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– ¿Quién?

– ¡La que puede que constituya el único error que han cometido ellos! Te veré mañana, buen Diágoras. ¡Sé prudente!

La luna era un pecho de mujer; el dedo de una nube se acercaba a su pezón. La luna era una vulva; la nube, afilada, pretendía penetrarla. [103] Heracles Póntor, ajeno por completo a tan celeste actividad, sin vigilarla, cruzó el jardín de su casa, que yacía bajo la vigilancia de Selene, y abrió la puerta de entrada. El hueco oscuro y silencioso del pasillo semejaba un ojo vigilante. Heracles vigiló la posibilidad de que su esclava Pónsica hubiera tomado la precaución de dejar una lámpara de vigilancia en la repisa más próxima al umbral, pero Pónsica, evidentemente, no había vigilado tal evento. [104] De modo que penetró en las tinieblas de la casa como un cuchillo en la carne, y cerró la puerta.

– ¿Yasintra? -dijo. No obtuvo respuesta.

Acuchilló la oscuridad con los ojos, pero en vano. Se dirigió lentamente a las habitaciones interiores. Sus pies parecían moverse sobre puntas de cuchillos. El helor de la casa a oscuras traspasaba su manto como un cuchillo.

– ¿Yasintra? -dijo de nuevo.

– Aquí -escuchó. La palabra había acuchillado el silencio. [105]

Se acercó al dormitorio. Ella se hallaba de espaldas, en la oscuridad. Se volvió hacia él.

– ¿Qué haces aquí, sin luces? -preguntó

Heracles.

– Aguardarte.

Yasintra se había apresurado a encender la lámpara de la mesa. Él observó su espalda mientras lo hacía. El resplandor nació, indeciso, frente a ella, y se extendió por la espalda del techo. Yasintra demoró un instante en dar la vuelta y Heracles continuó observando las fuertes líneas de su espalda: vestía un largo y suave peplo hasta los pies atado con dos fíbulas en cada hombro. La prenda formaba pliegues en su espalda.

– ¿Y mi esclava?

– No ha regresado todavía de Eleusis -dijo ella, aún de espaldas. [106]

Entonces se volvió. Estaba hermosamente maquillada: sus párpados alargados con tinturas, los pómulos níveos de albayalde y la mancha simétrica de los labios muy roja; los pechos temblaban en libertad bajo el peplo azulado; un cinturón de argollas de oro ajustaba la ya bastante angosta línea del vientre; las uñas de sus pies descalzos mostraban dobles colores, como las de las mujeres egipcias. Al volverse, distribuyó por el aire un levísimo rocío de perfume.

– ¿Por qué te has vestido así? -preguntó Heracles.

– Pensé que te gustaría -dijo ella, con mirada vigilante. En cada lóbulo de sus pequeñas orejas, los pendientes mostraban una mujer desnuda de metal, afilada como un cuchillo, vuelta de espaldas. [107]

El Descifrador no dijo nada. Yasintra permanecía inmóvil, aureolada por la luz de la lámpara que se hallaba tras ella; las sombras le dibujaban una retorcida columna que se extendía desde su frente hasta la confluencia púbica de los pliegues del peplo, dividiendo su cuerpo en dos mitades perfectas. Dijo:

– Te he preparado comida.

– No quiero comer.

– ¿Vas a acostarte?

– Sí -Heracles se frotó los ojos-. Estoy agotado.

Ella se dirigió hacia la puerta. Sus numerosos brazaletes repicaron con los movimientos. Heracles, que la observaba, dijo:

– Yasintra -ella se detuvo y se volvió-. Quiero hablar contigo -ella asintió en silencio y regresó sobre sus pasos hasta situarse frente a él, inmóvil- Me dijiste que unos esclavos, que afirmaron haber sido enviados por Menecmo, te amenazaron de muerte -ella asintió otra vez, ahora más rápido-. ¿Los has vuelto a ver?

– No.

– ¿Cómo eran?

Yasintra titubeó un instante.

– Muy altos. Con acento ateniense.

– ¿Qué te dijeron exactamente?

– Lo que te conté.

– Recuérdamelo.

Yasintra parpadeó. Sus acuosos, casi transparentes ojos eludieron la mirada de Heracles. La rosada punta de la lengua refrescó con lentitud los rojos labios.

– Que no le hablara a nadie de mi relación con Trámaco, o lo lamentaría. Y juraron por el Estigia y por los dioses.

– Comprendo…

Heracles se atusaba la plateada barba. Empezó a dar breves paseos frente a Yasintra: izquierda, derecha, izquierda, derecha… [108] Entonces murmuró, pensando en voz alta:

– No hay duda: serían también miembros de…

Giró de repente y le dio la espalda a la muchacha. [109] La sombra de Yasintra, proyectada en la pared frente a él, pareció crecer. Con una idea repentina, Heracles se volvió hacia la hetaira. Le pareció que ella se había acercado unos pasos, pero no le dio importancia.

– Un momento, ¿recuerdas si tenían algún signo reconocible? Quiero decir, tatuajes, brazaletes…

Yasintra frunció el ceño y volvió a apartar la mirada.

– No.

– Pero, desde luego, no eran adolescentes sino hombres adultos. De eso estás segura…

Ella asintió y dijo:

– ¿Qué ocurre, Heracles? Me aseguraste que Menecmo ya no podría hacerme daño…

– Y así es -la tranquilizó él-. Pero me gustaría atrapar a esos dos hombres. ¿Los reconocerías si los volvieras a ver?

– Creo que sí.

– Bien -Heracles, de repente, se sintió fatigado. Contempló el tentador aspecto de su lecho y lanzó un suspiro-. Ahora voy a descansar. El día ha sido muy complicado. Si puedes, avísame en cuanto amanezca.

– Lo haré.

La despidió con un gesto indiferente y apoyó la voluminosa espalda en la cama. Poco a poco, su razón vigilante cerró los ojos. El sueño se abrió paso como un cuchillo, hendiendo su conciencia. [110]

El corazón latía encerrado entre los dedos. Había sombras a su alrededor, y se oía una voz. Heracles desvió la vista hacia el soldado: estaba hablando en aquel momento. ¿Qué decía? ¡Era importante saberlo! El soldado movía la boca encerrado en una trémula laguna gris, pero los fuertes retumbos de la víscera impedían a Heracles escuchar sus palabras. Sin embargo, distinguía perfectamente su atuendo: coraza, faldellín, grebas y un yelmo con vistoso penacho. Reconoció su rango. Creyó comprender algo. De improviso, los latidos arreciaron: parecían pasos que se acercaran. Menecmo, naturalmente, sonreía al fondo del túnel, de donde emergían las mujeres desnudas gateando. Pero lo más importante era recordar lo que acababa de olvidar. Sólo entonces…

– ¡No! -gimió.

– ¿Era el mismo sueño? -preguntó la sombra inclinada sobre él.

El dormitorio seguía débilmente iluminado. Yasintra, maquillada y vestida, se hallaba recostada junto a Heracles, observándolo con expresión tensa.

– Sí -dijo Heracles. Se pasó una mano por la húmeda frente-. ¿Qué haces aquí?

– Te escuché, igual que la otra vez: hablabas en voz alta, gemías… No pude soportarlo y acudí a despertarte. Es un sueño que te envían los dioses, estoy segura.

– No lo sé… -Heracles se pasó la lengua por los labios resecos-. Creo que es un mensaje.

– Una profecía.

– No: un mensaje del pasado. Algo que debo recordar.

Ella replicó, suavizando repentinamente su voz hombruna:

– No has alcanzado la paz. Te esfuerzas mucho con tus pensamientos. No te abandonas a las sensaciones. Mi madre, cuando me enseñó a bailar, me dijo: «Yasintra, no pienses. No uses tu cuerpo: que él te use a ti. Tu cuerpo no es tuyo, es de los dioses. Ellos se manifiestan en tus movimientos. Deja que tu cuerpo te ordene: su voz es el deseo y su lengua es el gesto. No traduzcas su idioma. Escúchalo. No traduzcas. No traduzcas. No traduzcas…». [111]

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[103] Llevo demasiado tiempo encerrado. Por un momento me ha parecido que estas dos frases podían traducirse de forma menos grosera; quizá: «La luna era un seno rozado por el dedo de una nube. La luna era una cavidad donde quería encerrarse la nube de afilados contornos», o algo así. En cualquier caso, algo mucho más poético que la versión por la que he optado. Pero es que… ¡Oh, Helena, cuánto te recuerdo y te necesito! Siempre he creído que los deseos físicos eran meros servidores de la noble actividad mental… y ahora… ¡Cuánto daría por un buen revolcón! (Lo digo así, sin ambages, porque, seamos sinceros: ¿quién va a leer todo esto?) ¡Oh, traducir, traducir: un necio Trabajo de Hércules ordenado por un Euristeo absurdo! ¡Sea, pues! ¿No soy, en este reducto oscuro, dueño de lo que escribo? ¡Pues ésta es mi traducción, por chocante que resulte! (N. del T.)

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[104] ¿Qué es esto? ¡Es obvio que se trata de una repentina floración eidética de la palabra «vigilar»! Pero… ¿qué significa? ¿Acaso alguien «vigila» a Heracles? (N. del T.)

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[105] ¡Cuchillos! ¡La eidesis, de repente, crece como hiedra venenosa! ¿Cuál es la imagen? «Vigilancia»… «Cuchillo»… ¡Oh, Heracles, Heracles, cuidado: estás en peligro! (N. del T.)

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[106] ¡Y ahora, «espalda»! ¡Es una advertencia! Quizá: «Vigila tu espalda, porque… hay un cuchillo». ¡Oh, Heracles, Heracles! ¿Cómo puedo avisarte? ¿Cómo? ¡No te acerques a ella! (N. del T.)

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[107] La repetición, en este párrafo, de las tres palabras eidéticas refuerza la imagen! ¡Vigila tu espalda, Heracles: ella tiene un cuchillo! (N. del T.)

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[108] ¡No le des la espalda! (N. del T.)

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[109] ¡¡NO, MALDITO SEAS!! (N. del T.)

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[110] ¡No ha pasado el peligro: las tres palabras persisten como signos eidéticos de aviso! (N. del T.)

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[111] Los ojos se me cierran ante estas palabras hipnóticas. (N. del T.)