Una inmensa y sinuosa criatura parecía la comitiva que emprendió el camino del cementerio por la Vía de las Panateneas: la cabeza la formaban, en primer lugar, los vaivenes del cadáver transportado por cuatro esclavos; detrás, los familiares directos -Daminos, Etis y Elea-, sumidos en el silencio del dolor; y los tañedores de oboe, jóvenes con túnicas negras que aguardaban el inicio del rito para empezar a tocar; por último, los peplos blancos de las cuatro plañideras. El cuerpo lo constituían los amigos y conocidos de la familia, que avanzaban en dos hileras.
El cortejo salió de la Ciudad por la Puerta del Dipilon y se internó en el Camino Sagrado, lejos de las luces de las viviendas, entre la húmeda y fría neblina de la noche. Las piedras del Cerámico retemblaron undosas bajo el resplandor de las antorchas: por doquier aparecían figuras de dioses y héroes cubiertas por el suave aceite del rocío nocturno, inscripciones en altas estelas adornadas con siluetas ondulantes y urnas de graves contornos sobre las que reptaba la hiedra. Los esclavos depositaron cuidadosamente el cadáver en la pira funeraria. Los tañedores de oboe hicieron deslizar por el aire las sinuosas notas de sus instrumentos; las plañideras, coreográficas, rasgaron sus vestiduras al tiempo que entonaban la oscilante frialdad de su canto. Se iniciaron las libaciones en honor a los dioses de los muertos. El público se dispersó para contemplar el rito: Heracles eligió la proximidad de una enorme estatua del héroe Perseo; la cabeza decapitada de Medusa, que el héroe asía de las víboras del pelo, quedaba a la altura de su rostro, y parecía contemplarlo con ojos deshabitados. Finalizaron los cánticos, se pronunciaron las últimas palabras, y las doradas cabezas de cuatro antorchas se inclinaron ante los bordes de la pira: el Fuego multicefálico se alzó, retorciéndose, y sus múltiples lenguas ondearon en el aire frío y húmedo de la Noche [6].
El hombre golpeó la puerta varias veces. Como nadie respondió, volvió a golpear. En el oscuro cielo ateniense, las nubes de varias cabezas comenzaron a agitarse.
Por fin, la puerta se abrió, y un rostro blanco, sin rasgos, envuelto en un largo sudario negro, apareció tras ella. El hombre, confuso, casi atemorizado, titubeó antes de hablar:
– Deseo ver a Heracles Póntor, a quien llaman el Descifrador de Enigmas.
La figura se deslizó hacia las sombras en silencio y el hombre, aún indeciso, penetró en la casa. Afuera proseguía el irregular estrépito de los truenos.
Heracles Póntor, sentado a la mesa de su pequeña habitación, había dejado de leer y se concentraba, distraído, en el sinuoso trayecto de una grieta grande que descendía desde el techo hasta la mitad de la pared frontera, cuando de repente la puerta se abrió con suavidad y apareció Pónsica en el umbral.
– Una visita -dijo Heracles descifrando los armónicos, ondulantes gestos de las delgadas manos de su esclava enmascarada, de ágiles dedos-. Un hombre. Quiere verme -las manos se agitaban juntas; las diez cabezas de los dedos conversaban en el aire-. Sí, hazlo pasar.
El hombre era alto y delgado. Se envolvía en un humilde manto de lana impregnado de las untuosas escamas del relente nocturno. Su cabeza, bien formada, ostentaba una lustrosa calva, y una barba blanca recortada con esmero le adornaba el mentón. En sus ojos había claridad, pero las arrugas que los rodeaban revelaban edad y cansancio. Cuando Pónsica se hubo marchado, siempre en silencio, el recién llegado, que no había dejado de observarla con expresión de asombro, se dirigió a Heracles.
– ¿Acaso es cierta tu fama?
– ¿Qué dice mi fama?
– Que los Descifradores de Enigmas pueden leer en el rostro de los hombres y en el aspecto de las cosas como si fueran papiros escritos. Que conocen el lenguaje de las apariencias y saben traducirlo. ¿Es por ello que tu esclava oculta el rostro tras una máscara sin rasgos?
Heracles, que se había levantado para coger una fuente de frutas y una crátera de vino, sonrió ligeramente y dijo:
– Por Zeus, que no seré yo quien desmienta tal fama, pero mi esclava se cubre la cara más por mi tranquilidad que por la suya: fue secuestrada por unos bandidos lidios cuando no era más que un bebé, los cuales, durante una noche de borrachera múltiple, se divirtieron quemando su rostro y arrancándole la pequeña lengua… Puedes coger fruta si quieres… Según parece, uno de los bandidos se apiadó de ella, o atisbo la posibilidad de negocio, y la adoptó. Después la vendió como esclava para trabajos domésticos. Yo la compré en el mercado hace dos años. Me gusta, porque es silenciosa como un gato y eficiente como un perro, pero sus facciones destruidas no me agradan…
– Comprendo -dijo el hombre-. Te compadeces de ella…
– Oh no, no es eso -repuso Heracles-. Es que me distraen. Sucede que mis ojos se dejan tentar con demasiada frecuencia por la complejidad de todo lo que ven: antes de que tú llegaras, por ejemplo, contemplaba abstraído el discurrir de
esa interesante grieta en la pared, su cauce y afluentes, su origen… Pues bien: el rostro de mi esclava es un nudo espiral e infinito de grietas, un enigma constante para mi insaciable mirada, de modo que decidí ocultarlo obligándola a llevar esa máscara sin rasgos. Me gusta que me rodeen cosas simples: el rectángulo de una mesa, los círculos de las copas…, geometrías sencillas. Mi trabajo consiste, precisamente, en lo opuesto: descifrar lo complicado. Pero acomódate en el diván, por favor… En esta fuente hay fruta fresca, higos dulces sobre todo. A mí me apasionan los higos, ¿a ti no? También puedo ofrecerte una copa de vino no mezclado…
El hombre, que había estado escuchando las tranquilas palabras de Heracles con creciente sorpresa, se recostó lentamente en el diván. La sombra de su calva cabeza, proyectada por la luz de la pequeña lámpara de aceite que había sobre la mesa, se irguió como una esfera perfecta. La sombra de la cabeza de Heracles -un grueso tronco de cono con un breve musgo de pelo plateado en la cúspide- llegaba hasta el techo.
– Gracias. Por ahora, aceptaré el diván -dijo el hombre.
Heracles se encogió de hombros, apartó algunos papiros de la mesa, acercó la fuente de frutas, se sentó y cogió un higo.
– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó amablemente.
Un áspero trueno clamó en la distancia. Tras una pausa, el hombre dijo:
– Realmente, no lo sé. He oído decir que resuelves misterios. Vengo a ofrecerte uno.
– Enséñamelo -repuso Heracles.
– ¿Qué?
– Enséñame el misterio. Yo sólo resuelvo los enigmas que puedo contemplar. ¿Es un texto? ¿Un objeto?…
El hombre adoptó de nuevo su expresión de asombro -ceño fruncido, labios entreabiertos- mientras Heracles arrancaba de un pulcro mordisco la cabeza del higo [7].
– No, no es nada de eso -dijo con lentitud-. El misterio que vengo a ofrecerte es algo que fue, pero que ya no es. Un recuerdo. O la idea de un recuerdo.
– ¿Cómo quieres que resuelva tal cosa? -sonrió Heracles-. Yo sólo traduzco lo que mis ojos pueden leer. No voy más allá de las palabras…
El hombre lo miró fijamente, como desafiándolo.
– Siempre hay ideas más allá de las palabras, aunque sean invisibles -dijo-.
Y ellas son lo único importante [8] -la sombra de la esfera descendió cuando el hombre inclinó su cabeza-. Nosotros, al menos, creemos en la existencia independiente de las Ideas. Pero me presentaré: me llamo Diágoras, soy del demo de Medonte, y enseño filosofía y geometría en la escuela de los jardines de Academo. Ya sabes… la que llaman la «Academia». La escuela que dirige Platón.
Heracles movió la cabeza, asintiendo.
– He oído hablar de la Academia y conozco un poco a Platón -dijo-. Aunque he de admitir que últimamente no lo veo con frecuencia…
– No me extraña -repuso Diágoras-: Se encuentra muy ocupado en la composición de un nuevo libro para su Diálogo sobre el gobierno ideal. Pero no es de él de quien vengo a hablarte, sino de… uno de mis discípulos: Trámaco, el hijo de la viuda Etis; el adolescente al que mataron los lobos hace unos días… ¿Sabes a quién me refiero?
El carnoso rostro de Heracles, iluminado a medias por la luz de la lámpara, no reflejó ninguna expresión. «Ah, Trámaco era alumno de la Academia», pensó. «Por eso Platón fue a darle el pésame a Etis.» Volvió a mover la cabeza y asintió. Dijo:
– Conozco a su familia, pero no sabía que Trámaco era alumno de la Academia…
– Lo era -replicó Diágoras-. Y un buen alumno, además.
Entrelazando las cabezas de sus gruesos dedos, Heracles dijo:
– Y el misterio que vienes a ofrecerme se relaciona con Trámaco…
– Directamente -asintió el filósofo.
[6] «Frío» y «humedad», así como cierto movimiento «ondulante» o «sinuoso» en todas sus variantes, parecen presidir la eidesis en este capítulo. Podría tratarse perfectamente de una imagen del mar (sería muy propio de los griegos). Pero ¿y la cualidad, tan repetida, de «untuoso»? Sigamos avanzando.
[7] Traduzco literalmente «la cabeza del higo», aunque no sé muy bien a qué se refiere el anónimo autor: es posible que se trate de la parte más gruesa y carnosa, pero, por lo mismo, también puede ser la zona más próxima al tallo. Ahora bien, quizá la frase sea tan sólo un recurso literario para acentuar un vocablo -«cabeza»- que parece ganar cada vez más terreno como nueva palabra eidética.
[8] Con independencia de su finalidad dentro de la ficción del diálogo, estas últimas frases -«Hay