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– ¿Conoces a Antiso y Eunío?

– Claro que sí. Sus mejores amigos, compañeros de la Academia y vástagos de buenas familias. En ocasiones, también acudían a Eleusis con nosotros. Tengo la mejor opinión sobre ellos: eran dignos amigos de mi hijo.

– Etis… ¿era costumbre de Trámaco marcharse a cazar en solitario?

– A veces. Le gustaba demostrar que estaba preparado para la vida -sonrió-. Y, de hecho, lo estaba.

– Disculpa el desorden de mis preguntas, por favor, pero ya te dije que mi investigación no se centraba en Trámaco… ¿Conoces a Menecmo, el escultor poeta?

Los ojos de Etis se entrecerraron. Se envaró un poco más en el diván, como un ave que pretendiera echar a volar.

– ¿Menecmo?… -dijo, y se mordió suavemente el labio. Tras una brevísima pausa, añadió-: Creo que… Sí, ahora lo recuerdo. Frecuentaba mi casa cuando Meragro vivía. Era un individuo extraño, pero mi marido tenía amigos muy extraños… y no lo digo por ti, precisamente.

Heracles imitó su fina sonrisa. Después dijo:

– ¿No lo has vuelto a ver? -Etis respondió que no-. ¿Sabes si, de alguna forma, se relacionaba con Trámaco?

– No, no lo creo. Desde luego, Trámaco nunca me habló de él -él semblante de Etis reflejaba preocupación. Frunció el ceño-. Heracles, ¿qué ocurre?… Tus preguntas son tan… Aunque no puedas revelarme lo que investigas, dime, al menos, si la muerte de mi hijo… Quiero decir: a Trámaco lo atacó una manada de lobos, ¿no es cierto? Eso es lo que nos han dicho, y fue así, ¿no es verdad?

Heracles, siempre inexpresivo, dijo:

– Así es. Su muerte no tiene nada que ver en esto. Pero no te molestaré más. Me has ayudado, y te lo agradezco. Que los dioses te sean propicios.

Se marchó apresuradamente. Su conciencia le remordía, pues había tenido

que mentirle a una buena mujer. [33]

Cuentan que aquel día sucedió algo inaudito: la gran urna de las ofrendas en honor a Atenea Niké dejó escapar, por descuido de los sacerdotes, los centenares de mariposas blancas que contenía. Y esa mañana, bajo el radiante y tibio sol del invierno ateniense, las vibrátiles alas, fragilísimas y luminosas, invadieron toda la Ciudad. Hubo quien las vio penetrar en el impoluto santuario de Artemisa Brauronia y buscar el camuflaje del níveo mármol de la diosa; otros sorprendieron, en el aire que rodea la estatua de Atenea Prómacos, móviles florecillas blancas agitando sus pétalos sin caer al suelo. Las mariposas, que se reproducían con rapidez, acosaron sin peligro los pétreos cuerpos de las muchachas que sostienen, sin necesidad de ayuda, el techo del Erecteion; anidaron en el olivo sagrado, regalo de Atenea Portaégida; descendieron, en el resplandor de su vuelo, por las laderas de la Acrópolis y, convertidas ya en un levísimo ejército, irrumpieron con molesta suavidad en la vida cotidiana. Nadie quiso hacerles nada, porque apenas eran nada: tan sólo luz que parpadeaba, como si la Mañana, al hacer vibrar las ligerísimas pestañas de sus ojos, dejara caer en la Ciudad el polvillo de su brillante maquillaje. De modo que, observadas por un pueblo asombrado, se dirigieron, sin obstáculos, a través del impalpable éter, al templo de Ares y a la Stoa de Zeus, al edificio del Tolo y al de la Heliea, al Teseion y al monumento a los Héroes, siempre fúlgidas, inestables, obstinadas en su transparente libertad. Después de besar los frisos de los edificios públicos como niñas fugaces, ocuparon los árboles de los jardines y nevaron, zigzagueando, sobre el césped y las rocas de los manantiales. Los perros les ladraban sin daño, como a veces hacen ante los fantasmas y los torbellinos de arena; los gatos saltaban hacia las piedras apartándose de su indeciso camino; los bueyes y mulos alzaban sus pesadas cabezas para contemplarlas, pero, como eran incapaces de soñar, no se entristecían.

Por fin, las mariposas se posaron sobre los hombres y comenzaron a morir. [34]

Cuando Heracles Póntor entró en el jardín de su casa, al mediodía, descubrió que una tersa mortaja de cadáveres de mariposas cubría la tierra. Pero los móviles picos de los pájaros que anidaban en las cornisas o en las altas ramas de los pinos habían empezado a devorarlas: abubillas, cucos, reyezuelos, grajos, torcaces, cornejas, ruiseñores, jilgueros, los cuellos inclinados sobre el manjar, concentrados como pintores en sus vasijas, devolvían el color verde al ligero césped. El espectáculo era extraño, pero a Heracles no le pareció de buen o mal augurio, pues, entre otras cosas, no creía en los augurios.

De improviso, mientras avanzaba por la vereda del jardín, un rebatir de alas a su derecha le llamó la atención. La sombra, encorvada y oscura, surgió tras los árboles asustando a las aves.

– ¿Acostumbras ahora a esconderte para sorprender a la gente? -sonrió Heracles.

– Por los picudos rayos de Zeus, juro que no, Heracles Póntor -crepitó la voz añosa de Eumarco-, pero me pagas para que sea discreto y espíe sin ser visto, ¿no? Pues bien: he aprendido el oficio.

Azuzados por el ruido, los pájaros interrumpieron su festín y alzaron el vuelo: sus pequeños cuerpos, agilísimos, se encendieron en el aire y se abatieron verticales sobre la tierra, y los dos hombres parpadearon deslumbrados bajo el resplandor cenital del sol de mediodía. [35]

– Esa horrible máscara que tienes por esclava me indicó con gestos que no estabas en casa -dijo Eumarco-, así que he aguardado con paciencia tu llegada para decirte que mi labor ha dado algunos frutos…

– ¿Hiciste lo que te ordené?

– Como tus propias manos hacen lo que dictan tus pensamientos. Me convertí anoche en la sombra de mi pupilo; lo seguí, infatigable, a prudente distancia, como el azor hembra escolta el primer vuelo de sus crías; fui unos ojos atados a su espalda mientras él, esquivando a la gente que llenaba las calles, cruzaba la Ciudad en compañía de su amigo Eunío, con quien se había reunido al anochecer en la Stoa de Zeus. No caminaban por placer, si entiendes lo que te digo: un claro destino tenían sus volátiles pasos. ¡Pero el Padre Cronida hubiera podido, como a Prometeo, atarme a una roca y ordenar que un pajarraco devorase mi hígado diariamente con su negro pico, que jamás habría imaginado, Heracles, un destino tan extraño!… Por las muecas que haces, veo que te impacientas con mi relato… No te preocupes, voy a terminarlo: ¡supe, por fin, adónde se dirigían! Te lo diré, y tú te asombrarás conmigo…

La luz del sol reanudó el lento picoteo sobre la hierba del jardín. Después se posó en una rama y gorjeó varias notas. Otro ruiseñor se acercó a él. [36]

Por fin, Eumarco terminó de hablar.

– Tú me explicarás, oh gran Descifrador, lo que significa todo esto -dijo.

Heracles pareció meditar un instante. Después dijo:

– Bien. Todavía preciso de tu ayuda, buen Eumarco: sigue los pasos de Antiso por las noches y ven a informarme cada dos o tres días. Pero antes que nada, vuela presuroso a casa de mi amigo con este mensaje…

– Cuánto te agradezco esta cena al aire libre, Heracles -dijo Crántor-. ¿Sabías que ya no puedo soportar con facilidad el interior lóbrego de las casas atenienses? Los habitantes de los pueblos al sur del Nilo no pueden creer que en nuestra civilizada Atenas vivamos encerrados entre muros de adobe. Según su forma de pensar, sólo los muertos necesitan paredes -cogió una nueva fruta de la fuente y hundió la picuda punta de su daga entre las vetas de la mesa. Tras una pausa, dijo-: No estás muy hablador.

El Descifrador pareció despertar de un sueño. En la intacta paz del jardín un pequeño pájaro desgranó una tonada. Un afilado repiqueteo metálico denunciaba la presencia de Cerbero en una esquina, lamiendo los restos de su plato.

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[33] La mía no me remuerde en absoluto, ya que ayer le conté a Helena la coincidencia que más me preocupa de todas. «Pero ¿cómo puedes tener tanta fantasía?», protestó. «¿Qué relación puede haber entre la muerte de Montalo y la de un personaje de un texto milenario? ¡Oh, por favor! ¿Te estás volviendo loco? Lo de Montalo es un hecho real, un accidente. Lo del personaje del libro que traduces es pura ficción. Quizá se trate de otro recurso eidético, un símbolo secreto, yo qué sé…» Como siempre, Helena tiene razón. Su abrumadora visión práctica de las cosas haría trizas las pesquisas más inteligentes de Heracles Póntor -que, por muy ficticio que sea, se está convirtiendo, día tras día, en mi héroe favorito, la única voz que le da sentido a todo este caos-, pero, qué quieres que te diga, asombrado lector: de repente me ha parecido muy importante averiguar más cosas sobre Montalo y su solitaria forma de vida. Ya le he escrito una carta a Arístides, uno de los académicos que más lo conocieron. No ha tardado en responderme: me recibirá en su casa. Y a veces me pregunto: ¿estoy tratando de imitar a Heracles Póntor con mi propia investigación? (N. del T.)

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[34] Esta invasión de mariposas blancas (absurda, pues no hay constancia histórica de que constituyeran una ofrenda para Atenea Niké) es más bien una invasión eidética: las ideas de «vuelo» y «alas» -presentes desde el comienzo del capítulo- alteran la realidad del relato. La imagen final, a mi modo de ver, es la del Trabajo de las Aves de Estinfalia, donde Hércules recibe la orden de ahuyentar a la miríada de pájaros que plagaban el lago Estinfalia, lo cual consigue provocando ruido con unos címbalos de bronce. Ahora bien, ¿ha notado el lector la presencia, hábilmente disimulada, de la «muchacha del lirio»? Por favor, lector, dímelo, ¿o es que acaso piensas que es imaginación mía? ¡Ahí están las «florecillas blancas» y las «muchachas» (las cariátides del Erecteion), pero también las palabras fundamentales: «ayuda» («sin necesidad de ayuda») y «peligro» («acosaron sin peligro»), íntimamente asociadas a esta imagen! (N. del T.)

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[35] Los pájaros, como las mariposas, también son eidéticos en este capítulo, y, por tanto, se transforman ahora en rayos de sol. Advierta el lector que el suceso no es milagroso ni mágico, sino tan literario como el cambio de métrica en un poema. (N. del T.)

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[36] La metamorfosis de pájaro en luz se opera aquí a la inversa. Para los lectores que se enfrentan por vez primera a un texto eidético estas frases pueden dar lugar a cierta confusión, pero, repito, no se trata de ningún prodigio sino de mera filología. (N. del T.)