– Uno era mi amigo… -dijo un tercer sujeto, flaco, devorado por la sarna-. Se llamaba Mopsis. ¡Yo encontré su cuerpo!… ¡Los lobos le comieron el corazón!
Los tres hombres siguieron gritándole, como si consideraran a Heracles culpable de sus desgracias, pero él ya había dejado de oírlos.
Algo -una idea- muy leve había empezado a tomar forma en su interior.
Y de repente la Verdad pareció revelársele por fin. Y el horror lo invadió. [93]
Un poco antes del crepúsculo, Diágoras optó por marcharse a la Academia. Aunque las clases habían sido suspendidas, sentía la necesidad de refugiarse en la exacta tranquilidad de su querida escuela con el fin de apaciguar el ánimo, y también porque sabía que, si permanecía en la Ciudad, se convertiría en blanco de muchas preguntas y no pocos comentarios ociosos, y eso era lo que menos deseaba en aquel momento. Nada más emprender el camino se alegró de su decisión, pues ya el simple hecho de salir de Atenas le procuró un inmediato beneficio. La tarde era excelente, el calor se amortiguaba con el ocaso invernal y los pájaros le regalaban sus canciones sin exigir que se detuviera a escucharlos. Al llegar al bosque, llenó su pecho de aire y logró sonreír… a pesar de todo.
No podía apartar sus pensamientos de la dura prueba a la que acababa de verse sometido. El público se había mostrado clemente con su declaración, pero ¿qué opinarían Platón y sus compañeros? No les había preguntado. En realidad, apenas si había hablado con ellos al finalizar el juicio: se había retirado con rapidez, sin atreverse siquiera a interrogar sus miradas. ¿Para qué iba a hacerlo? En el fondo, ya sabía lo que pensaban. Había desempeñado mal su oficio de maestro. Había permitido que tres jóvenes potros perdieran las riendas y se desbocaran. Por si fuera poco, había contratado por su cuenta a un Descifrador y ocultado celosamente los hallazgos de la investigación. Es más: ¡había mentido! Se había atrevido a dañar gravemente el honor de una familia para proteger a la Academia. ¡Oh, por Zeus! ¿Cómo había sido posible esto? ¿Qué le había llevado, en realidad, a afirmar descaradamente que el pobre Eunío se había mutilado a sí mismo? El recuerdo de aquella ardiente calumnia devoraba su tranquilidad.
Se detuvo al llegar al blanco pórtico con el doble nicho y los rostros desconocidos. «Nadie pase que no sepa Geometría», rezaba la leyenda escrita en piedra. «Nadie pase que no ame la Verdad», pensó Diágoras, atormentado. «Nadie pase que sea capaz de mentir vilmente y perjudicar a otros con sus mentiras.» ¿Se atrevería a entrar o retrocedería? ¿Era digno de cruzar aquel umbral? Una líquida tibieza inició el descenso por su mejilla enrojecida. Cerró los ojos y apretó los dientes con furia, como el caballo muerde el freno dominado por el auriga. «No, no soy digno», pensó.
De repente oyó que alguien lo llamaba:
– ¡Diágoras, espera!
Era Platón, que se acercaba al pórtico. Al parecer, había venido detrás de él todo el camino. El director de la escuela avanzó a grandes trancos y envolvió los hombros de Diágoras con uno de sus robustos brazos. Cruzaron juntos el pórtico y penetraron en el jardín. Entre los olivos, una yegua azabache y dos docenas de moscas esmeraldas se disputaban repugnantes trozos de carne. [94]
– ¿Ha terminado el juicio? -preguntó Platón de inmediato.
Diágoras pensó que se burlaba.
– Tú estabas entre el público, y sabes que sí -dijo.
Platón rió por lo bajo, aunque en aquel cuerpo inmenso la carcajada sonó normal.
– No me refiero al juicio de Menecmo sino al de Diágoras. ¿Ha terminado ya?
Diágoras comprendió, y alabó, la perspicaz metáfora. Intentó sonreír y repuso:
– Creo que sí, Platón, y sospecho que los jueces se inclinan a condenar al acusado.
– No deben ser tan duros los jueces. Hiciste lo que creías que era correcto, que es todo lo que un hombre sabio puede pretender hacer.
– Pero oculté demasiado tiempo lo que sabía… y Antiso pagó las consecuencias. Y la familia de Eunío jamás me perdonará haber mancillado con calumnias la areté, la virtud, de su hijo…
Platón entrecerró sus grandes ojos grises y dijo:
– Un mal, a veces, trae consigo un bien útil y provechoso, Diágoras. Estoy convencido de que Menecmo no hubiera sido descubierto de no haber cometido este último y horrendo crimen… Por otra parte, Eunío y su familia han recuperado toda la areté, e incluso han alcanzado más a los ojos de la gente, pues ahora sabemos que nuestro alumno no fue culpable sino sólo víctima.
Hizo una pausa e hinchó el pecho como si se dispusiera a gritar. Contemplando el despejado cielo dorado del ocaso, añadió:
– Sin embargo, está bien que escuches las quejas de tu alma, Diágoras, pues, al fin y al cabo, ocultaste verdades y mentiste. Ambas acciones se han revelado beneficiosas en sus consecuencias, pero no debemos olvidar que son malas en sí mismas, intrínsecamente.
– Lo sé, Platón. Por eso ya no me considero adecuado para seguir buscando la Virtud en este sagrado lugar.
– Al contrario: ahora puedes buscarla mejor que cualquiera de nosotros, pues conoces nuevos caminos para llegar a ella. El error es una forma de sabiduría, Diágoras. Las decisiones incorrectas son graves maestros que enseñan a las que aún no hemos tomado. Advertir sobre lo que no se debe hacer es más importante que aconsejar parcamente lo correcto: ¿y quién puede aprender mejor lo que no se debe hacer sino aquel que, habiéndolo hecho, ha degustado ya los amargos frutos de las consecuencias?
Diágoras se detuvo y atesoró en sus pulmones el aire perfumado del jardín. Se sentía más tranquilo, menos culpable, pues las palabras del fundador de la Academia obraban a modo de ungüentos que aliviaban sus dolorosas heridas. La yegua, a dos pasos de él, pareció sonreírle con su prieta dentadura mientras destrozaba carniceramente los bocados.
Sin saber por qué, recordó de repente la estremecedora sonrisa que había curvado los labios de Menecmo al declararse culpable en el juicio. [95]
Y por pura curiosidad, y también por el deseo de cambiar de tema, preguntó:
– ¿Qué puede impulsar a los hombres a actuar como Menecmo, Platón? ¿Qué es lo que nos rebaja al nivel de las bestias?
La yegua resopló mientras atacaba los últimos trozos sanguinolentos.
– Las pasiones nos aturden -dijo Platón tras meditar un instante-. La virtud es un esfuerzo que, a la larga, resulta placentero y útil, pero las pasiones son el deseo inmediato: nos ciegan, nos impiden razonar… Aquellos que, como Menecmo, se dejan arrastrar por los placeres instantáneos no comprenden que la virtud es un goce mucho más duradero y beneficioso. El mal es ignorancia: pura y simple ignorancia. Si todos conociéramos las ventajas de la virtud y supiéramos razonar a tiempo, nadie elegiría voluntariamente el mal.
La yegua volvió a resoplar, hisopando sangre por los dientes. Parecía carcajearse con sus rojizos belfos.
Diágoras comentó, pensativo:
– A veces pienso, Platón, que el mal se burla de nosotros. A veces pierdo la esperanza, y termino creyendo que la maldad nos derrotará, que se reirá de nuestros afanes, que nos aguardará al final y pronunciará la última palabra…
Huiii, huiii, dijo la yegua.
– ¿Qué ha sido ese ruido? -preguntó Platón.
– Allí -señaló Diágoras-: Un mirlo. [96]
Huiii, huiii, dijo el mirlo de nuevo, y remontó el vuelo.
Aún intercambió Diágoras algunas palabras más con Platón. Después se despidieron como amigos. Platón se dirigió a su modesta vivienda cerca del gimnasio y Diágoras al edificio de la escuela. Se sentía satisfecho e inquieto, como siempre que hablaba con Platón. Ardía en deseos de poner en práctica todo lo que creía haber aprendido. Pensaba que, al día siguiente, la vida comenzaría de nuevo. Aquella experiencia le enseñaría a no descuidar la educación de un discípulo, a no callar cuando fuera necesario hablar, a servir de confidente, sí, pero también de maestro y consejero… ¡Trámaco, Eunío y Antiso habían sido tres graves errores que él no volvería a cometer!
[93] ¿ La Verdad? ¿Y cuál es la Verdad? ¡Oh, Heracles Póntor, Descifrador de Enigmas, dímela! Me estoy quedando ciego de descifrar tus pensamientos, intentando encontrar alguna verdad, por pequeña que sea, y nada encuentro salvo imágenes eidéticas, caballos que devoran carne humana, bueyes de torcido paso, una pobre muchacha con un lirio que desapareció páginas atrás y un traductor que viene y se va, incomprensible y enigmático como el loco que me ha encerrado aquí. Tú, al menos, Heracles, has descubierto algo, pero yo… ¿Qué he descubierto yo? ¿Por qué murió Móntalo? ¿Por qué me han raptado? ¿Qué secreto oculta esta obra? ¡No he averiguado nada! Lo único que hago, además de traducir, es llorar, añorar mi libertad, pensar en la comida… y defecar. Desde luego, defecar ya defeco bien. Esto me mantiene optimista.
[94] La eidesis se refuerza con esta imagen absurda: ¡una yegua comiendo carne podrida, y en el jardín de la Academia! Me ha dado tal ataque de risa que he terminado asustándome, y el miedo me ha hecho reír otra vez. He arrojado los papeles al suelo, me he cogido el vientre con ambas manos y he empezado a soltar carcajadas cada vez más fuertes, mientras mi espejo mental me devolvía la imagen de un hombre maduro con cabello negro y entradas en las sienes que se partía de risa en la soledad de una habitación cerrada a cal y canto y casi completamente a oscuras. Aquella imagen no me ha hecho reír sino llorar: pero existe un curioso extremo final en el que ambas emociones se funden. ¡Una yegua carnívora en la Academia de Platón! ¿No es gracioso? ¡Y, por supuesto, ni Platón ni Diágoras la ven! Hay cierta perversidad sacrílega en esta eidesis… Montalo dice: «La presencia de un animal así nos desconcierta. Las fuentes históricas de la Academia no mencionan la existencia de yeguas carnívoras en los jardines. ¿Un error, como los muchos que comete Heródoto?». ¡Heródoto!… ¡Por favor!… Pero debo dejar de reírme: dicen que la locura comienza con carcajadas. (N. del T.)
[95] ¿Sin saber por qué? ¡Me dan ganas de reír otra vez! Es evidente que las imágenes eidéticas se infiltran con frecuencia en la conciencia de Diágoras (curiosamente, nunca en la de Heracles, que no ve más de lo que ven sus ojos). La «sonrisa de la yegua» se ha convertido en el recuerdo de la sonrisa de Menecmo.