– Puede que tu madre tuviera razón -admitió Heracles-. Pero yo me siento incapaz de dejar de pensar -y añadió, con orgullo-: Soy un Descifrador en estado puro.
– Quizá yo pueda ayudarte.
Y, sin más, apartó las sábanas, inclinó la cabeza con mansedumbre y depositó la boca sobre la región de la túnica que albergaba el fláccido miembro de Heracles.
La sorpresa lo enmudeció. Se incorporó bruscamente. Despegando apenas sus gruesos labios, Yasintra dijo:
– Déjame.
Besó y amasó la blanda, alargada protuberancia en la que Heracles apenas había reparado desde la muerte de Hagesíkora, la dúctil y dócil cosa bajo su túnica. Entonces, durante el minucioso rastreo, sorprendió con la boca un diminuto ámbito. Él lo sintió como un grito, una percepción estridente y repentina de la carne. Gimió de placer, dejándose caer en el lecho, y cerró los ojos.
La sensación se propaló hasta formar un fragmentario espacio de piel bajo su vientre. Adquirió anchura, volumen, fortaleza. Ya no era un lugar: era una rebelión. Heracles ni siquiera lograba localizarlo en el complaciente misterio de su miembro. Ahora, la rebelión era una desobediencia tácita a sí mismo que se aislaba y cobraba forma y voluntad. ¡Y ella había usado sólo su boca! Volvió a gemir.
De improviso, la sensación desapareció bruscamente. En su cuerpo quedó un escozor vacío semejante al que provoca una bofetada. Comprendió que la muchacha había interrumpido las caricias. Abrió los ojos y la vio alzarse el extremo inferior del peplo y colocarse a horcajadas sobre sus piernas. Su firme vientre de bailarina se apoyó sobre la rígida escultura que había contribuido a cincelar y que ahora se erguía apremiante. Él la interrogó con gemidos. Ella había empezado a contonearse… No, no exactamente eso sino un baile, una danza limitada sólo a su tronco: los muslos aferraban con firmeza las gruesas piernas de Heracles y las manos se apoyaban en la cama, pero el tronco se movía, especioso, al ritmo de una música epidérmica.
Un hombro se insinuó, y, con calculada lentitud, la tela que sujetaba el peplo por aquel lado comenzó a deslizarse sobre el torneado borde y descendió por el brazo. Yasintra giró la cabeza en dirección al otro hombro y ejecutó un ejercicio similar. La banda de tela de esa zona resistió un poco más en el punto álgido, pero Heracles creyó, incluso, que la dificultad era voluntaria. Después, con un movimiento sorprendente, la hetaira replegó los brazos y, sin asomo de torpeza, los liberó de las ataduras de tela. La prenda resbaló hasta quedar pendiente de los senos erguidos.
Era difícil desnudarse sin ayuda de las manos, pensó Heracles, y en aquella lenta dificultad residía uno de los placeres que ella le regalaba; el otro, el menos obediente, el más moroso, consistía en la continua y creciente presión de su pubis contra la vara enrojecida que él le mostraba.
Con un preciso balanceo del torso, Yasintra logró que la tela resbalara como el aceite por la convexa superficie de uno de los pechos y, salvado el estorbo esconzado del pezón, flotara en un descenso de pluma hacia su vientre. Heracles observó el seno recién desnudo: era un objeto de carne morena, redonda, al alcance de su mano. Sintió deseos de presionar el adorno oscuro y endurecido que temblaba sobre aquel hemisferio, pero se contuvo. El peplo comenzó a derramarse por el otro pecho.
El delgado cuerpo de Heracles se tensó; su frente, con las profundas entradas del cabello en las sienes, estaba húmeda de sudor; sus ojos negros parpadeaban; su boca, orlada por la pulcra barba negra, emitió un gemido; todo su rostro había enrojecido; incluso la pequeña cicatriz de su angulosa mejilla izquierda (el recuerdo de un golpe infantil) aparecía más oscura. [112]
Atrapado en la cintura por las hebillas de metal, el peplo renunciaba a prolongar el éxtasis. Yasintra usó por primera vez sus dedos, y el cinturón cedió con un suave chasquido. Su cuerpo se abrió paso hacia la desnudez. Al fin expedita, su carne resultaba, a los ojos de Heracles, bellamente muscular; cada tramo de piel mostraba el recuerdo de un movimiento; su anatomía estaba repleta de propósitos. Gruñendo, Heracles se incorporó con dificultad. Ella aceptó su iniciativa, y se dejó empujar hasta caer de lado. El no deseaba mirar su rostro y, girando, se volcó sobre ella. Sintióse capaz de hacer daño: le separó las piernas y se hundió en su interior con suave aspereza. Quiso creer que la había hecho gemir. Tanteó su rostro con la mano izquierda, y Yasintra se quejó al recibir la mordedura del anillo que él llevaba en el dedo medio. Los gestos de ambos se convirtieron en preguntas y respuestas, en órdenes y obediencias, en un ritual innato. [113]
Yasintra acarició su voluminosa espalda con uñas afiladas como cuchillos, y él cerró los vigilantes ojos. [114] Siguió besándola en las suaves curvas del cuello y el hombro, mordiéndola con suavidad, depositando aquí y allí sus modestos gritos, hasta que sintió
Al mismo tiempo, la hetaira apartó la mano derecha con una lentitud que desmentía su aparente éxtasis, alzó el objeto que había cogido previamente -él la vio, pero no pudo moverse, no en aquel instante- y lo clavó en la espalda de Heracles. [116]
Él sintió una picadura en su espina dorsal.
Un instante después, se apartó de un salto, alzó la mano y la descargó como el pomo de una espada en la mandíbula de ella. La vio girar, pero advirtió que el peso de su cuerpo le impedía caer del lecho. Entonces se incorporó más y la empujó: la muchacha rodó como una res desollada y golpeó el suelo produciendo un ruido peculiar, misteriosamente suave. Sin embargo, el largo y afilado cuchillo que sostenía rebotó con un pequeño estrépito metálico, absurdo entre tantos sonidos tersos. Fatigado y torpe, Heracles salió de la cama, levantó a Yasintra por el pelo y la llevó hasta la pared más próxima, golpeándole la cabeza contra ella.
Fue entonces cuando logró pensar, y lo primero que pensó fue: «No me ha hecho daño. Pudo haberme clavado el puñal, pero no lo hizo». No obstante, su furia no menguó. Volvió a manipular su cabeza tirando del rizado cabello; el impacto resonó en el muro de adobe.
– ¿Qué otra cosa debías hacer, además de matarme? -preguntó con voz ronca.
Cuando ella habló, dos adornos rojos descendieron por su nariz y esquivaron sus gruesos labios.
– No me ordenaron que te matara. Hubiera podido hacerlo, de haber querido. Me dijeron tan sólo que, cuando acudiera tu placer, en ese momento y no antes ni después, apoyara la punta del puñal en tu carne, sin dañarte.
Heracles la sujetaba del pelo. Ambos respiraban jadeantes, los desnudos pechos de ella aplastándose contra la túnica de él. Temblando de rabia, el Descifrador cambió de mano y la cogió del cabello con la izquierda mientras alzaba la derecha y abofeteaba su rostro dos veces, con extrema dureza. Cuando terminó, la muchacha, simplemente, se pasó la lengua por los labios partidos y lo miró sin dar muestras de dolor o cobardía. Heracles dijo:
– Nunca existieron los «hombres altos con acento ateniense», ¿no es cierto?
Yasintra replicó:
– Sí. Eran ellos. Pero llevaban máscaras. Me amenazaron por primera vez tras la muerte de Trámaco. Y después de que vosotros hablarais conmigo, regresaron. Sus amenazas eran espantosas. Me dijeron todo lo que tenía que hacer: debía decirte que había sido Menecmo quien me había amenazado. Y debía ir a tu casa y pedirte cobijo. Y provocarte, y gozar contigo -Heracles volvió a levantar la mano derecha. Ella dijo-: Mátame a golpes si quieres. No le tengo miedo a la muerte, Descifrador.
[112] Soy yo. No es la descripción del cuerpo de Heracles sino del mío. ¡Yo soy quien yace con Yasintra!
[113] Es terrible verme ahí, descrito en mi propia sexualidad. Quizá todo lector se imagina a sí mismo en una escena así: él cree ser él, y ella, ella. Aunque intento evitarlo, estoy excitado: leo y escribo al mismo tiempo que percibo la llegada de un placer extraño, avasallador…
[114] ¡Las tres palabras eidéticas de advertencia: «Espalda», «cuchillo», «vigilar»! ¡Es una TRAMPA! ¡Tengo que…, quiero decir, Heracles tiene que…!
[115] ¡Mis propias palabras! ¡Las que acabo de escribir en una nota previa! (Las he subrayado en el texto y en la nota para que el lector lo compruebe.) Por supuesto, yo las escribí