A la hora en que el hambre empieza a inquietar las carnes, el arconte rey decidió que el tribunal ya contaba con suficientes testimonios. Sus límpidos ojos azules se volvieron hacia el acusado con la cortés indiferencia de un caballo.
– Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio: este tribunal te concede el derecho a defenderte, si así lo deseas.
Y de repente, el solemne redondel del Areópago, con sus columnas, su oloroso pebetero y su podio, se concretó en un solo punto hacia el que convergieron las glotonas miradas del público: el rostro poco hecho del escultor, sus carnes oscuras surcadas por los cortes de la trinchante madurez, sus ojos adornados de parpadeos y su cabeza espolvoreada de cabellos grises.
En un silencio ansioso, como de libación previa a un banquete, Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, abrió la boca lentamente y deslizó la punta de la lengua por los resecos labios.
Y sonrió. [91]
Era la boca de una mujer: sus dientes, la quemazón de su aliento. Él sabía que la boca podía morder, o comer, o devorar, pero lo que más le importaba en aquel momento no era eso, sino el corazón palpitante que aferraba la mano desconocida. No le preocupaba el lento rastreo de los labios de la hembra (pues hembra era, mucho más que mujer), el tibio recorrido de la dentadura por su piel, ya que, en parte (sólo en parte), tales caricias le resultaban agradables. Pero el corazón… la carne batiente y húmeda que oprimían los fuertes dedos… Era necesario averiguar qué se extendía más allá, a quién pertenecía la espesa sombra que acechaba en el contorno de su visión. Porque el brazo no flotaba en el aire, y ahora lo sabía: el brazo era la prolongación de una figura que se desvelaba y ocultaba como el cuerpo de la luna durante las noches mensuales. Ahora… un poco… ya casi podía distinguir el hombro completo, el… Un soldado, lejano, ordenaba, o decía, o aclaraba algo. Su voz le resultaba familiar, pero no podía escuchar bien sus palabras. ¡Y eran tan importantes! Otro detalle le molestaba: volar producía cierta presión en el pecho; era necesario recordar tal hallazgo con vistas a futuras investigaciones. Una presión, sí, y también algún poso de placer en las zonas más sensibles. Volar era agradable, a pesar de la boca, de los débiles mordiscos, de la distensión de la carne…
Se despertó; vio la sombra a horcajadas sobre él y la apartó con brusquedad, con un furioso gesto de sus brazos. Recordó que, para determinadas tradiciones, la pesadilla es un monstruo con cabeza de yegua y cuerpo de mujer que apoya sus glúteos desnudos sobre el pecho del durmiente y le susurra palabras amargas antes de devorarlo. Hubo una confusión de mantas y carne tensa, piernas entrelazadas y gemidos. ¡Aquella oscuridad! ¡Oh, aquella oscuridad!…
– No, no, calma.
– ¿Qué?… ¿Quién?…
– Calma. Era un sueño.
– ¿Hagesíkora?
– No, no…
Tembló. Reconoció su propio cuerpo boca arriba sobre lo que era su propia cama en lo que no dejaba de ser (ahora podía comprobarlo) su propio dormitorio. Todo estaba en orden, pues, salvo aquella carne caliente y desnuda que se agitaba junto a él como un potro fuerte y nervioso. De modo que el razonamiento encendió un cabo de vela en su cabeza y, bostezando, inició el nuevo día, no sin cierto sobresalto.
– ¿Yasintra? -dedujo.
– Sí.
Heracles se incorporó tensando con esfuerzo los flejes de su vientre, como si acabara de comer, y se frotó los ojos.
– ¿Qué haces aquí?
No obtuvo respuesta. La sintió removerse a su lado, cálida y húmeda como si su carne exudara jugos. El lecho se hundió en varios puntos; él percibió el movimiento y se tambaleó. De inmediato se escucharon golpes amortiguados y la inequívoca palmada de unos pies descalzos contra el suelo.
– ¿Adónde vas? -preguntó.
– ¿No quieres que encienda una luz?
Percibió los arañazos del pedernal al ser frotado. «Ya sabe dónde dejo la lámpara todas las noches y en qué lugar puede encontrar yesca», pensó, anotando este dato en algún lugar de su copiosa biblioteca mental. El cuerpo de ella apareció poco después ante sus ojos, la mitad de la carne untada de miel por la luz de la lámpara. Heracles vaciló antes de definir su estado como «desnudez». En realidad, jamás había visto a una mujer tan desnuda: sin maquillaje, sin joyas, sin la protección de un peinado, despojada incluso de la frágil -pero efectiva- túnica del pudor. Desnuda por completo. Cruda, se le antojó pensar, como un simple trozo de carne arrojado al suelo.
– Perdóname, te lo suplico -dijo Yasintra. En su voz de muchacho él no pudo percibir ni el más leve asomo de preocupación ante la posibilidad de que no la perdonara-. Te escuché gemir desde mi habitación. Parecías estar sufriendo. Quise despertarte.
– Fue un sueño -dijo Heracles-. Una pesadilla que tengo desde hace poco tiempo.
– Los dioses suelen hablarnos a través de los sueños que se repiten.
– Yo no creo en eso. Es ilógico. Los sueños carecen de explicación: son imágenes que fabricamos al azar.
Ella no replicó nada.
Heracles pensó en llamar a Pónsica, pero recordó que su esclava le había pedido permiso la noche anterior para asistir en Eleusis a una reunión fraternal de devotos de los Sagrados Misterios. Así pues, se hallaba solo en la casa con la hetaira.
– ¿Quieres lavarte? -dijo ella-. ¿Traigo una escudilla?
– No.
Entonces, casi sin transición, Yasintra preguntó:
– ¿Quién es Hagesíkora?
Al pronto Heracles la miró sin comprender. Después dijo:
– ¿Mencioné ese nombre en sueños?
– Sí. Y a una tal Etis. Creíste que yo era ambas.
– Hagesíkora era mi esposa -dijo Heracles-. Enfermó y murió hace tiempo. No tuvimos hijos.
Hizo una pausa y agregó, en el mismo tono didáctico, como si le explicara a la muchacha una aburrida lección:
– Etis es una vieja amiga… Es curioso que las haya mencionado a las dos. Pero ya te he dicho que, en mi opinión, los sueños no significan nada.
Hubo una pausa. La lámpara, iluminando a la muchacha desde abajo, disfrazaba su desnudez: un trémulo arnés negro rodeaba los pechos y el pubis; finas correas ceñían los labios, las cejas y los párpados. Por un instante, Heracles la estudió con afán, deseando descubrir qué podían ocultar sus formas además de sangre y músculos. ¡Qué diferente de su llorada Hagesíkora era aquella hetaira!
Yasintra dijo:
– Si no quieres nada más, me voy.