Выбрать главу

– Por Ares guerrero -graznó con voz de cuervo-, serví veinte años en el ejército ateniense, sobreviví a Sicilia y perdí el brazo izquierdo. ¿Y qué ha hecho mi patria ateniense por mí? Echarme a la calle para que busque huesos roídos, como los perros. ¡Ten más piedad que nuestros gobernantes, buen ciudadano!…

Con dignidad, Diágoras buscó algunos óbolos en su manto.

– ¡Vive tantos años como los hijos de los dioses! -dijo el mendigo, agradecido, y se alejó.

Casi al mismo tiempo, Diágoras oyó que alguien lo llamaba. La obesa silueta del Descifrador de Enigmas se recortaba, orlada por la luna, en el extremo de una de las callejuelas.

– Vamos -dijo Heracles.

Caminaron en silencio, internándose en el barrio de Melita.

– ¿Adónde me llevas? -preguntó Diágoras.

– Quiero que veas algo.

– ¿Sabes más cosas?

– Creo saberlo todo.

Heracles hablaba con la misma parquedad de siempre, pero Diágoras creyó percibir en su voz una tensión cuyo origen no supo interpretar. «Quizás es que me aguardan malas noticias», pensó.

– Dime simplemente si Antiso y Eunío tienen algo que ver en todo esto.

– Aguarda. Pronto me lo dirás tú mismo.

Avanzaron por la oscura calle de los herreros, donde se agrupaban los talleres de dicha profesión, que a esas horas de la noche ya habían cerrado; dejaron atrás la casa de baños de Pidea y el pequeño santuario de Hefesto; se introdujeron por una calle tan angosta que un esclavo que llevaba al hombro una pértiga con dos ánforas hubo de aguardar a que ellos salieran para poder entrar; cruzaron la plazuela en honor al héroe Melampo, y la luna les sirvió de guía cuando descendieron por la pendiente de la calle de los establos y en la densa tiniebla de la calle de los curtidores. Diágoras, que no acababa de acostumbrarse a aquellas caminatas silenciosas, dijo:

– Espero, por Zeus, que no se trate de otra hetaira a la que debamos perseguir…

– No. Estamos cerca.

Una hilera de ruinas se extendía a lo largo de la calle en la que se encontraban. Las paredes contemplaban la noche con ojos vacíos.

– ¿Ves a esos hombres con antorchas en la puerta de aquella casa? -señaló Heracles-. Allí es. Ahora, haz lo que yo te diga. Cuando ellos te pregunten qué quieres, responderás: «Vengo a ver la representación» y les entregarás unos cuantos óbolos. Te dejarán pasar. Yo te acompañaré y haré lo mismo.

– ¿Qué significa todo esto?

– Ya te he dicho que tú me lo explicarás después. Vamos.

Heracles llegó primero; Diágoras imitó sus gestos y sus palabras. En el tenebroso zaguán de la destartalada casa se vislumbraba la entrada a una angosta escalera de piedra; varios hombres descendían por ella. Diágoras, con paso trémulo, siguió al Descifrador y se sumergió en la oscuridad. Durante un instante sólo pudo percibir la robusta espalda de su compañero; los peldaños, muy altos, requerían toda su atención. Después empezó a escuchar los cánticos y las palabras. Abajo, la tiniebla era diferente, como elaborada por otro artista, y precisaba de unos ojos distintos; los de Diágoras, desacostumbrados, sólo advirtieron formas confusas. El olor fuerte del vino se mezclaba con el de los cuerpos. Había unas gradas con bancos de madera, y allí se sentaron.

– Mira -dijo Heracles.

Al fondo de la sala, un coro de máscaras recitaba versos alrededor de un altar situado sobre un pequeño escenario; los coreutas elevaban las manos mostrando las palmas. A través de las aberturas de las máscaras, los ojos, aunque oscuros, parecían vigilantes. Antorchas en las esquinas encandilaban el resto de la visión, pero Diágoras, entrecerrando los párpados, pudo distinguir otra silueta enmascarada detrás de una mesa atiborrada de pergaminos.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Una representación teatral -dijo Heracles.

– Ya lo sé. Quiero decir qué…

El Descifrador le indicó con gestos que guardara silencio. El coro había finalizado la antistrofa y sus miembros se agrupaban en fila frente al público. Diágoras comenzó a percibir el agobio de aquel aire irrespirable; pero no era sólo el aire lo que le inquietaba: también estaba el denso afán de los espectadores. Éstos no formaban un grupo muy numeroso -había asientos vacíos- pero si solidario: erguían sus cabezas, balanceaban sus cuerpos al ritmo del canto, bebían vino en pequeños odres; uno de ellos, sentado junto a Diágoras, con los ojos desorbitados, jadeaba. Era el afán.

Diágoras recordaba haberlo observado por primera vez en las representaciones de los poetas Esquilo y Sófocles: una participación casi religiosa, un silencio tácito, inteligente, como el que yace en las palabras escritas, y cierto… ¿qué?… ¿Placer?… ¿Miedo?… ¿Embriaguez?… No podía comprenderlo. Le parecía, a veces, que aquel ritual inmenso era mucho más antiguo que la comprensión de los hombres. No se trataba exactamente de teatro: era algo previo, anárquico; no existían bellos versos que un público culto pudiera traducir a hermosas imágenes; el discurso casi nunca era racionaclass="underline" las madres fornicaban con sus hijos, los padres eran asesinados por éstos, las esposas atrapaban a sus cónyuges en sangrientas e inextricables redes, un crimen se pagaba con otro, la venganza era infinita, las Furias acosaban a culpables e inocentes, los cadáveres quedaban insepultos; por doquier, aullidos de dolor de un coro inclemente; y un terror opresivo, gigantesco, como el del hombre abandonado en medio del mar. Un teatro que era como el ojo de un Cíclope que acechara al público desde su caverna. Diágoras siempre se había sentido inquieto frente a aquellas obras atormentadas. ¡No le sorprendía en absoluto que disgustaran tanto a Platón! ¿Dónde se hallaban, en tales espectáculos, las doctrinas morales, las normas de conducta, el buen hacer del poeta que debe educar al pueblo, el…?

– Diágoras -susurró Heracles-: Fíjate en los dos coreutas de la derecha, en la segunda fila.

Uno de los actores se acercó a la figura que se hallaba detrás de la mesa. Por los altos coturnos que calzaba y la complicada máscara que celaba su rostro parecía tratarse del Corifeo. Emprendió un diálogo esticomítico con el personaje sedente:

CORIFEO: Vamos, Traductor: busca las claves, si es que las hay.

TRADUCTOR: Largo tiempo llevo buscándolas. Pero las palabras me confunden.

CORIFEO: Así pues, ¿piensas que es inútil persistir?

TRADUCTOR: No, pues creo que todo lo que está escrito puede descifrarse.

CORIFEO: ¿No te atemoriza llegar hasta el final?

TRADUCTOR: ¿Por qué habría de atemorizarme?

CORIFEO: Porque es posible que no existan soluciones de ningún tipo.

TRADUCTOR: Mientras tenga fuerzas, seguiré.

CORIFEO: ¡Oh, Traductor: arrastras una piedra que volverá a caer desde la cima!

TRADUCTOR: ¡Es mi Destino: vano sería pretender rebelarme!

CORIFEO: Al parecer, te impulsa una confianza ciega.

TRADUCTOR: ¡Debe haber algo tras las palabras! ¡Siempre hay un significado!

– ¿Los reconoces? -dijo Heracles.

– Oh, dioses -musitó Diágoras.

CORIFEO: Veo que es inútil hacerte cambiar de opinión.

TRADUCTOR: Ahí no te equivocas: atado estoy a esta silla y a estos papiros.

Se escucharon golpes de címbalo. El coro emprendió un rítmico estásimo: