– Pero a ellos sí -murmuró Heracles sin golpearla.
– Son muy poderosos -Yasintra sonrió con sus labios agrietados-. No puedes imaginarte lo que me dijeron que me harían si no obedecía. Hay muertes que son alivios, pero ellos no prometen la muerte sino un dolor infinito. Convencen pronto a quien quieren. Ni tú ni tu amigo tenéis la más mínima posibilidad frente a ellos.
– ¿Esto me lo dices porque te lo han ordenado también?
– No; esto lo sé.
– ¿Cómo te comunicas con ellos? ¿Dónde puedo encontrarlos?
– Ellos te encuentran a ti.
– ¿Han venido aquí?
– Sí -dijo ella, y Heracles observó que titubeaba. La obligó a apoyar más la
Yasintra añadió:
– En realidad, están aquí.
– ¿Aquí? ¿Qué quieres decir? [118]
Yasintra hizo una pausa: sus ojos se movieron de un lado a otro, como abarcando toda la habitación. Dijo, con extraña lentitud:
– Me ordenaron también que…, después de hacerte gozar, procurara hablarte… y te distrajera…
Heracles observó el rápido movimiento de los ojos de la muchacha. [119]
De repente creyó escuchar algo parecido a una voz interior que le gritaba: «¡Vuélvete!». Lo hizo justo a tiempo.
La figura, enmascarada y vestida con un pesado manto negro, acababa de completar el silencioso y mortífero arco con su brazo derecho, pero el imprevisto obstáculo del antebrazo de Heracles desvió la trayectoria del golpe y la hoja se clavó sin daño en el aire. El Descifrador logró girar antes de que su agresor descargara otra puñalada y, extendiendo la mano, atrapó su muñeca derecha. Forcejearon. Heracles contempló el rostro enmascarado y fue entonces cuando sintió que sus fuerzas flaqueaban, pues reconoció de inmediato aquella máscara sin rasgos, las facciones artesanas y falsas y la oscura inquietud filtrada por las dos aberturas simétricas de los ojos, que ahora emitían destellos de odio. Pónsica aprovechó su momentánea confusión para aproximar más la punta de la daga a la blanda carne de su cuello. Heracles trastabilló, retrocediendo y golpeándose contra la pared. Se obligó a pensar (un pensamiento de refilón, como una mirada de reojo) que Yasintra, al menos, no parecía atacarle, aunque él no sabía qué otra cosa podía estar haciendo ella. Así pues, se enfrentaba a un solo enemigo, una mujer (aunque muy fuerte, como acababa de comprobar en aquel mismo instante). Decidió que podía permitirse el riesgo de que la afiladísima hoja se acercara un poco más a su objetivo a costa de reunir potencia en su mano derecha: alzó el puño y lo descargó contra la máscara. Escuchó un gemido tan profundo como el que hubiera podido percibir desde el brocal de un pozo. Volvió a golpear. Otro gemido, pero nada más. Peor aún: la concentración en su brazo derecho le había hecho olvidar la daga, que acortaba cada vez más la nimia distancia hacia su palpitante cuello, hacia las débiles ramas de las venas y la trémula y dócil musculatura. Entonces dejó de golpear e hizo algo que, sin duda, sorprendió a su frenética oponente: sus dedos se extendieron y empezaron a acariciar cariñosamente los contornos de la máscara, el promontorio de la nariz, el reborde de los pómulos…, como un ciego que deseara reconocer al tacto el rostro de un viejo amigo.
Pónsica comprendió sus intenciones demasiado tarde.
Dos gruesos arietes, dos enormes émbolos penetraron sin previo aviso por las aberturas de los ojos y se hundieron sin encontrar resistencia en una curiosa viscosidad protegida por delgadas láminas de piel. De inmediato, la hoja del puñal se apartó del cuello de Heracles y algo gimió y vociferó bajo la indiferente expresión de la careta. El Descifrador extrajo los dos dedos, húmedos hasta la segunda falange, y se alejó de ella. Pónsica lanzó un aullido. La máscara seguía paciente y neutra. Retrocedió. Perdió el equilibrio.
Cuando cayó al suelo, Heracles se abalanzó sobre ella.
A duras penas logró refrenar el casi irresistible impulso de utilizar su propio puñal. En vez de ello, después de desarmarla, se sirvió de los pies descalzos para golpearla en varias zonas débiles que su ceguera dejaba indefensas. Usó el talón: le pareció que aplastaba un enorme insecto.
Cuando todo terminó, jadeante, confuso, observó que Yasintra continuaba desnuda e inmóvil contra la pared, como él la había dejado; tan sólo parecía haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgustó que ella no lo atacara también: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuación de un golpe constante. Ahora sólo disponía del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recuperó la voz, dijo:
– ¿En qué momento la reclutaron?
– No lo sé. Cuando ellos me enviaron aquí, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan fáciles de entender. Y yo ya conocía las órdenes.
– ¡Los Sagrados Misterios! -murmuró Heracles, con desprecio. Yasintra lo miró sin comprender-. Pónsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentían.
– Quizá no -sonrió la bailarina-, porque no te dijeron qué clase de Sagrados Misterios adoraban.
Heracles alzó una ceja y la contempló. Le dijo:
– Vete. Lárgate de aquí.
Ella recogió su peplo y su cinturón del suelo y, dócilmente, cruzó la habitación. En la puerta, se volvió hacia él.
– Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tú ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.
– Vete -repitió él, jadeante, casi sin resuello.
Ella le dijo aún:
– Huye de la Ciudad, Heracles. No vivirás más allá del amanecer.
Cuando Yasintra se marchó, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentía: se recostó en la pared y se frotó los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…
Un ruido lo sobresaltó. Pónsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la máscara surtió dos espesas líneas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», pensó Heracles. «Le rompí varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordó la fábula de los autómatas inexorables diseñados por el sabio Dédalo; los movimientos de Pónsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguía, volvía a caer, volvía a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quizá que su intención era vana, cogió el puñal y se arrastró hacia Heracles con denodado empeño. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.
– ¿Por qué me odias tanto, Pónsica? -preguntó Heracles.
La vio detenerse a sus pies, la respiración hirviéndole en el pecho, y alzar la daga, trémula, amenazándole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayó al suelo, estrepitoso. Exhaló, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final pareció convertirse en un gruñido de rabia, y quedó inmóvil, pero aun su misma respiración semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acercó con la cautela del cazador que desconfía de la agonía de la presa recién cobrada. Quería entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclinó y la despojó de la máscara. Contempló aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destrucción de los ojos. La vio boquear como un pez.