Al penetrar en la fresca oscuridad del vestíbulo, oyó un ruido procedente de la biblioteca. Frunció el ceño.
La biblioteca de la Academia era una sala de amplias ventanas a la que se accedía a través de un breve pasillo a la derecha de la entrada principal. En aquel momento la puerta se hallaba abierta, lo cual era extraño, pues se suponía que las clases habían sido suspendidas y los alumnos no tenían por costumbre dedicar los días de fiesta a consultar textos. Pero, quizás, algún mentor…
Con ánimo confiado, se acercó y asomó la cabeza por el umbral.
Por las ventanas sin postigos penetraban las sobras de luz del banquete del ocaso. Las primeras mesas se hallaban vacías, las siguientes también, y al fondo… Al fondo descubrió una mesa atiborrada de papiros, pero nadie ocupaba la silla. Y las estanterías donde se guardaban celosamente los textos filosóficos (entre ellos, más de una copia de los Diálogos de Platón), así como obras poéticas y dramáticas, no parecían haber sido alteradas. «Un momento, las de la esquina izquierda…»
Había un hombre de espaldas en aquella esquina. Estaba agachado buscando en la zona inferior, por eso Diágoras no lo había visto antes. El hombre se incorporó bruscamente con un papiro entre sus manos, y Diágoras no necesitó ver su rostro para reconocerlo.
– ¡Heracles!
El Descifrador dio media vuelta con inusitada rapidez, como un caballo fustigado por el látigo.
– ¡Ah, eres tú, Diágoras!… Cuando me invitaste a la Academia conocí a un par de esclavos que hoy me han facilitado la entrada a la biblioteca. No te enfades con ellos… ni conmigo, por supuesto…
El filósofo pensó al pronto que se hallaba enfermo, tal era la palidez extrema que desangraba su semblante.
– Pero ¿qué…?
– Por la sagrada égida de Zeus -lo interrumpió Heracles, trémulo-: Nos enfrentamos a un mal poderoso y extraño, Diágoras; a un mal que, como los abismos del Ponto, no parece tener fondo y se oscurece más conforme más nos hundimos en él. ¡Nos han engañado!
Hablaba muy rápido, sin parar de hacer cosas, como dicen que hablan los aurigas con sus caballos durante las carreras: desenrollaba papiros, los volvía a enrollar, los guardaba de nuevo en el anaquel… Sus gruesas manos y su voz temblaban al mismo tiempo. Prosiguió, en tono airado:
– Nos han usado, Diágoras, a ti y a mí, para representar una horrible farsa. ¡Una comedia lenea, pero con final trágico!
– ¿De qué hablas?
– De Menecmo, y de la muerte de Trámaco, y de los lobos del Licabeto… ¡De eso hablo!
– ¿Qué quieres decir? ¿Menecmo es inocente acaso?
– ¡Oh no, no: es culpable, más culpable que un deseo pernicioso! Pero… pero…
Se detuvo, llevándose el puño a la boca. Añadió:
– Te lo explicaré todo a su debido tiempo. Esta noche debo ir a cierto sitio… Me gustaría que me acompañaras, pero te prevengo: ¡lo que veremos allí no resultará muy agradable!
– Iré -replicó Diágoras-, así se trate de cruzar el Estigia, si crees que con ello descubriremos el origen de ese engaño del que hablas. Dime tan sólo esto: se trata de Menecmo, ¿verdad?… Sonreía cuando confesó su culpa… ¡y eso significa, sin duda, que pretende escapar!
– No -repuso Heracles-. Menecmo sonreía cuando confesó su culpa porque no pretende escapar.
Y, ante la expresión de asombro de Diágoras, agregó:
– ¡Es por eso que hemos sido engañados! [97]
X [98]
– ¿Quieres quitarme la máscara?
– No, pues no saldría vivo de aquí. [99]
El lugar era una boca oscura excavada en la piedra. El friso y el suelo del umbral, tenuemente curvos, simulaban, en conjunto, unos descomunales labios de mujer. Sin embargo, un escultor anónimo había grabado sobre el primero un andrógino bigote de mármol adornado con siluetas de machos desnudos y beligerantes. Se trataba de un pequeño templo dedicado a Afrodita en la ladera norte de la colina de la Pnyx, pero cuando se penetraba en su interior, no podía evitarse la sensación de estar descendiendo a un profundo abismo, una caverna en el reino de Hefesto.
– Determinadas noches de cada luna -le había explicado Heracles a Diágoras antes de llegar- unas puertas disimuladas en su interior se abren hacia complicadas galerías que horadan este lado de la colina. Un vigilante se sitúa en la entrada; lleva máscara y manto oscuro, y puede ser hombre o mujer. Pero es importante responder bien a su pregunta, pues no nos dejará pasar si no lo hacemos. Por fortuna, conozco la contraseña de esta noche…
Las escalinatas eran amplias. El descenso se favorecía, además, con luces de antorchas dispuestas a intervalos regulares. Un fuerte olor a humo y especias arreciaba en cada peldaño. Se escuchaban, travestidas por los ecos, la meliflua pregunta de un oboe y la respuesta viril del címbalo, así como la voz de un rapsoda de sexo inefable. Al final de la escalera, tras un recodo, había una pequeña habitación con dos aparentes salidas: un angosto y tenebroso túnel a la izquierda y unas cortinas clavadas en la piedra a la derecha. El aire era casi irrespirable. Junto a las cortinas, un individuo de pie. Su máscara era una mueca de terror. Vestía un jitón insignificante, casi indecente, pero gran parte de su desnudez se teñía de sombras, y no podía saberse si era un joven especialmente delgado o una muchacha de pequeños pechos. Al ver a los recién llegados, se volvió, cogió algo de una repisa adosada a la pared y lo mostró como una ofrenda. Dijo, con voz de ambigua adolescencia:
– Vuestras máscaras. Sagrado Dioniso Bromion. Sagrado Dioniso Bromion.
Diágoras no tuvo mucho tiempo para contemplar la que le dieron. Era muy semejante a las de los coreutas de las tragedias: un mango en su parte inferior, elaborado con la misma arcilla que el resto, y una expresión que simulaba alegría o locura. No supo si el rostro era de hombre o de mujer. Su peso resultaba notorio. La sostuvo por el mango, la alzó y lo observó todo a través de los misteriosos orificios de los ojos. Al respirar, su aliento le empañó la mirada.
Aquello (la criatura que les había entregado las máscaras y cuyo género, para Diágoras, tremolaba indeciso con cada gesto y cada palabra en un inquietante vaivén sexual) apartó los cortinajes y les dejó paso.
– Cuidado. Otro escalón -dijo Heracles.
El antro era un sótano tan cerrado como el maternal primer aposento de la vida. Las paredes menstruaban perlas rojas y el punzante olor a humo y especias taponaba la nariz. Al fondo erguíase un escenario de madera, no muy grande, sobre el que se hallaban el rapsoda y los músicos. El público se aglomeraba en un miserable reducto: eran sombras indefinidas que balanceaban las cabezas y tocaban con la mano libre -la que no sostenía la máscara- el hombro del compañero. Una escudilla dorada sobre un trípode destacaba en el espacio central. Heracles y Diágoras ocuparon la última fila y aguardaron. El filósofo supuso que los trapos de las antorchas y la ceniza de los pebeteros que colgaban del techo contenían hierbas colorantes, pues producían insólitas lenguas en ardoroso tono rojo rubor.
– ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Otro teatro clandestino?
– No. Son rituales -contestó Heracles a través de la máscara-. Pero no los Sagrados Misterios, sino otros. Atenas está llena de ellos.
[97] Llegó, embozado en otra máscara (esta vez, un rostro de hombre sonriente). Me levanté del escritorio.
– ¿Ya has descubierto la clave final? -su voz sonaba amortiguada por la burla de las facciones.
– ¿Quién eres?
– Soy la pregunta -respondió mi carcelero. Y repitió-: ¿Ya has descubierto la clave final?
– Déjame salir de aquí…
– Cuando la descubras. ¿Ya has descubierto la clave final?
– ¡No! -exclamé, perdiendo los estribos, las riendas eidéticas de mi serenidad-. ¡La obra menciona en eidesis los Trabajos de Hércules… y una muchacha con un lirio, y un traductor… pero no sé qué puede significar todo esto! ¡Yo…!
Me interrumpió con burlona seriedad.
– Quizá las imágenes eidéticas sean sólo parte de la clave. ¿Cuál es el tema?
– La investigación de unos asesinatos… -tartamudeé-. El protagonista parecía haber hallado al culpable, pero ahora… ahora han surgido nuevos problemas… no sé cuáles todavía.
Mi secuestrador pareció emitir una risita. Digo «pareció» porque su careta era un espejismo de sus emociones. Entonces dijo:
– También es posible que no haya una clave final, ¿no es cierto?
– No lo creo -repliqué enseguida.
– ¿Por qué?
– Porque si no hubiera una clave final, yo no estaría encerrado aquí.
– Oh, muy bien -parecía divertido-. ¡Por tanto, yo soy para ti
Golpeé la mesa. Grité.
– ¡Ya basta! ¡Tú conoces la obra! ¡Incluso la has modificado: has elaborado páginas falsas y las has mezclado con las originales! ¡Dominas bien el idioma y el estilo! ¿Para qué me necesitas a mí?
Aunque la máscara seguía riéndose, él pareció pensativo durante un instante. Entonces dijo:
– Yo no he modificado la obra en absoluto. No hay páginas falsas. Lo que ocurre es que has mordido un cebo eidético.
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando un texto posee una eidesis muy fuerte, como es el caso, las imágenes llegan a obsesionar de tal manera al lector que lo implican de algún modo en la obra. No podemos obsesionarnos con algo sin sentir, al mismo tiempo, que formamos parte de ese algo. En la mirada de tu amante crees atisbar su amor por ti, y en las palabras de un libro eidético crees descubrir tu presencia…
Rebusqué entre mis papeles, irritado.
– ¿También aquí? -le señalé una hoja-. ¿También cuando Heracles Póntor habla con un supuesto traductor secuestrado, en el falso capítulo octavo? ¿Aquí también mordí un «cebo eidético»?
– Así es -contestó con calma-. A lo largo de la obra se menciona a un Traductor al que Crántor, a veces, se dirige en segunda persona, y con el que Heracles habla en ese «falso» capítulo… ¡Pero ello no significa que
No supe qué contestar: su lógica era aplastante. De repente escuché su risita a través de la máscara.
– ¡Ah, la literatura!… -dijo-. ¡Leer no es pensar a solas, amigo mío: leer es dialogar! Pero el diálogo de la lectura es un diálogo platónico: tu interlocutor es una idea. Sin embargo, no es una idea inmutable: al dialogar con ella, la modificas, la haces tuya, llegas a creer en su existencia independiente… Los libros eidéticos aprovechan esta característica para tender hábiles trampas… que pueden… enloquecerte -y añadió, tras un silencio-: Lo mismo le ocurrió a Montalo, tu predecesor…
– ¿Montalo? -sentí frío en las entrañas-. ¿Móntalo estuvo aquí?
Hubo una pausa. Entonces la máscara estalló en una risotada estrepitosa y dijo:
– Claro que estuvo… ¡Más tiempo del que crees! En realidad, yo conocí esta obra gracias a su edición, igual que tú. Pero yo
Esto último lo había dicho como si «fracasar» fuera exactamente lo que esperaba de sus víctimas. Hizo una pausa y la sonrisa de su máscara pareció extenderse. Prosiguió:
– Me harté, y mis perros saciaron su apetito con él… Después arrojé su cadáver al bosque. Las autoridades pensaron que lo habían devorado los lobos.
Y, tras una nueva pausa, agregó:
– Pero no te inquietes: aún me falta mucho tiempo para hartarme de ti.
El miedo se me deshizo en rabia.
– ¡Eres… eres un horrible y despiadado… -hice una pausa, intentando hallar la palabra adecuada: ¿«Asesino»? ¿«Criminal»? ¿«Verdugo»? Al fin, desesperado, comprendiendo que mi aversión era intraducible, exclamé-: ¡… galimatías! -y proseguí, desafiándolo-: ¿Crees que me atemorizas?… ¡Eres tú quien tiene miedo, y por eso te cubres la cara!
– ¿Quieres quitarme la máscara? -me interrumpió.
Hubo un hondo silencio. Dije:
– No.
– ¿Por qué?
– Porque, si veo tu rostro, sé que nunca saldré vivo de aquí…
Escuché su odiosa risita de nuevo.
– ¡De modo que tú necesitas de mi máscara para tu