Выбрать главу

Una mano apareció de repente en el espacio que abarcaban las aberturas de los ojos de Diágoras: le ofrecía una pequeña crátera llena de un líquido oscuro. Hizo girar su máscara hasta descubrir otra careta frente a él. La rojez del aire impedía definir su color, pero su aspecto era horrible, con una larguísima nariz de vieja hechicera; por sus bordes se derramaban espléndidos ejemplos de pelo. La figura -fuese hombre o mujer- vestía una túnica ligerísima, como las que usan las cortesanas en los banquetes licenciosos cuando desean excitar a los invitados, pero, de nuevo, su sexo se agazapaba en la anatomía con increíble pericia.

Diágoras sintió que Heracles le golpeaba el codo:

– Acepta lo que te ofrecen.

Diágoras cogió la crátera y la figura se esfumó por la entrada, no sin antes mostrar algo así como un relámpago de su exacta naturaleza, pues la túnica no se cerraba en los costados. Pero la sangrante cualidad de la luz no permitió contestar del todo a la pregunta: ¿qué era aquello que pendía? ¿Un vientre elevado? ¿Unos pechos bajos? El Descifrador había cogido otra crátera.

– Cuando llegue el momento -le explicó-, finge que bebes esto, pero ni se te ocurra hacerlo de verdad.

La música finalizó bruscamente y el público comenzó a dividirse en dos grupos, disponiéndose a lo largo de las paredes laterales y despejando un pasillo central. Se escucharon toses, roncas carcajadas y jirones de palabras en voz baja. En el escenario sólo quedaba la silueta enrojecida del rapsoda, pues los músicos se habían retirado. Al mismo tiempo, una vaharada fétida se alzó como un cadáver resucitado por nigromancia, y Diágoras hubo de reprimir su repentino deseo de huir de aquel sótano para tomar bocanadas de aire puro en el exterior: intuyó confusamente que el mal olor procedía de la escudilla, en concreto de la materia irregular que ésta contenía. Sin duda, al apartarse la gente que la rodeaba, la podredumbre había empezado a esparcir su aroma sin trabas.

Entonces, por los cortinajes de la entrada penetró un tropel de figuras imposibles.

Se advertía primero la completa desnudez. Después, las pandas siluetas hacían pensar en mujeres. Andaban a gatas, y máscaras exóticas albergaban sus cabezas. Los pechos bailaban con más soltura en unas que en otras. Los cuerpos de unas cuadraban mejor con el canon de los efebos que los de otras. Las había diestras en el gateado, briosas y juncales, y las había obesas y torponas. Lomos y nalgas, que eran las porciones más palmarias, revelaban distintos matices de hermosura, edad y lozanía. Pero todas iban en cueros, a cuatro patas, soltando hozadores gruñidos de tarascas en celo. El público las animaba con recios gritos. ¿De dónde habían salido?, se preguntó Diágoras. Recordó entonces el túnel que se abría a la izquierda, en la pequeña habitación del vestíbulo.

La formación seguía un orden creciente: una en cabeza, dos detrás, y así hasta cuatro, que era el máximo de cuerpos en fila que el pasillo permitía, de modo que la insólita manada, en sus comienzos, parecía una punta de lanza viva. A la altura del trípode, el desnudo torrente se desbravó para rodearlo.

Las primeras abordaron el escenario, abalanzándose vertiginosas sobre el rapsoda. Como aún seguían penetrando desde la entrada, las últimas hubieron de detenerse. Mientras aguardaban, se tentaban unas a otras con las máscaras presionando los traseros y muslos de las que iban delante. Conforme alcanzaban la meta, se dejaban caer en absoluto desorden, entre jadeos hidrófobos, acumulándose en una blanda colección de cuerpos inquietos, una desbaratada anatomía de carnes púberes.

Diágoras, estupefacto, en el límite del asombro y el asco, volvió a sentir a Heracles en el codo:

– ¡Finge beber!

Observó al público que lo rodeaba: las cabezas se echaban hacia atrás y fluidos oscuros manchaban las túnicas. Apartó su máscara y alzó la crátera. El olor del líquido no se parecía a nada que Diágoras hubiese percibido antes: una mezcla densa de tinta y especias.

El pasillo comenzaba a despejarse otra vez, pero el escenario crujía bajo el peso de los cuerpos. ¿Qué ocurría allí? ¿Qué hacían? La montaña sonora y cambiante de desnudeces impedía saberlo.

Entonces un objeto salió despedido del escenario y cayó cerca de la escudilla. Era el brazo derecho del rapsoda, fácilmente reconocible por el trozo de tela negra de su túnica aún adherido al hombro. Su aparición fue acogida con alegres exclamaciones. Lo mismo ocurrió con el brazo izquierdo, que rebotó en el suelo con un golpe de rama seca y fue a dar a los pies de Diágoras, la mano abierta como una flor de cinco pétalos blancos. El filósofo lanzó un grito que, por fortuna, nadie oyó. Como si aquella desmembración fuera la señal convenida, el público corrió hacia la escudilla central con el alborozo de muchachas retozando bajo el sol. [100]

– Es un muñeco -dijo Heracles ante el paralizado horror de su compañero.

Una pierna golpeó a un espectador antes de detenerse en el suelo; la otra -lanzada con demasiada fuerza- rebotó en la pared opuesta. Las mujeres pugnaban ahora por arrebatarle la cabeza al mutilado tronco del maniquí: unas tiraban de un lado, otras de otro, unas con la boca, otras con las manos. La vencedora se situó en el centro del escenario, y, con un aullido, enarboló el trofeo mientras separaba impúdicamente las piernas, haciendo resaltar sus músculos de atleta, impropios de doncella ateniense, y alzando ostentosamente los pechos. Las costillas se le herraban de rojo por las luces. Empezó a patear el suelo de madera con su pie descalzo, invocando fantasmas de polvo. Sus compañeras, jadeantes, más apaciguadas, la contemplaban con reverencia.

El Caos gobernaba al público. ¿Qué ocurría? Se aglomeraban alrededor de la escudilla. Diágoras se acercó, aturdido, golpeado por el desorden. Un viejo frente a él agitaba sus espesas canas, como sumido en el éxtasis de un baile privado, mientras sostenía algo con la boca: parecía como si le hubieran abofeteado hasta destrozarle los labios, pero aquellos pingajos de carne que resbalaban por sus comisuras no eran suyos.

– Debo salir -gimió Diágoras.

Las mujeres habían comenzado a corear, desgañitándose:

– ¡Ia, Ia, Bromion, evohé, evohé…!

– Por los dioses de la amistad, Heracles, ¿qué era eso? ¡Desde luego, Atenas no!

Se hallaban en la pacífica frialdad de una calle solitaria, sentados en el suelo y apoyados en la pared de una casa, jadeantes, el estómago de Diágoras en mejores condiciones después de la violenta purga a la que lo había sometido su propietario. Heracles replicó, ceñudo:

– Me temo que esto es mucho más Atenas que tu Academia, Diágoras. Se trata de un ritual dionisiaco. Decenas de ellos se celebran cada luna en la Ciudad y en sus alrededores, todos diferentes en pequeños detalles pero semejantes en conjunto. Yo conocía la existencia de tales ritos, desde luego, pero, hasta ahora, no había presenciado ninguno. Y quería hacerlo.

– ¿Por qué?

El Descifrador se rascó un instante la pequeña barba plateada.

– Según la leyenda, el cuerpo de Dioniso fue destrozado por los titanes, al igual que el de Orfeo lo fue por las mujeres tracias, y Zeus le devolvió la vida a partir del corazón. Arrancar el corazón y devorarlo es uno de los más importantes eventos del rito dionisiaco…

– La escudilla… -murmuró Diágoras.

Heracles asintió.

– Seguramente contenía trozos putrefactos de corazones arrancados de animales…

– Y esas mujeres…

– Mujeres y hombres, esclavos y libres, atenienses y metecos… Los rituales no establecen diferencias. La locura y el desenfreno hermanan a las gentes. Una de esas mujeres desnudas que viste caminando a cuatro patas podía ser la hija de un arconte, y, a su lado, quizá gateaba una esclava de Corinto o una hetaira de Argos. Es la locura, Diágoras: no podemos explicarla con razones.

вернуться

[100] «Muchachas» y «pétalos blancos» me hacen pensar otra vez en la imagen de mi muchacha del lirio: la veo corriendo bajo el sol fuerte de Grecia, con un lirio en la mano, alegre, confiada… ¡Y todo, en este horrendo párrafo! ¡Oh, maldito libro eidético! (N. del T.)