahora… aquí estamos ambos, moderadamente felices, sin atrevernos a hablar de todo lo que hemos perdido, de cada una de las oportunidades que desperdiciamos, cada desaire a nuestros instintos, cada insulto a nuestros deseos… razonando… inventando razones -hizo una pausa y parpadeó varias veces, como si despertara de un sueño-. Pero te repito que disculpes estas pequeñas locuras. Se ha marchado el último hombre de mi casa, y… ¿qué somos las mujeres sin los hombres? Tú eres el primero que nos visita después de los ágapes funerarios.
«Así pues, hablaba de esto por el dolor que siente», pensó Heracles, comprensivo. Decidió ser amable:
– ¿Cómo está Elea?
– Se soporta a sí misma aún. Pero sufre cuando piensa en su terrible soledad.
– ¿Y Daminos de Clazobion?
– Es un negociante. No aceptará casarse con Elea hasta que yo muera. La ley se lo permite. Ahora, tras la muerte de su hermano, mi hija se ha convertido legalmente en epiclera, y debe contraer matrimonio para que nuestra fortuna no pase a manos del Estado. Daminos posee la prerrogativa de tomarla como esposa, pues es su tío por línea paterna, pero no me guarda demasiado aprecio, menos aún desde la muerte de Meragro, y está esperando, como dicen que esperan las aves fúnebres el desmayo de los cuerpos, a que yo desaparezca. No me importa -se frotó los brazos-. Al menos, tendré la seguridad de que esta casa formará parte de la herencia de Elea. Además, no tengo donde elegir: ya podrás imaginarte que mi hija no cuenta con muchos pretendientes, pues nuestra familia cayó en deshonor…
Tras breve pausa, Heracles dijo:
– Etis, he aceptado un pequeño trabajo -ella lo miró. El habló con rapidez, en un tono formal-. No puedo revelarte el nombre de mi cliente, pero te aseguro que es una persona honesta. En cuanto a la labor, se relaciona de alguna forma con Trámaco… Creí que debía aceptarlo… y decírtelo.
Etis apretó los labios.
– ¿Has venido a verme, pues, como Descifrador de Enigmas?
– No. He venido a decírtelo. No te importunaré más si no lo deseas.
– ¿Qué clase de misterio puede relacionarse con mi hijo? Su vida no tenía secretos para mí…
Heracles respiró profundamente.
– No debes preocuparte: mi investigación no está centrada en Trámaco, aunque vuela a su alrededor. Me serviría de mucha ayuda que contestaras a algunas preguntas.
– Muy bien -dijo Etis, pero en un tono que parecía evidenciar que pensaba justo lo opuesto.
– ¿Notabas a tu hijo preocupado en los últimos meses?
La mujer frunció el ceño, pensativa.
– No… Era el mismo de siempre. No me pareció especialmente preocupado.
– ¿Pasabas mucho tiempo con él?
– No, porque, aunque yo lo deseaba, no quería agobiarlo. Se había vuelto muy sensible en ese aspecto, como dicen que se vuelven los hijos varones en las casas gobernadas por mujeres. No soportaba que nos entrometiéramos en su vida. Quería volar lejos -hizo una pausa-. Ansiaba cumplir la edad de la efebía, y así poder marcharse de aquí. Y Hera sabe que yo no lo censuraba.
Heracles asintió cerrando brevemente los ojos, en un gesto que parecía indicar que estaba de acuerdo con todo lo que Etis dijera sin necesidad de que ella lo dijese. Después comentó:
– Sé que se educaba en la Academia…
– Sí. Quise que fuera así, no sólo por él sino también en recuerdo de su padre. Ya sabes que Platón y Meragro mantenían cierta amistad. Y Trámaco era un buen alumno, según decían sus mentores…
– ¿Qué hacía en su tiempo libre?
Tras breve pausa, Etis dijo:
– Te respondería que no lo sé, pero, como madre, creo saberlo: hiciera lo que hiciese, Heracles, no sería muy diferente de lo que hace cualquier muchacho de su edad. Ya era un hombre, aunque la ley no lo admitiese. Y era dueño de su vida, como cualquier otro hombre. A nosotras no nos dejaba meter las narices en sus asuntos. «Limítate a ser la mejor madre de Atenas», me decía… -sus pálidos labios iniciaron una sonrisa-. Pero te repito que no
tenía secretos para mí: yo sabía que se estaba educando bien en la Academia. Su pequeña intimidad no me importaba: lo dejaba volar libre.
– ¿Era muy religioso?
Etis sonrió y se removió en el diván.
– Oh, sí, los Sagrados Misterios. Acudir a Eleusis es lo único que me queda. No sabes qué fuerzas me da, pobre viuda como soy, tener algo distinto en lo que creer, Heracles… -él no modificó la expresión de su rostro mientras la miraba-. Pero no he contestado a tu pregunta… Sí, era religioso… A su modo. Nos acompañaba a Eleusis, si eso es lo que significa ser religioso. Pero confiaba más en sus fuerzas que en sus creencias.