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– Te agradezco ese deber -murmuró ella, y en su voz había, por primera vez, cierta profunda sinceridad que lo estremeció-. ¿Cómo te has enterado tan pronto?

– Hubo un alboroto en la calle cuando trajeron el cuerpo. Todos los vecinos se despertaron.

Se escuchó un grito. Después otro. Durante un absurdo momento, Heracles pensó que procedían de la boca de Etis, que se hallaba cerrada: como si ella hubiera rugido hacia dentro y todo su delgado cuerpo se estremeciera, resonante, con el producto de su garganta.

Pero entonces el grito penetró en la habitación vestido de negro, empujó a las esclavas, y, en cuclillas, corrió de una pared a otra y se dejó caer en una esquina, ensordecedor, retorciéndose como si fuera presa de la enfermedad sagrada. Por último se deshizo en un llanto inagotable.

– Para Elea ha sido mucho peor -dijo Etis en tono de disculpa, como si quisiera pedirle perdón a Heracles por la conducta de su hija-: Trámaco no sólo era su hermano; también era su kyrios, su protector legal, el único hombre que Elea ha conocido y amado…

Etis se volvió hacia la muchacha que, recostada en el oscuro rincón, las piernas encogidas como si quisiera ocupar el mínimo espacio o deseara ser absorbida por las sombras como una negra telaraña, elevaba ambas manos frente al rostro, con ojos y boca desmesuradamente abiertos (sus facciones eran sólo tres círculos que abarcaban todo el semblante), estremecida por violentos sollozos. Etis dijo:

– Basta, Elea. No debes salir del gineceo, ya lo sabes, y menos en este estado. Manifestar así el dolor frente a un invitado… ¡qué! ¡No es propio de una mujer digna! ¡Regresa a tu habitación! -pero la muchacha acreció el llanto. Etis exclamó, alzando la mano-: ¡No te lo ordenaré otra vez!

– Permitidme, ama -rogó una de las esclavas y, apresuradamente, se arrodilló junto a Elea y le dirigió tenues palabras que Heracles no acertó a escuchar. Pronto, los sollozos se convirtieron en incomprensibles balbuceos.

Cuando Heracles volvió a mirar a Etis, advirtió que ella lo miraba a él.

– ¿Qué ocurrió? -dijo Etis-. El capitán de la guardia me contó, tan sólo, que un cabrero lo había encontrado muerto no muy lejos del Licabeto…

– Aschilos el médico afirma que fueron los lobos.

– ¡Muchos lobos harían falta para acabar con mi hijo!

«Y no pocos para acabar contigo, oh noble mujer», pensó él.

– Fueron muchos, sin duda -asintió.

Etis empezó a hablar con extraña suavidad, sin dirigirse a Heracles, como si rezara una plegaria a solas. En la palidez de su rostro anguloso, las bocas de sus rojizos arañazos sangraban de nuevo.

– Se marchó hace dos días. Me despedí de él como tantas otras veces, sin preocuparme, pues ya era un hombre y sabía cuidarse… «Voy a pasarme todo el día cazando, madre», me dijo. «Llenaré mi alforja para ti de codornices y tordos. Tenderé trampas con mis redes para las liebres»… Pensaba regresar esa misma noche. No lo hizo. Yo quería reprochárselo cuando llegara, pero…

Su boca se abrió de repente, como preparada para pronunciar una enorme palabra. Permaneció así un instante, la mandíbula tensa, la oscura elipse de las fauces inmovilizada en el silencio [3]. Entonces volvió a cerrarla con suavidad y murmuró:

– Pero ahora no puedo enfrentarme a la Muerte y regañarla… porque no regresaría con el semblante de mi hijo para pedirme perdón… ¡Mi hijito querido!…

«En ella, una leve ternura es más terrible que el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles, admirado.

– Los dioses, a veces, son injustos -dijo, a modo de mero comentario, pero también porque, en el fondo, lo creía así.

– No los menciones, Heracles… ¡Oh, no menciones a los dioses! -la boca de Etis temblaba de cólera-. ¡Fueron los dioses quienes clavaron sus colmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuando arrancaron y devoraron su corazón, aspirando con deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, no menciones a los dioses en mi presencia!…

A Heracles le pareció que Etis intentaba, en vano, apaciguar su propia voz, que ahora resonaba con fuertes rugidos por entre sus fauces, provocando el silencio a su alrededor. Las esclavas habían vuelto la cabeza para contemplarla; aun la misma Elea había enmudecido y escuchaba a su madre con mortal reverencia.

– ¡Zeus Cronida ha derribado el último roble de esta casa, aún verde!… ¡Maldigo a los dioses y a su casta inmortal!…

Sus manos se habían alzado, abiertas, en un gesto temible, directo, casi exacto. Después, bajando lentamente los brazos al tiempo que el tono de sus gritos, añadió, con súbito desprecio:

– ¡La mejor alabanza que pueden esperar los dioses es nuestro silencio!…

Y aquella palabra -«silencio»- fue rota por un triple clamor. El sonido se hundió en los oídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las esclavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas, formando una sola garganta rota en tres notas distintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaron fuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugido de las fauces [4].

Las esclavas prepararon el cuerpo de Trámaco, hijo de la viuda Etis, según el método: se lustró el horror de las dilaceraciones con ungüentos procedentes del lequito; manos de ágiles dedos se deslizaron sobre la piel socavada para extender esencias y perfumes; fue envuelto en la fragilidad del sudario y vestido con ropa limpia; se dejó el rostro al descubierto y se ató la mandíbula con fuertes vendajes para impedir el escalofriante bostezo de la muerte; bajo la untuosidad de la lengua se depositó el óbolo que pagaría los servicios de Caronte. Después aderezaron un lecho con mirto y jazmines, y sobre él colocaron el cadáver, los pies hacia la puerta, para ser velado durante todo el día; la presencia gris de un pequeño Hermes tutelar lo custodiaba. En la entrada del jardín, el ardanion, el ánfora con agua lustral, serviría para hacer pública la tragedia y purificar a las visitas del contacto con lo desconocido. Las plañideras contratadas entonaron sus sinuosos cánticos a partir del mediodía, cuando arreciaron las muestras de condolencia. Por la tarde, una serpenteante hilera de hombres se extendía a lo largo de la vereda del jardín: cada uno aguardaba en silencio, bajo la húmeda frialdad de los árboles, su turno para entrar en la casa, desfilar ante el cuerpo y dar el pésame a los familiares. Daminos, del demo de Clazobion, el tío de Trámaco, ofició de anfitrión: poseía cierta fortuna en barcos y en minas de plata de Laurion, y su presencia atrajo a numerosa gente. Fueron escasos, sin embargo, los que acudieron en recuerdo de Meragro, el padre de Trámaco (que había sido condenado y ejecutado por traidor a la democracia muchos años antes), o por respeto a la viuda Etis, que había heredado el deshonor de su esposo.

Heracles Póntor llegó a la caída del sol, pues había decidido participar también en la ecforá, la comitiva fúnebre, que se celebraba siempre de noche. Penetró con ceremoniosa lentitud en el oscuro vestíbulo -húmedo y frío, de aire aceitoso por el olor de los ungüentos-, dio una vuelta completa alrededor del cadáver siguiendo los pasos de la flexuosa fila de visitantes, y abrazó en silencio a Daminos y a Etis, que lo recibió velada por un negro peplo y un chal de gran capucha. Nada hablaron. Su abrazo fue uno de tantos. Durante su recorrido pudo distinguir a algunos hombres que conocía y a otros que no: allí estaban el noble Praxínoe y su hijo, el bellísimo Antiso, de quien se afirmaba que había sido uno de los mejores amigos de Trámaco; allí también Isífenes y Efialtes, dos reputados mercaderes que, sin duda, habían acudido por Daminos; y -una presencia que no dejó de sorprenderle- Menecmo, el escultor poeta, vestido con el descuido que lo caracterizaba, que se entretuvo en quebrantar el protocolo dedicándole a Etis algunas palabras en voz baja. Por fin, a la salida, en la húmeda frialdad del jardín, creyó advertir la robusta figura del filósofo Platón aguardando entre los hombres que aún no habían entrado, y dedujo que había venido en recuerdo de su antigua amistad con Meragro.

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[3] Las metáforas e imágenes relacionadas con «bocas» o «fauces», así como con «gritos» o «rugidos», ocupan (como el lector atento puede haber notado ya) toda la segunda parte de este capítulo. Me parece obvio que nos encontramos ante un texto eidético. (N. del T.)

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[4] Sorprende que Montalo, en su erudita edición del original, ni siquiera haga referencia a la fuerte eidesis que revela el texto, al menos a lo largo de todo este primer capítulo. Sin embargo, también es posible que desconozca tan curioso recurso literario. A modo de ejemplo para el lector curioso, y también por relatar con sinceridad cómo he venido a descubrir la imagen oculta en este capítulo (pues un traductor debe ser sincero en sus notas; la mentira es privilegio del escritor), referiré la breve charla que mantuve ayer con mi amiga Helena, a la que considero una colega docta y llena de experiencia. Salió a colación el tema, y le comenté, entusiasmado, que La caverna de las ideas, la obra que he empezado a traducir, es un texto eidético. Se quedó inmóvil observándome, la mano izquierda sosteniendo por el rabillo una de las cerezas del plato cercano.

– ¿Un texto qué? -dijo.

– La eidesis -expliqué- es una técnica literaria inventada por los escritores griegos antiguos para transmitir claves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repetir metáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz, formen una idea o una imagen independiente del texto original. Arginuso de Corinto, por ejemplo, ocultó mediante eidesis una completísima descripción de una joven a la que amaba en un largo poema aparentemente dedicado a las flores del campo. Y Epafo de Macedonia…

– Qué interesante -sonrió, aburrida-. ¿Y se puede saber qué oculta tu anónimo texto de La caverna de las ideas?

– Lo sabré cuando lo traduzca por completo. En el primer capítulo, las palabras más repetidas son «cabelleras», «melenas» y «bocas» o «fauces» que «gritan» o «rugen», pero…

– ¿«Melenas» y «fauces que rugen»?… -me interrumpió ella con sencillez-. Puede estar hablando de un león, ¿no?

Y se comió la cereza.

Siempre he odiado esa capacidad de las mujeres para llegar a la verdad sin agotarse tomando el atajo más corto. Fui yo, entonces, quien me quedé inmóvil, observándola con los ojos muy abiertos. -Un león, pues claro… -musité. -Lo que no entiendo -prosiguió Helena sin darle importancia al asunto- es por qué el autor consideraba tan secreta la idea de un león como para ocultarla mediante… ¿cómo has dicho?

– Eidesis. Lo sabremos cuando termine de traducirlo: un texto eidético sólo se comprende cuando se lee de cabo a rabo -mientras decía eso pensaba: «Un león, claro… ¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?».

Bien -Helena dio por terminada la conversación,

flexionó las largas piernas, que había mantenido estiradas sobre una silla, depositó el plato de cerezas en la mesa y se levantó-. Pues sigue traduciendo, y ya me contarás.

– Lo sorprendente es que Móntalo no haya notado nada en el manuscrito original… -dije.

– Pues escríbele una carta -sugirió-. Quedarás bien y ganarás méritos.

Y, aunque al pronto fingí no estar de acuerdo (para que no notara que me había resuelto todos los problemas de un plumazo), eso es lo que he hecho. (N. del T.)

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[5] «La textura es untuosa; los dedos se deslizan por la superficie como impregnados en aceite; cierta fragilidad de escamas se percibe en el área central», afirma Montalo respecto de los trozos de papiro del manuscrito al comienzo del capítulo segundo. ¿Acaso se emplearon hojas procedentes de distintas plantas en su elaboración? (N. del T.)