– No es cortesía. Te prometí que regresaría para contarte lo que averiguara sobre lo ocurrido con tu hijo.
Tras una brevísima pausa, Etis hizo un gesto hacia las esclavas, que abandonaron el cenáculo en silencio, y, con la misma dignidad con que acostumbraba a expresarlo todo, le indicó a Heracles uno de los divanes y se reclinó en el otro. Estaba… ¿Elegante? ¿Hermosa? Heracles no supo adjetivarla. Le pareció que gran parte de aquella madura belleza consistía en el suave toque de albayalde en las mejillas, la tintura de los ojos, el destello de los broches y brazaletes y la armonía del oscuro peplo. Pero, desprovistos de ayuda, su semblante adusto y sus formas sinuosas seguirían conservando todo su poder… o quizás obtendrían uno nuevo.
– ¿Ni siquiera te han ofrecido mis esclavos un manto seco? -dijo ella-. Haré que los azoten.
– No importa. Quería verte cuanto antes.
– Gran interés tienes en contarme lo que sabes.
– Así es.
Desvió la vista de la oscura mirada de Etis. La oyó decir:
– Habla, pues.
Contemplando sus propias manos regordetas entrelazadas sobre el diván, Heracles dijo:
– La última vez que estuve aquí, mencioné que Trámaco tenía un problema. No me equivocaba: lo tenía. Naturalmente, a su edad cualquier cosa puede convertirse en un problema. Las almas de los jóvenes son de arcilla, y nosotros las moldeamos a nuestro antojo. Pero nunca se hallan a salvo de contradicciones, de dudas… Necesitan una educación vigorosa…
– Trámaco la tuvo.
– No me cabe la menor duda, pero era demasiado joven.
– Era un hombre.
– No, Etis: hubiera podido llegar a serlo, pero la Parca no le concedió tal oportunidad. Aún era un niño cuando murió.
Hubo un silencio. Heracles se atusó lentamente la plateada barba. Después dijo:
– Y quizás ése fue su problema: que nadie le dejó llegar a ser hombre.
– Comprendo -Etis lanzó un breve suspiro-. Habías de ese escultor… Menecmo. Sé todo lo que sucedió entre ellos, aunque, por fortuna, no me obligaron a asistir al juicio. Bien. Trámaco pudo elegir, y lo eligió a él. Es una cuestión de responsabilidad, ¿no?
– Puede ser -admitió Heracles.
– Además, estoy segura de que nunca tuvo miedo.
– ¿Tú crees? -Heracles alzó las cejas-. No sé. Quizá disimulaba su terror frente a ti, para que tú no sufrieras por su causa…
– ¿Qué quieres decir?
El no contestó. Siguió hablando sin mirar a Etis, como si divagara a solas.
– Aunque… ¿quién sabe? Puede que su terror no te resultara tan desconocido. Cuando Meragro murió, tuviste que soportar mucha soledad, ¿no es cierto? La onerosa carga de dos hijos sin educar, viviendo en una ciudad que os había cerrado las puertas, en esta oscura casa… Porque tu casa es muy oscura, Etis. Los esclavos dicen que en ella habitan los espectros… Me pregunto cuántos espectros habéis visto tus hijos y tú durante todos estos años… ¿Cuánta soledad es necesaria? ¿Cuánta oscuridad se precisa para que los seres se transformen?… En el pasado, todo era distinto…
Con inesperada suavidad, Etis lo interrumpió:
– Tú no recuerdas el pasado, Heracles.
– No de forma voluntaria, lo admito, pero te equivocas si crees que el pasado no ha significado nada para mí…
Bajó el tono de voz y prosiguió, con idéntica frialdad, como si razonara consigo mismo:
– El pasado tenía tus formas. Ahora lo sé, y puedo decírtelo. El pasado me sonreía con tu rostro de adolescente. Durante mucho tiempo, mi pasado fue tu sonrisa… Tampoco de forma voluntaria, es cierto, pero las cosas son como son, y quizá haya llegado el momento de admitirlas, de reconocerlas…, quiero decir, de reconocérmelas a mí mismo, aunque ni tú ni yo podamos hacer nada al respecto…
Hablaba en rápidos murmullos, con los ojos bajos, sin concederle una tregua al silencio.
– Pero ahora… ahora te contemplo y no logro saber qué queda de ese pasado en tu semblante… Y no creas que me importa. Ya te lo he dicho: las cosas son como los dioses quieren, de nada sirve lamentarse. Además, yo soy un hombre poco dado a emocionarme, ya lo sabes… Pero de repente he descubierto que no estoy a salvo de las emociones, aunque sean breves e infrecuentes… Y eso es todo.
Hizo una pausa y tragó saliva. Un levísimo fantasma de rubor teñía sus carnosas mejillas. «Se estará preguntando a qué ha venido esta declaración», pensó. Entonces, elevando un poco más la voz, continuó, en tono intrascendente:
– No obstante, me gustaría saber algo antes de marcharme… Es muy importante para mí, Etis. No se trata de nada relacionado con mi trabajo como Descifrador, te lo aseguro; es una cuestión puramente personal…
– ¿Qué es lo que quieres saber?
Heracles se llevó una mano a los labios como si de repente hubiese notado un fuerte dolor en la boca. Tras una pausa, aún sin mirar a Etis, dijo:
– Antes debo explicarte algo. Desde que comencé a investigar la muerte de Trámaco, un sueño espantoso ha estado inquietando mis noches: veía una mano aferrando un corazón recién arrancado y un soldado a lo lejos diciendo algo que no podía escuchar. Nunca le he dado mucha importancia a los sueños, pues siempre me han parecido absurdos, irracionales, opuestos a las leyes de la lógica, pero éste en concreto me ha hecho pensar que… En fin, debo reconocer que la Verdad, a veces, escoge extrañas formas de manifestarse. Porque este sueño me advertía de un pormenor que yo había olvidado, una nimiedad que, sin duda, mi mente se había negado a recordar durante todo este tiempo…
Se pasó la lengua por los resecos labios y prosiguió:
– La noche en que trajeron el cadáver de Trámaco, el capitán de la guardia fronteriza aseguró que sólo te había dicho que tu hijo había muerto, sin ofrecerte detalles… Ésas eran las palabras que pronunciaba, una y otra vez, el soldado de mi sueño: «Sólo le hemos dicho que su hijo ha muerto». Después, cuando te visité para darte el pésame, dijiste algo parecido a: «Los dioses sonrieron cuando arrancaron y devoraron el corazón de mi hijo». Ahora bien: a Trámaco, en efecto, le habían arrancado el corazón, Aschilos acababa de comprobarlo en el cadáver… Pero tú, Etis, ¿cómo lo sabías?
Por primera vez, Heracles alzó la vista hacia el inexpresivo rostro de la mujer. Prosiguió, sin ninguna clase de emoción, como si estuviese a punto de morir:
– Una simple frase, sin más… Sólo palabras. Razonablemente, no hay ningún motivo para pensar que signifiquen otra cosa que un lamento, una metáfora, una exageración del lenguaje… Pero no es mi razón: es el sueño. El sueño es lo que me dice que esa frase fue un error, ¿verdad?… Deseabas engañarme con tus falsos gritos de dolor, con tus imprecaciones contra los dioses, y cometiste un error. Y tu simple frase quedó guardada dentro de mí como una semilla, y germinó después en un sueño horrible… El sueño me decía la verdad, pero yo no lograba averiguar a quién pertenecía la mano que aferraba el corazón, esa mano que me hacía temblar y gemir todas las noches, esa mano tan delgada, Etis…
Por un instante su voz se quebró. Hizo una pausa. Volvió a bajar los ojos y dijo, con calma:
– Lo demás ha sido sencillo: tú afirmabas ser devota de los Sagrados Misterios, igual que tu hijo, y que Antiso, Eunío y Menecmo… igual que la esclava que intentó asesinarme esta noche… Pero esos Sagrados Misterios no son los de Eleusis, ¿no es cierto? -alzó rápidamente la mano, como si temiera una respuesta-. ¡Oh, me da igual, te lo juro! No deseo inmiscuirme en tus creencias religiosas… Ya te he dicho que sólo he venido a saber una cosa, y después me marcharé…
Contempló fijamente el rostro de la mujer. Con suavidad, casi con ternura, añadió:
– Dime, Etis, pues mi alma se angustia con esta duda… Si es cierto, tal como creo, que eres de ellos, dime… ¿Te limitaste a mirar, o acaso…? -volvió a alzar la mano con rapidez, como para indicarle que no debía contestar aún, pese a que ella no había hecho un solo gesto, no había movido los labios, ni parpadeado, ni dado a entender de ninguna otra forma que fuera a hablar. En tono de súplica añadió-: Por los dioses, Etis, respóndeme que no le hiciste daño a tu propio hijo… Si es preciso, miénteme, por favor. Dime: «No, Heracles, no participé». Tan sólo eso. No es difícil mentir con palabras. Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…
Hubo un breve silencio.
– No participé, Heracles, te lo aseguro… -afirmó Etis, conmovida-. Hubiera sido incapaz de hacerle daño a mi propio hijo.
Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada… [128]
[128] Lo siento, Heracles, amigo mío. ¿Qué puedo hacer para aliviarte? Necesitabas una frase, y yo, como traductor omnipotente, era capaz de ofrecértela… ¡Pero no debo hacerlo! El texto es sagrado, Heracles. Mi trabajo es sagrado. Tú me suplicas, me animas a prolongar la mentira… «Es muy fácil mentir con palabras», dices. Tienes razón, pero no puedo ayudarte… No soy escritor sino traductor… Es mi deber advertirle al paciente lector que la respuesta de Etis ha sido invención mía, y pido disculpas por ello. Retrocederé unas líneas y escribiré, ahora sí, la respuesta original del personaje. Lo siento, Heracles. Lo siento, lector.