– ¿Cuándo, Pónsica? ¿Cuándo comenzaste a odiarme?
Era tanto como preguntar cuándo había decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le pareció que el odio la había manumitido de algún modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordó el día en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los años de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumisión cuando él le pidió (¿le ordenó?) que usara una máscara… No pudo encontrar ningún resquicio en todo aquel tiempo, ningún instante de sospecha, de explicación.
– Pónsica -susurró en su oído-, dime por qué. Aún puedes mover las manos…
Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crías de pájaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecía un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba más su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observó su mano izquierda, que arañaba el suelo. No percibió palabras. Dirigió la mirada hacia la derecha, que había dejado de sostener el puñal. No percibió palabras.
Pensó, ante aquel horrible silencio: «¿Cuándo fue? ¿Cuándo te brindaron la libertad o cuándo la encontraste tú? Quizás acudías realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclinó un poco más y advirtió su olor: era el mismo que había sentido en el aliento de los cadáveres de Eumarco y Antiso. Con Eunío no lo había percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunío apestaba a vino».
Y de repente escuchó los latidos de un corazón. ¿El suyo? ¿El de ella? Quizás el de ella, porque desfallecía. «Está sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejó de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvió a invadirlo, pero esta vez se aferró a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazón recién arrancado, la mano que lo aferraba; distinguió al soldado y escuchó, por fin, sus diáfanas palabras.
Y recordó entonces lo que había olvidado, aquel pequeño detalle que el sueño le había estado gritando con feroz algarabía desde el principio.
A pesar de que la agonía de Pónsica se prolongó durante largo rato, Heracles permaneció inmóvil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murió, el día ya había nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.
Pero Heracles continuaba inmóvil. [120]
XI [121]
El hombre descendió por los empinados peldaños de piedra hasta el lugar donde la muerte aguardaba. Era una cámara subterránea iluminada por lámparas de aceite que constaba de un pequeño vestíbulo y un pasillo central horadado de celdas. Pero el olor que trasminaba no era el de la muerte, sino el del instante previo: la agonía. La diferencia entre ambos efluvios quizá fuera muy sutil, pensó el hombre, pero cualquier perro podría percibirla. Además, le parecía lógico que hediera así, ya que se trataba de la cárcel donde los condenados a la pena capital esperaban el cumplimiento de la sentencia.
Permanecía intocable desde los tiempos de Solón, como si las sucesivas autoridades hubieran temido acercarse a ella para remozarla de alguna forma. En el vestíbulo, los porteros solían jugarse a los dados las guardias nocturnas y soltaban juramentos con las tiradas más importantes -«¡El perro, Eumolpo! ¡Debes pagar, por Zeus!»-. [122] Más allá, breves escaleras conducían a la densa tiniebla de las celdas, donde los reos languidecían contando el tiempo que les quedaba antes de la llegada de las tinieblas definitivas. Aunque estos habitáculos carecían, como es lógico suponer, de las más elementales comodidades, se habían hecho notables excepciones en algunos casos: Sócrates, por ejemplo, que estuvo encerrado en el penúltimo de la derecha -algunos porteros afirman que en el último de la izquierda-, poseía un camastro, una lámpara, una pequeña mesa y varias sillas que siempre estaban ocupadas por las numerosas visitas que recibía. «Pero ello fue debido», explican los porteros, «a que pasó mucho tiempo antes de que la sentencia se cumpliera, pues el final de su juicio coincidió con los Días Sagrados, cuando el barco de peregrinos viaja a Delos y las ejecuciones se prohíben, ya se sabe… Pero él no se quejaba por la demora, qué va… ¡Tenía una paciencia, el pobre…!». Sea como fuere, tales casos no eran frecuentes. Y, desde luego, no se había hecho ninguna excepción con el único condenado que acechaba en aquel momento la hora fatídica: iba a ser ejecutado ese mismo día.
El portero de turno era un joven esclavo melio llamado Anfio. El hombre pensó, no por primera vez, que Anfio hubiera podido ser apuesto, pues su cuerpo era esbelto y sus maneras mucho más educadas que las de otros de su condición, pero que algún travieso dios, o quizá diosa, al tirar de las traillas de su ojo izquierdo al nacer, había convertido su rostro -donde la barba nacía por islotes debido a una curiosa tina- en un enigma inquietante. ¿Con qué ojo miraba Anfio en realidad? ¿Con el derecho? ¿Con el izquierdo? Al hombre le molestaba preguntárselo a sí mismo cada vez que lo contemplaba.
Se saludaron. El hombre dijo: «¿Cómo está?». Anfio respondió: «No se queja; creo que charla con los dioses, porque a veces lo oigo hablar a solas». El hombre -que era un servidor de los Once llamado Tríptemes- anunció: «Voy a verlo». Anfio dijo: «¿Qué es eso que llevas ahí, Tríptemes?». El hombre mostró la pequeña crátera sellada. «Cuando lo encerramos, nos pidió que le consiguiéramos un poco de vino de Lesbos.» «Espera, Tríptemes», dijo Anfio, «ya sabes que está prohibido que los condenados reciban nada del exterior». El hombre, suspirando, repuso: «Vamos, Anfio, dedícate a tu trabajo y deja que yo me dedique al mío. ¿Qué temes? ¿Que se emborrache el día de su muerte?». Rieron. El hombre prosiguió: «Y si se emborracha, mejor. Caerá dando tumbos al precipicio del báratro, y pensará que regresa de un symposio en casa de algún amigo y que ha tropezado al caminar por la calle… ¡Oh, por Atenea ojizarca, qué calles más malas tiene la Ciudad!». Rieron aún más fuerte. Anfio se sonrojó, como avergonzado de haberse mostrado tan suspicaz. «Pasa, Tríptemes, y entrégale el vino, pero que no lo sepan los amos.» «No lo sabrán.»
«Mira con el ojo derecho, ahora estoy seguro», pensó mientras cogía una de las antorchas y se disponía a descender hacia la oscuridad de las celdas. [123]
Descendemos del cielo junto al belísono séquito de los rayos y, en las plumas de un golpe de viento, nos apartamos de la geometría de los templos en dirección al elegante barrio del Escambónidai. Bajo nuestros pies divisamos una quebrada línea gris que atraviesa el suburbio de un lado a otro: es la calle principal. Sí, la mancha que ahora se desplaza por ella a prudente velocidad hacia uno de los jardines particulares es un hombre, tan ínfimo se ve desde esta altura. Un esclavo, a juzgar por el manto. Joven, a juzgar por su agilidad. Otro hombre lo aguarda bajo los árboles. A pesar del cobijo de las ramas, su manto muestra el lustre de las ropas empapadas. La lluvia arrecia. Nuestra mirada también. Nos abatimos sobre el rostro del hombre que aguarda: grande, grasiento, con pulcra barbita plateada y ojos grises donde las pupilas destacan como fíbulas de ébano. Su impaciencia es evidente: mira hacia un lado, hacia otro; por fin, advierte al esclavo y su expresión se torna más ansiosa. ¿Cuáles son sus pensamientos en este instante?… ¡Ah, pero dentro de su cabeza no podemos descender!… Percutimos en la enredadera de sus cabellos grises, y ahí se acaba todo para nosotros, pobres gotas de agua. [124]
[120] ¡Te he salvado la vida, viejo amigo, Heracles Póntor! ¡Es increíble, pero creo que te he salvado la vida! Lloro al pensar que pueda ser cierto. Mientras traducía, anoté mi propio grito, y tú lo escuchaste. Desde luego, cabe imaginar que leyera previamente el texto y después, al elaborar mi traducción, escribiera la palabra una línea antes de que apareciese, pero juro que no fue así; al menos, no de forma consciente… Y ahora, ¿qué has recordado? ¿Por qué yo no lo recuerdo? ¡Debería haberme dado cuenta, igual que tú, pero…!
Han ocurrido cosas importantes. Mi carcelero acaba de marcharse ahora mismo. Entró, como siempre, de forma brusca e imprevista, mientras escribía el párrafo anterior, con la misma máscara de hombre sonriente y el manto negro. Cruzó mi pequeña celda y regresó sobre sus pasos antes de preguntarme:
– ¿Cómo va?
– He terminado la traducción del capítulo décimo. Es la eidesis del Cinturón de Hipólita, las mujeres guerreras, las amazonas. Pero -añadí- también estoy yo.
– ¿De veras?
– Tú lo sabes mejor que nadie -dije.
Su máscara me contemplaba con una sonrisa perenne.
– Yo no he añadido ningún texto a la obra, ya te lo he dicho -replicó.
Respiré hondo y revisé mis notas.
– Cuando Heracles goza con la bailarina Yasintra, se describe su cuerpo como «delgado». Y Heracles es muy gordo: eso ya lo sabe el lector.
– ¿Y?
–
Su carcajada sonó forzada a través del obstáculo de la máscara. Cuando dejó de reír, comentó:
–
Se burló igualmente del resto de las supuestas pruebas: Heracles también podía tener «profundas entradas» en las sienes, y la mención de la barba «negra» -como la mía- en lugar de «plateada», obedecería a un error del copista. La cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un «golpe infantil» -tan similar a la que me produjo un compañero de escuela- era, sin duda, una «coincidencia», y lo mismo cabía decir del anillo en el dedo medio de la mano izquierda.
– Millares de personas tienen cicatrices y llevan anillos -dijo-, lo que ocurre es que admiras al protagonista y quieres parecerte a él a toda costa… particularmente en los momentos más interesantes. ¡Es la presunción de todos los lectores: creéis que el texto está escrito pensando en vosotros, y al leerlo os imagináis la escena a vuestra manera! -su voz sonó de repente muy similar a la mueca de su máscara-. ¿Acaso… acaso has
Aprovechando mi incómodo silencio, se acercó y leyó la nota que estaba redactando antes de ser interrumpido.
– ¿Qué? ¿Le has «salvado la vida» al protagonista? -le oí decir, a mi espalda, en tono incrédulo-. ¡Oh, pero qué fuerza poseen los libros eidéticos!… Es curioso, una obra escrita hace tanto tiempo…, ¡y aún provoca estas reacciones!
Pero su nueva carcajada cesó bruscamente cuando repliqué:
– Quizá no haya sido escrita hace
¡Me gustó devolverle el golpe! Sus impenetrables ojos me contemplaron un instante a través de las aberturas de la máscara. Entonces espetó:
– ¿Qué quieres decir?
– Montalo afirma que el papiro en este capítulo huele a mujer, y que posee textura de «seno» y de «brazo de atleta». A su modo, esta ridícula nota es eidética: representa a la «mujer-hombre» o «mujer guerrera» del Cinturón de Hipólita. Rastreando hacia atrás, pueden encontrarse ejemplos parecidos en la descripción del papiro en cada capítulo…
– ¿Y qué deduces de eso?
– Que la intervención de Móntalo es
– Veo que has estado pensando -admitió-. ¿Y qué más?
– Que
La máscara no dijo nada. Proseguí, implacable:
– El original de
– ¿Y por qué Montalo iba a escribir algo así? -preguntó mi carcelero en tono neutro.
– Porque enloqueció -repliqué-. Montalo estaba obsesionado con los libros eidéticos: creía que podían probar la teoría platónica de las Ideas, y demostrar, de este modo, que el mundo, la vida, el universo, son razonables y justos. Pero no lo logró. Entonces, enloquecido, escribió él mismo una obra eidética, aprovechando sus enormes conocimientos de griego y de eidesis. La obra estaría destinada a sus propios colegas. Sería una forma de decirles: «¡Mirad! ¡Las Ideas existen! ¡Aquí están! ¡Vamos! ¡Descubrid la clave final!»…
– Pero Montalo desconocía cuál era la clave final -repuso mi carcelero-. Yo lo encerré…
Contemplé fijamente las aberturas negras de su máscara y dije:
– Ya basta de patrañas, Montalo…
¡Ni Heracles Póntor lo hubiera dicho mejor!
– A pesar de todo -añadí, aprovechando su silencio-, tu juego ha sido inteligente: probablemente te las arreglaste con cualquier vagabundo… Prefiero pensar que lo encontraste muerto y después le pusiste tus ropas destrozadas, simulando el engaño que habías imaginado para el asesinato de Eunío… Entonces, oficialmente «fallecido», empezaste a actuar en la sombra… Escribiste esta obra pensando en un posible traductor. Después, cuando averiguaste que yo era el encargado de traducirla, me vigilaste. Añadiste páginas falsas para confundirme, para obligarme a que me obsesionara con el texto, pues, como tú mismo afirmas, «no podemos obsesionarnos con algo sin pensar que formamos parte de ese algo». Por último, me secuestraste y me encerraste aquí… Quizás esto sea el sótano de tu casa… o el escondite en el que has vivido desde que fingiste tu muerte… ¿Y qué quieres de mí? Lo mismo que has querido siempre: ¡probar la existencia de las Ideas! Si yo logro descubrir en
Tras un larguísimo silencio durante el que mi rostro, como el suyo, fue también una máscara sonriente, le oí decir, marcando cada palabra:
– Traductor:
– ¿Por qué voy a limitarme a ser un simple traductor si tú no te limitas a ser un simple
– ¡Yo no soy el autor de
Y salió dando un portazo.
Me siento mejor. Creo haber ganado este combate.
[121] Me han despertado furibundos ladridos de perros. Aún los oigo: no parecen hallarse demasiado lejos de mi celda. Me pregunto si mi carcelero pretende atemorizarme con ellos o se trata, por el contrario, de un simple azar (al menos, una cosa es cierta: no mintió al decirme que tiene perros, pues en verdad los
[122] La «tirada del perro» era la más baja: tres unos. No obstante, el autor la utiliza para acentuar la eidesis. Por cierto, los perros siguen ladrando afuera.
[123] Las curiosas indecisiones entre «derecha» e «izquierda» en estos párrafos -la celda de Sócrates, el ojo del esclavo portero- quizás intentan reflejar eidéticamente el laberíntico viaje de Hércules al reino de los muertos.
[124] El movimiento de «descenso» que ha comenzado al principio del capítulo evoca, junto al de «derecha e izquierda», el viaje de Hércules al reino de los muertos. En este último párrafo se refuerza la imagen introduciendo al lector en una gota de lluvia que recorre un largo camino hasta caer en la cabeza de Heracles Póntor.