– ¿Falta mucho para que amanezca? -preguntó él.
– No. El color de la noche es gris.
«El color de la noche es gris», pensó Heracles. «Una observación digna de esta criatura.»
– Deja, entonces, la luz encendida -le indicó.
– Bien. Que los dioses te concedan descanso.
Él pensó: «Ayer me dijo: Te debo un favor. Pero ¿por qué pretende obligarme a que acepte esta clase de pago? ¿Realmente sentí su boca sobre…? ¿O quizá formaba parte del sueño?».
– Yasintra.
– Qué.
No advirtió siquiera el más leve rastro de ansia o de esperanza en aquella voz, y eso -¡oh devorador orgullo de los hombres!- le dolió. Y le dolió que le doliera. Ella, simplemente, se había detenido y girado el cuello, volviendo su rostro hacia él para mostrarle su desnuda mirada mientras sonaba: «Qué».
– Menecmo ha sido arrestado por el asesinato de otro efebo. Hoy es el juicio en el Areópago. Ya no tienes nada que temer de él -y añadió, tras una pausa-: Pensé que te gustaría saberlo.
– Sí -dijo ella.
Y la puerta, al cerrarse cuando salió, chirrió con el mismo ruido: «Sí».
Permaneció toda la mañana en la cama. Por la tarde se levantó, se vistió, devoró una fuente completa de higos dulces y decidió salir a dar un paseo. Ni siquiera se preocupó por saber si Yasintra continuaba en el pequeño cuarto de invitados que le había destinado, o, por el contrario, se había marchado ya sin despedirse de éclass="underline" la puerta estaba cerrada, y, de cualquier modo, a Heracles no le importaba dejarla sola en la casa, pues no la tenía por ladrona ni, en realidad, por mala mujer. Encaminó tranquilamente sus pasos hacia el ágora, y, ya en la plaza, encontró a varios hombres a quienes conocía y a muchos otros desconocidos. Prefirió preguntarles a estos últimos.
– ¿El juicio contra el escultor? -dijo un individuo de piel tostada y rostro de sátiro espiando ninfas-. Por Zeus, ¿es que no lo sabes? ¡No se habla de otra cosa en toda la Ciudad!
Heracles se encogió de hombros, como si pidiera excusas por su ignorancia. El hombre añadió, mostrando enormes dientes:
– Ha sido condenado al báratro. Se confesó culpable.
– ¿Se confesó culpable? -repitió Heracles.
– Así es.
– ¿De todos los crímenes?
– Sí. Tal como lo acusaba el noble Diágoras: del asesinato de los tres adolescentes y del viejo pedagogo. Y lo dijo delante de todos, sonriendo: «¡Soy culpable!», o algo parecido. ¡La gente estaba asombrada de su desfachatez, y no en vano!… -el rostro faunesco se oscureció aún más mientras el hombre añadía-: ¡Por Apolo, que el báratro es poco para ese infame! ¡Por una vez estoy de acuerdo con lo que quieren las mujeres!
– ¿Qué quieren las mujeres?
– Una delegación de esposas de los prítanos le ha pedido al arconte que Menecmo sea torturado antes de morir…
– Carne. Quieren carne -dijo el hombre con el que había estado hablando el fauno antes de que Heracles los interrumpiera: robusto, de anchos hombros y baja estatura, ligeramente condimentado de cabellos rubios en la cabeza y en la barba. [92]
El fauno asintió y volvió a mostrar sus caballunos dientes.
– ¡Yo las complacería, aunque sólo fuera por esta vez!… ¡Esos efebos inocentes!… ¿No te parece que…? -se volvió hacia Heracles, pero encontró un espacio vacío.
El Descifrador se alejaba, esquivando con torpeza a la gente que parloteaba en la plaza. Se hallaba aturdido, casi mareado, como si hubiera estado soñando durante largo tiempo y hubiera despertado en una ciudad desconocida. Pero el auriga de su cerebro aún mantenía tensas las riendas en la veloz carrera de sus pensamientos. ¿Qué ocurría? Algo empezaba a ser ilógico. O algo no había sido lógico nunca, y era ahora cuando el error se hacía evidente…
Pensó en Menecmo. Lo vio golpear a Trámaco en el bosque hasta dejarlo muerto o inconsciente, abandonándolo después a las devoradoras fieras. Lo vio asesinar a Eunío y, por prudencia o temor, destrozar y disfrazar su cadáver para ocultar el crimen. Lo vio mutilar salvajemente a Antiso y, no contento con esto, al esclavo Eumarco, a quien seguramente había sorprendido espiándolos. Lo vio en el juicio, sonriente, declarándose culpable de todos los asesinatos: aquí estoy, soy yo, Menecmo de Carisio, y debo deciros que he hecho lo imposible para que no me atraparais, pero ahora… ¡qué importa! Soy culpable. He matado a Trámaco, Eunío, Antiso y a Eumarco, he huido y después me he entregado. Condenadme. Soy culpable.
Antiso y Yasintra acusaban a Menecmo… ¡Pero incluso el propio Menecmo entregaba a Menecmo a la muerte! Se había vuelto loco, sin duda… No obstante, si era así, había enloquecido recientemente. No se comportó como un loco cuando tomó la precaución de citar a Trámaco en el bosque, lejos de la Ciudad. No se comportó como un loco cuando improvisó un aparente «suicidio» para Eunío. En ambos casos se había conducido con suma astucia, cual un adversario digno de la inteligencia de un Descifrador, pero ahora… ¡Ahora parecía que ya nada le importaba! ¿Por qué?
Algo fallaba en su minuciosa teoría. Y ese algo era… todo. El prodigioso edificio de razonamientos, la estructura de sus deducciones, el armonioso armazón de causas y efectos… Estaba equivocado, lo había estado desde el principio, y lo que más lo atormentaba era la seguridad de haber deducido bien, de no haber descuidado ningún detalle importante, de haber rastreado todos y cada uno de los indicios del enigma… ¡Y ahí residía el origen de la angustia que lo devoraba! Si había razonado bien, ¿por qué estaba equivocado? ¿Sería cierto que, tal como afirmaba su cliente Diágoras, existían verdades irracionales?
Aquel último pensamiento lo intrigó mucho más que los anteriores. Se detuvo y alzó la vista hacia la geométrica cima de la Acrópolis, brillante y blanca bajo la luz de la tarde. Observó el prodigio del Partenón, la esbelta y precisa anatomía de su mármol, la hermosa exactitud de sus formas, el tributo de todo un pueblo a las leyes de la lógica. ¿Sería posible la existencia de verdades opuestas a aquella concisa y definitiva belleza? ¿Verdades con luz propia, irregulares, deformes, absurdas? ¿Verdades oscuras como cavernas, súbitas como relámpagos, irreductibles como caballos salvajes? ¿Verdades que los ojos no podían descifrar, que no eran palabras escritas ni imágenes, incapaces de ser comprendidas, expresadas, traducidas, siquiera intuidas, salvo mediante el sueño o la locura? Un vértigo frío se apoderó de él; tambaleóse en mitad de la plaza sumido en una increíble sensación de extrañeza, como el hombre que de repente descubre que ha dejado de entender el lenguaje vernáculo. Por un terrible momento se sintió condenado a un exilio íntimo. Entonces volvió a recuperar las riendas de su ánimo, el sudor se secó sobre su piel, los latidos de su corazón amainaron y toda su integridad de griego regresó al molde de su persona: era, otra vez, Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas.
Un tumulto en la plaza le llamó la atención. Varios hombres gritaban al unísono, pero refrenaron sus voces cuando uno de ellos, subido a unas piedras, proclamó:
– ¡El arconte ayudará a los campesinos si la Asamblea no lo hace!
– ¿Qué sucede? -preguntó Heracles al individuo que tenía más cerca, un viejo vestido con ropas grises mezcladas con pieles que olía a caballo y cuyo descuidado aspecto se remataba con un ojo blancuzco y la ausencia irregular de varios dientes.
– ¿Qué sucede? -le espetó el viejo-. ¡Que si el arconte no protege a los campesinos del Ática, nadie lo hará!
– ¡El pueblo ateniense, desde luego que no! -intervino otro de no muy distinta estampa, aunque más joven.
– ¡Campesinos muertos por los lobos! -añadió el primero, clavando en Heracles su único ojo sano-. ¡Ya son cuatro en esta luna!… ¡Y los soldados no hacen nada!… ¡Hemos venido a la Ciudad para hablar con el arconte y pedirle protección!
[92] Las frecuentes metáforas culinarias, así como las relacionadas con «caballos», describen eidéticamente el Trabajo de las Yeguas de Diomedes, que, como es sabido, comían carne humana y terminaron devorando a su propio amo. No sé hasta qué punto la «delegación de esposas de los prítanos» que «quieren carne» son identificadas con las yeguas. Si es así, se trataría de una burla irrespetuosa.