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Se acercó a Heracles y la inmensa sombra de su rostro se partió en una amplia sonrisa.

– En cualquier caso, ya sabes que no me gusta discutir… Si es el kyon o no lo es, pronto lo comprobaremos…, ¿no?

Heracles tensó las cuerdas que colgaban de los clavos de oro. Se sentía débil y entumecido, pero no creía que la droga le hubiese hecho ningún efecto. Alzó los ojos hacia el rocoso semblante de Crántor y dijo:

– Estás equivocado, Crántor. Este no es el secreto que la Humanidad querrá conocer. No creo en las profecías ni en los oráculos, pero si hubiera de profetizar algo, te diría que Atenas será la cuna de un nuevo hombre… Un hombre que luchará con sus ojos e inteligencia, no con sus manos, y, al traducir los textos de sus antepasados, aprenderá de ellos…

Crántor lo escuchaba con los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de lanzar una carcajada.

– La única violencia que profetizo es la imaginaria -prosiguió Heracles-: Hombres y mujeres podrán leer y escribir, y se formarán gremios de sabios traductores que editarán y descifrarán las obras de los que ahora son nuestros contemporáneos. Y, al traducir lo que otros dejaron por escrito, sabrán cómo fue el mundo cuando la razón no gobernaba… Ni tú ni yo lo veremos, Crántor, pero el hombre avanza hacia la Razón, no hacia el Instinto… [135]

– No -dijo Crántor sonriendo-. Tú eres quien está equivocado…

Su mirada, muy extraña, no parecía dirigirse a Heracles sino a alguien que se hallara detrás, incrustado en la roca de la caverna, o quizá bajo sus pies, en alguna invisible profundidad, aunque de esto Heracles no pudiera estar seguro debido a la creciente penumbra.

Crántor, en realidad, te miraba a ti. [136]

Y dijo:

– Esos traductores que has profetizado no descubrirán nada, porque no existirán, Heracles. Las filosofías nunca lograrán triunfar sobre los instintos -elevando la voz, prosiguió-: ¡Hércules aparenta derrotar a los monstruos, pero entre líneas, en los textos, en los bellos discursos, en los razonamientos lógicos, en los pensamientos de los hombres, alza su múltiple cabeza la Hidra, ruge el horrendo león y hacen resonar sus cascos de bronce las yeguas antropófagas. Nuestra naturaleza no es [137]

– Nuestra naturaleza no es un texto en el que un traductor pueda encontrar una clave final, Heracles, ni siquiera un conjunto de ideas invisibles. De nada sirve, pues, derrotar a los monstruos, porque acechan dentro de ti. El kyon los despertará pronto. ¿No los sientes ya removerse en tus entrañas?

Heracles iba a responder cualquier ironía cuando, de improviso, escuchó un gemido en la oscuridad, más allá del trípode del brasero, proveniente de los bultos que se hallaban junto a la pared de la antorcha. Aunque no lograba distinguirlo, reconoció la voz del hombre que gemía.

– ¡Diágoras!… -dijo-. ¿Qué le habéis hecho?

– Nada que no se haya hecho él a sí mismo -replicó Crántor-. Bebió kyon… ¡y te aseguro que a todos nos sorprendió la rapidez con que le hizo efecto!

Y, elevando la voz, añadió, en tono burlón:

– ¡Oh, el noble filósofo platónico! ¡Oh, el gran idealista! ¡Qué furia albergaba contra sí mismo, por Zeus!…

Cerbero -una mancha pálida que zigzagueaba por el suelo- coreó, iracundo, las exclamaciones de su amo. Los ladridos formaban trenzas de ecos. Crántor se agachó y lo acarició con ademanes cariñosos.

– No, no… Calma, Cerbero… No es nada…

Aprovechando la oportunidad, Heracles propinó un fuerte tirón a la cuerda que colgaba del dorado clavo derecho. Éste cedió un poco. Animado, volvió a tirar, y el clavo salió por completo, sin ruido. Crántor continuaba distraído con el perro. Ahora era cuestión de ser rápido. Pero cuando quiso mover la mano libre para desatar la otra, comprobó que sus dedos no le obedecían: se hallaban gélidos, recorridos de un extremo a otro por un ejército de diminutas serpientes que habían procreado bajo su piel. Entonces tiró con todas sus fuerzas del clavo izquierdo.

En el instante en que este último cedía, Crántor se volvió hacia él.

Heracles Póntor era un hombre grueso, de baja estatura. En aquel momento, además, sus doloridos brazos colgaban inermes a ambos lados del cuerpo como herramientas rotas. De inmediato supo que su única posibilidad consistía en poder utilizar algún objeto a guisa de arma. Sus ojos ya habían elegido el mango del atizador que sobresalía de las brasas, pero se hallaba demasiado lejos, y Crántor -que se aproximaba impetuoso- le bloquearía el paso. De modo que, en ese latido o parpadeo en que el tiempo no transcurre y el pensamiento no gobierna, el Descifrador intuyó -sin llegar siquiera a verlo- que de los extremos de las cuerdas que aún ataban sus muñecas seguían colgando los clavos de oro. Cuando la sombra de Crántor se hizo tan grande que todo su cuerpo desapareció bajo ella, Heracles levantó el brazo derecho con rapidez y describió en el aire un rápido y violento semicírculo.

Quizá Crántor esperaba que el golpe viniera de su puño, pues cuando vio que éste pasaba frente a él sin atinarle no hizo ademán de retroceder, y recibió en todo el rostro el impacto del clavo. Heracles no sabía en qué lugar exacto había golpeado, pero escuchó el dolor. Se lanzó hacia delante, con el mango del atizador como único objetivo de su mirada, pero una fuerte patada en el pecho lo dejó sin aire y lo hizo desplomarse de lado y rodar como una fruta madura que hubiese caído del árbol.

Durante el furioso tormento que siguió, quiso evocar que en su juventud había luchado en el pancracio. Incluso recordó los nombres de algunos de sus adversarios. A su memoria acudieron escenas, imágenes de triunfos y derrotas… Pero sus pensamientos se interrumpían… Las frases perdían coherencia… Eran palabras sueltas…

Soportó el castigo encogido sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza. Cuando las rocas que eran los pies de Crántor se cansaron de golpearle, tomó aliento y olfateó sangre. Las patadas lo habían barrido como a una fofa basura hacia una de las paredes. Crántor decía algo, pero él no lograba escucharle. Por si fuera poco, algún niño salvaje y espantoso le chillaba palabras extranjeras al oído y derramaba sobre su rostro una saliva amarga y enfermiza. Reconoció los ladridos y la proximidad de Cerbero. Giró la cabeza y abrió a medias los ojos. El perro, a un palmo de su cara, era una máscara arrugada y vociferante de cuencas vacías. Parecía el espectro de sí mismo. Más allá, en la infinita distancia del dolor, Crántor le daba la espalda. ¿Qué hacía? Hablaba, quizá. Heracles no podía estar seguro, pues la montaña estrepitosa de Cerbero se alzaba entre los demás sonidos y él. ¿Por qué Crántor no continuaba golpeándole? ¿Por qué no remataba su tarea?…

Se le ocurrió algo. No era un buen plan, probablemente, pero a esas alturas ya nada era bueno. Cogió con sus dos manos el ínfimo cuerpo del perro. Éste, poco acostumbrado a las caricias de los extraños, se debatió como un bebé cuya anatomía fuera, en sus tres cuartas partes, una doble hilera de agudos dientes, pero Heracles lo mantuvo alejado de sí mientras levantaba los brazos cargando con su frenética presa. Crántor, sin duda, había percibido el cambio en el tono de los ladridos, porque se había vuelto hacia Heracles y le gritaba algo.

Heracles se permitió recordar por un momento que, en las competiciones, no había sido malo con el discóbolo.

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[135] -¡Heracles acertó en sus pronósticos! ¡Quizás aquí se encuentre la clave de la obra!

Montalo me mira en silencio.

– Sigue traduciendo -dice. (N. del T.)

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[136] -Es curioso -apunto-. Otra vez el paso a segunda…

– ¡Sigue! ¡Traduce! -me interrumpe mi secuestrador con ansiedad, como si nos halláramos en un momento importantísimo del texto. (N. del T.)

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[137] -¿Qué te ocurre? -dice Montalo.

– Estas palabras de Crántor… -temblé.

– ¿Qué pasa con ellas? -Recuerdo que… mi padre…

– ¡Sí! -me anima Montalo-. ¡Sí!… Tu padre ¿qué?

– Escribió un poema hace tiempo…

Móntalo vuelve a animarme. Intento recordar.

He aquí la primera estrofa del poema de mi padre, tal como yo la recuerdo:

Alza su múltiple cabeza la Hidra,

Ruge el horrendo león, y hacen resonar

Sus cascos de bronce las yeguas antropófagas.

– ¡Es el comienzo de un poema de mi padre! -afirmo, en el colmo del asombro. Montalo parece muy triste por un instante. Asiente con la cabeza y murmura:

– Conozco el resto.

A veces, las ideas y teorías de los hombres

Hazañas de Hércules me parecen,

En combate perenne contra las criaturas

Que se oponen a la nobleza de su razón.

Pero, como un traductor encerrado por un loco

Y obligado a descifrar un texto absurdo,

Así imagino en ocasiones a mi pobre alma

Incapaz de hallar el sentido de las cosas.

Y tú, Verdad final, Idea platónica

– Tan semejante en belleza y fragilidad

A un lirio en las manos de una muchacha-,

¡Cómo gritas pidiendo ayuda al comprender

Que el peligro de tu inexistencia te sepulta!

¡Oh Hércules, vanas son todas tus proezas,

Pues conozco hombres que aman a los monstruos,

Y se entregan con deleite al sacrificio,

Haciendo de las dentelladas su religión!

Brama el toro entre la sangre,

El Can ladra y vomita fuego,

Aun las doradas manzanas del jardín

Vigiladas están por la afanosa serpiente.

He copiado el poema entero. Lo releo. Lo recuerdo.

– ¡Es un poema de mi padre!

Montalo baja los ojos. ¿Qué irá a decir? Dice:

– Es un poema de Filotexto de Quersoneso. ¿Recuerdas a Filotexto?

– ¿El escritor que aparece en el capítulo séptimo cenando con los mentores en la Academia?

– Eso es. Filotexto usó su propio poema para inspirarse en las imágenes eidéticas que contiene La caverna: los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio, el traductor…

– Pero entonces…

Montalo asiente. Su expresión es inescrutable.

– Sí: La caverna de las ideas fue escrita por Filotexto de Quersoneso -dice-. No me preguntes cómo lo sé, porque el hecho es que lo sé. Pero sigue traduciendo, por favor. Falta un poco para llegar al final. (N. del T.)