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Y estoy seguro de que el propio Menecmo prefiere el exilio a la sentencia de muerte…

– Pero entonces… ¡Menecmo escapará!

Heracles movió la cabeza con lentitud mientras sonreía astutamente.

– No, buen Diágoras: Antiso está vigilado. Eumarco, su antiguo pedagogo, sigue sus pasos todas las noches por orden mía. Anoche, al salir de la Academia, busqué a Eumarco y le di instrucciones. Si Antiso visita a Menecmo, nosotros lo sabremos.

Y si es necesario, dispondré que otro esclavo vigile el taller. Ni Menecmo ni Antiso podrán hacer el menor movimiento sin que lo sepamos. Quiero que tengan tiempo de desanimarse, de sentirse acorralados. Si uno de los dos decide acusar al otro públicamente para intentar salvarse, el problema quedará resuelto de la manera más cómoda. Si no…

Enarboló uno de sus gruesos dedos índices para señalar las paredes de su casa con lentos ademanes.

– Si no se delatan, utilizaremos a la hetaira.

– ¿A Yasintra? ¿Cómo?

Heracles dirigió el mismo índice hacia arriba, puntualizando sus palabras.

– ¡La hetaira fue el otro gran error de Menecmo! Trámaco, que se había enamorado de ella, le había contado en detalle las relaciones que mantenía con el escultor, admitiendo que su persona le inspiraba, a la vez, sentimientos de amor y de miedo. Y los días previos a su muerte, tu discípulo le reveló que estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a contarle a su familia y a sus mentores lo de las diversiones nocturnas, con tal de verse libre de la dañina influencia de Menecmo. Pero añadió que temía la venganza del escultor, pues éste le había asegurado que lo mataría si hablaba. No sabemos cómo Menecmo se enteró de la existencia de Yasintra, pero podemos conjeturar que Trámaco la delató durante un momento de despecho. El escultor supo de inmediato que ella podía representar un problema y envió a un par de esclavos al Pireo para amenazarla, por si acaso se le ocurría hablar. Pero después de nuestra conversación con Menecmo, éste, nervioso, creyó que la hetaira lo había traicionado, y la volvió a amenazar de muerte. Fue entonces cuando Yasintra supo quién era yo, y anoche, asustada, vino a pedirme ayuda.

– Por tanto, ella es ahora nuestra única prueba…

Heracles asintió abriendo mucho los ojos, como si Diágoras hubiera dicho algo extraordinariamente asombroso.

– Eso es. Si nuestros dos astutos criminales no quieren hablar, los acusaremos públicamente basándonos en los testimonios de Yasintra. Ya sé que la palabra de una cortesana no vale nada frente a la de un ciudadano libre, pero la acusación le soltará la lengua a Antiso, probablemente, o quizás al propio Menecmo.

Diágoras parpadeó al dirigir la vista hacia el huerto destellante de sol. Cerca del pozo, con mansa indolencia, pacía una inmensa vaca blanca. [73] Heracles, muy animado, dijo:

– De un momento a otro llegará Eumarco con noticias. Entonces sabremos qué se proponen hacer estos truhanes, y actuaremos en consecuencia…

Tomó otro sorbo de vino y lo paladeó con lenta satisfacción. Quizá se sintió incómodo al intuir que Diágoras no participaba de su optimismo, porque de repente cambió el tono de voz para decir, con cierta brusquedad:

– Bien, ¿qué te parece? ¡Tu Descifrador ha resuelto el enigma!

Diágoras, que seguía contemplando el huerto más allá del pacífico rumiar de la vaca, dijo:

– No.

– ¿Qué?

Diágoras meneaba la cabeza en dirección hacia el huerto, de modo que parecía dirigirse a la vaca.

– No, Descifrador, no. Lo recuerdo bien; lo vi en sus ojos: Trámaco no estaba simplemente preocupado sino aterrorizado. Pretendes hacerme creer que iba a contarme sus juegos licenciosos con Menecmo, pero… No. Su secreto era mucho más espantoso.

Heracles meneó la cabeza con movimientos perezosos, como si reuniera paciencia para hablarle a un niño pequeño. Dijo:

– ¡Trámaco tenía miedo de Menecmo! ¡Pensaba que el escultor iba a matarlo si él lo delataba! ¡Ése era el miedo que viste en sus ojos!…

– No -replicó Diágoras con infinita calma, como si el vino o el lánguido mediodía lo hubiesen adormecido.

Entonces, hablando con mucha lentitud, como si cada palabra perteneciera a otro lenguaje y fuese necesario pronunciarlas cuidadosamente para que pudieran ser traducidas, añadió:

– Trámaco estaba aterrorizado… Pero su terror quedaba más allá de lo comprensible… Era el Terror en sí, la Idea de Terror: algo que tu razón, Heracles, ni siquiera puede vislumbrar, porque no te asomaste a sus ojos como yo lo hice. Trámaco no tenía miedo de lo que Menecmo pudiera hacerle sino de… de algo mucho más pavoroso. Lo sé -y agregó-: No sé muy bien por qué lo sé. Pero lo sé.

Heracles preguntó, con desprecio:

– ¿Intentas decirme que mi explicación no es correcta?

– La explicación que me has ofrecido es razonable. Muy razonable -Diágoras seguía contemplando el huerto donde rumiaba la vaca. Inspiró profundamente-. Pero no creo que sea la verdad.

– ¿Es razonable y no es verdad? ¿Con qué me sales ahora, Diágoras de Medonte?

– No lo sé. Mi lógica me dice: «Heracles tiene razón», pero… Puede que tu amigo Crántor supiera explicarlo mejor que yo. Anoche, en la Academia, discutimos mucho sobre eso. Es posible que la Verdad no pueda ser razonada… Quiero decir… Si yo te dijera ahora algo absurdo, como por ejemplo: «Hay una vaca paciendo en tu huerto, Heracles», me considerarías loco. Pero ¿no podría ocurrir que, para alguien que no somos ni tú ni yo, tal afirmación fuera verdad? -Diágoras interrumpió la réplica de Heracles-. Ya sé que no es racional decir que hay una vaca en tu huerto porque no la hay, ni puede haberla. Pero ¿por qué la verdad ha de ser racional, Heracles? ¿No cabe la posibilidad de que existan… verdades irracionales? [74]

– ¿Eso es lo que os ha contado Crántor ayer? -Heracles reprimía su cólera a duras penas-. ¡La filosofía acabará por volverte loco, Diágoras! Yo te hablo de cosas coherentes y lógicas, y tú… ¡El enigma de tu discípulo no es una teoría filosófica: es una cadena de sucesos racionales que…!

Se interrumpió al advertir que Diágoras volvía a menear la cabeza, sin mirarle, contemplando todavía el huerto vacío. [75]

Diágoras dijo:

– Recuerdo una frase tuya: «Hay lugares extraños en esta vida que ni tú ni yo hemos visitado jamás». Es cierto… Vivimos en un mundo extraño, Heracles. Un mundo donde nada puede ser razonado ni comprendido del todo. Un mundo que, a veces, no sigue las leyes de la lógica sino las del sueño o la literatura… Sócrates, que era un gran razonador, solía afirmar que un demon, un espíritu, le inspiraba las verdades más profundas. Y Platón opina que la locura, en cierto modo, es una forma misteriosa de acceder al conocimiento. Eso es lo que me sucede ahora: mi demon, o mi locura, me dicen que tu explicación es falsa.

– ¡Mi explicación es lógica!

– Pero falsa.

– ¡Si mi explicación es falsa, entonces todo es falso!

– Es posible -admitió Diágoras con amargura-. Sí, quién sabe.

– ¡Muy bien! -gruñó Heracles-. ¡Por mí puedes hundirte lentamente en la ciénaga de tu pesimismo filosófico, Diágoras! Voy a demostrarte que… Ah, golpes en la puerta. Es Eumarco, seguro. ¡Quédate ahí, contemplando el mundo de las Ideas, querido Diágoras! ¡Te serviré en bandeja la cabeza de Menecmo, y tú me pagarás por el trabajo!… ¡Pónsica, abre!…

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[73] Un refuerzo de la eidesis, como en capítulos precedentes, para acentuar la imagen de los Bueyes de Geriones. (N. del T.)

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[74] Claro está que la «vaca del huerto» -como la «bestia» del capítulo cuarto o las «serpientes» del segundo- es una presencia exclusivamente eidética, y por ende invisible para los protagonistas. Pero el autor la utiliza como argumento para apoyar las dudas de Diágoras: en efecto, para el lector, la afirmación es verdad. Me tiembla el pulso. Quizá sea de cansancio. (N. del T.)

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[75] Una vez cumplida su función eidética, la imagen de la vaca desaparece incluso para el lector, y el huerto queda «vacío». Esto no es magia: es, simplemente, literatura. (N. del T.)