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En los alrededores de la cueva, que se hallaba en una zona boscosa no muy lejos del Licabeto, uno de los soldados descubrió un grupo de caballos atados a los árboles y una gran carreta con mantos y víveres. Se sospechó, por tanto, que los sectarios no debían de estar muy lejos, y el capitán ordenó que se desenvainaran las espadas e hizo avanzar a sus hombres con cuidadosa prudencia hasta el reducto de la entrada. Heracles les había explicado lo que había sucedido y lo que podían esperar encontrar, así que a nadie sorprendió que el cuerpo de Crántor, mudo e inmóvil sobre un charco de sangre, permaneciera todavía tendido en la misma posición en que el Descifrador lo recordaba. Cerbero era una criatura arrugada y pacífica que gimoteaba a los pies de su amo.

Heracles no quiso saber si Crántor seguía vivo o no, así que no se acercó cuando los demás lo hicieron. El perro los amenazó con roncos gruñidos, pero los soldados se echaron a reír, e incluso agradecieron el inesperado recibimiento, ya que los rumores que habían oído sobre la secta mezclados con sus propias fantasías habían terminado por amedrentarlos, y la ridícula presencia de aquella deforme criatura contribuyó no poco a aliviar la tensión. Jugaron un rato con el can, burlándolo con amagos de golpes, hasta que una seca orden del capitán los hizo detenerse. Entonces lo degollaron sin mediar más palabras, al igual que ya habían hecho con Crántor, con quien, por cierto, había sucedido otra anécdota graciosa que después sería muy comentada en el regimiento: mientras sus compañeros se ocupaban del perro, uno de los soldados se había aproximado a Crántor y apoyado el filo de la espada en su robusto cuello; otro le preguntó:

– ¿Está vivo?

Y, al tiempo que lo degollaba, el soldado respondió:

– No.

Los demás, siguiendo a su capitán, se internaron en las profundidades de la caverna. Heracles iba con ellos. Más allá, el pasillo se ensanchaba hasta formar un recinto de notables dimensiones. El Descifrador hubo de reconocer que el lugar era ideal para celebrar cultos prohibidos, teniendo en cuenta la relativa angostura de la entrada exterior. Y era obvio que había sido utilizado recientemente: máscaras de arcilla y mantos negros se hallaban esparcidos por doquier; también armas y una considerable provisión de antorchas. Cosa curiosa, no se encontraron ni estatuas de dioses ni túmulos de piedra ni representación religiosa alguna. Sin embargo, este hecho no llamó la atención en aquel momento, pues otro mucho más evidente y asombroso atrajo las miradas de todos. El primero en descubrirlo -uno de los soldados de vanguardia- avisó al capitán con un grito, y los demás se detuvieron.

Parecían carnes colgadas en un comercio del ágora y destinadas al banquete de algún insaciable Creso. Se hallaban bañadas en oro puro debido al resplandor de las antorchas. Eran por lo menos una docena, hombres y mujeres desnudos y atados cabeza abajo por los tobillos a ganchos incrustados en las paredes de piedra. Invariablemente, todos mostraban los vientres abiertos y las entrañas colgando como burlonas lenguas o nudos de serpientes muertas. Bajo cada cuerpo distinguíase un grumoso cúmulo de ropas y sangre y una afilada espada corta. [139]

– ¡Les han sacado las vísceras! -exclamó un joven soldado, y la voz grave del eco repitió sus palabras con horror creciente.

– Han sido ellos mismos -dijo alguien a su espalda en tono mesurado-. Las heridas son de lado a lado y no de arriba abajo, lo cual indica que se abrieron el vientre mientras se hallaban colgados…

El soldado, que no estaba muy seguro de quién era el que había hablado, se volvió para contemplar, a la luz inestable de su antorcha, la figura obesa y fatigada del hombre que los había guiado hasta allí (cuya exacta identidad no conocía bien: ¿un filósofo quizá?), y que ahora, después de haber dicho aquello, como sin darle importancia a su propio razonamiento, se alejaba en dirección a los cuerpos mutilados.

– Pero ¿cómo han podido…? -murmuraba otro.

– Un grupo de locos -zanjó la cuestión el capitán.

Escucharon de nuevo la voz del hombre obeso (¿un filósofo?). Aunque su tono era débil, todos entendieron bien las palabras:

– ¿Por qué?

Se hallaba de pie bajo uno de los cadáveres: una mujer madura pero aún hermosa, de largo pelo negro, cuyos intestinos se derramaban sobre su pecho como los bordes plegados de un peplo. El hombre, que se hallaba a la misma altura que su cabeza (hubiera podido besarla en los labios, si tan aberrante idea hubiese cruzado por su mente), parecía muy afectado, y nadie quiso molestarlo. De modo que, mientras se dedicaban a la desagradable tarea de descolgar los cuerpos, varios soldados aún lo oyeron murmurar durante un tiempo, siempre junto a aquel cadáver y en un tono cada vez más perentorio:

– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…

Entonces, el Traductor dijo: [140]

Epílogo

Levanto, trémulo, la pluma del papiro, tras haber escrito las últimas palabras de mi obra. No puedo imaginarme qué opinará Platón -quien, con ansia similar a la mía, tanto ha esperado a que la concluyera- sobre ella. Quizá su luminoso semblante se distienda en una fina sonrisa durante algunos momentos de la lectura. En otros, bien lo sé, fruncirá el ceño. Es posible que me diga (me parece escuchar su mesurada voz): «Extraña creación, Filotexto; sobre todo, el doble tema que desarrollas: por una parte, la investigación de Heracles y Diágoras; por otra, este curioso personaje, el Traductor (no le otorgas ningún nombre), que, situado en un inexistente futuro, anota al margen sus hallazgos, dialoga con otros personajes y, por fin, es secuestrado por el loco Montalo… ¡Triste suerte la suya, pues ignoraba ser una criatura tan ficticia como las de la obra que traducía!». «Pero tú has imaginado muchas palabras en boca de tu maestro Sócrates», le diré yo. Y agregaré: «¿Qué destino es peor? ¿El de mi Traductor, que no ha existido nunca salvo en mi obra, o el de tu Sócrates, que, a pesar de su existencia, se ha convertido en una criatura tan literaria como la mía? Creo que es preferible condenar a un ser imaginario a la realidad que a uno real a lo ficticio».

Conociéndolo como lo conozco, sospecho que habrá más fruncimientos de ceño que sonrisas.

Sin embargo, no temo por éclass="underline" no es hombre que se deje impresionar. Sigue mirando, extasiado, hacia ese mundo intangible, lleno de belleza y de paz, de armonía y de palabras escritas, que constituye la tierra de las Ideas, y ofreciéndoselo a sus discípulos. En la Academia ya no se vive en la realidad sino en la cabeza de Platón. Maestros y alumnos son «traductores» encerrados en sus respectivas «cavernas» y dedicados a encontrar la Idea en sí. Yo he querido bromear con ellos un poco (perdonadme, no era mala mi intención), conmoverles, pero también alzar mi voz (de poeta, no de filósofo) para exclamar: «¡Dejad de buscar ideas ocultas, claves finales o sentidos últimos! ¡Dejad de leer y vivid! ¡Salid del texto! ¿Qué veis? ¿Sólo tinieblas? ¡No busquéis más!». No creo que me hagan caso: seguirán, afanosos y diminutos como letras del alfabeto, obsesionados por encontrar la Verdad a través de la palabra y el diálogo. ¡Zeus sabe cuántos textos, cuántas imaginarias teorías redactadas con pluma y tinta gobernarán la vida de los hombres en el futuro y cambiarán tontamente el curso de los tiempos!… Pero me atendré a las palabras finales de Jenofonte en su reciente estudio histórico: «Por mi parte, hasta aquí mi labor. De lo que venga ahora, en cualquier caso, que se ocupe otro».

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[139] El macabro hallazgo de los cuerpos de los sectarios reproduce, en eidesis, el árbol de las «Manzanas de las Hespérides», colgadas y «bañadas en oro», como imagen final. (N. del T.)

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[140] -¡El texto está incompleto!

– ¿Por qué lo dices? -pregunta Montalo.

– Porque termina con esta frase: «Entonces, el Traductor dijo»…

– No -replica Móntalo. Me mira de forma extraña-. El texto no está incompleto.

– ¿Quieres decir que hay más páginas ocultas en otra parte?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Aquí -responde, encogiéndose de hombros.

Mi desconcierto parece divertirle. Entonces pregunta bruscamente:

– ¿Ya has hallado la clave de la obra?

Pienso durante un instante y murmuro, titubeando:

– ¿Quizás es el poema?…

– ¿Y qué significa el poema?

Tras una pausa, respondo:

– Que la verdad no puede ser razonada… O que es difícil encontrar la verdad…

Montalo parece decepcionado.

– Ya sabemos que es difícil encontrar la Verdad -comenta-. Esta conclusión no puede ser la Verdad… porque, en tal caso, la Verdad no sería nada. Y tiene que haber algo, ¿no? Dime: ¿cuál es la idea final, la clave del texto?

– ¡No lo sé! -grito.

Le veo sonreír, pero su sonrisa es amarga.

– Quizá la clave sea tu propio enfado, ¿no? -dice-, esta ira que ahora sientes contra mí… o el placer que experimentaste cuando imaginabas retozar con la hetaira… o el hambre que padecías cuando yo me retrasaba con la comida… o la lentitud de tus intestinos… Puede que sean ésas las únicas claves. ¿Para qué buscarlas en el texto? ¡Están en nuestros propios cuerpos!

– ¡Deja de jugar conmigo! -replico-. ¡Quiero saber qué relación existe entre esta obra y el poema de mi padre!

Montalo adopta una expresión seria y recita, como si leyera, en tono fatigado:

– Ya te dije que el poema es de Filotexto de Quersoneso, escritor tracio que vivió en Atenas durante sus años de madurez y frecuentó la Academia de Platón. Basándose en su propio poema, Filotexto compuso las imágenes eidéticas de La caverna de las ideas. Ambas obras se inspiraron en sucesos reales ocurridos en Atenas durante aquella época, particularmente el suicidio colectivo de los miembros de una secta muy similar a la que se describe aquí. Este último acontecimiento influyó mucho en Filotexto, que veía en tales ejemplos una prueba de que Platón se equivocaba: los hombres no escogemos lo más malo por ignorancia sino por impulso, por algo desconocido que yace en cada uno de nosotros y que no puede ser razonado ni explicado con palabras…

– ¡Pero la historia le ha dado la razón a Platón! -exclamo con energía-. Los hombres de nuestra época son idealistas y se dedican a pensar y a leer y descifrar textos… Muchos somos filósofos o traductores… Creemos firmemente en la existencia de Ideas que no percibimos con los sentidos… Los mejores de nosotros gobiernan las ciudades… Mujeres y hombres trabajan por igual en las mismas cosas y tienen los mismos derechos. El mundo se halla en paz. La violencia se ha extinguido por completo y…

La expresión de Montalo me pone nervioso. Interrumpo mi emocionada declaración y le pregunto:

– ¿Qué ocurre?

Lanzando un profundo suspiro, con los ojos enrojecidos y húmedos, replica:

– Ésa es una de las cosas que se propuso demostrar Filotexto con su obra, hijo: el mundo que estás describiendo… el mundo en que vivimos… nuestro mundo… no existe. Y, probablemente, no existirá jamás -y, en tono sombrío, añade-: El único mundo que existe es el de la obra que has traducido: la Atenas de posguerra, esa ciudad repleta de locuras, éxtasis y monstruos irracionales. Ése es el mundo real, no el nuestro. Por tal motivo te advertí que La caverna de las ideas afectaba a la existencia del universo…

Le observo. Parece estar hablando en serio, pero sonríe.

– ¡Ahora sí que creo que estás completamente loco! -le digo.

– No, hijo. Haz memoria.

Y de repente su sonrisa se vuelve bondadosa, como si ambos compartiéramos la misma desgracia. Dice:

– ¿Recuerdas, en el capítulo séptimo, la apuesta entre Filotexto y Platón?

– Sí. Platón afirmaba que no podría escribirse jamás un libro que contuviera los cinco elementos de sabiduría. Pero Filotexto no estaba tan convencido…

– Eso es. Pues bien: La caverna de las ideas es el resultado de la apuesta entre Filotexto y Platón. A Filotexto la empresa le parecía muy difíciclass="underline" ¿cómo crear una obra que incluyera los cinco elementos platónicos de sabiduría?… Los dos primeros eran sencillos, si recuerdas: el nombre es el nombre de las cosas, simplemente, y la definición, las frases que decimos acerca de ellas. Ambos elementos figuran en un texto normal. Pero el tercero, las imágenes, ya representaba un problema: ¿cómo crear imágenes que no fueran simples definiciones, formas de seres y cosas más allá de las palabras escritas? Entonces, Filotexto inventó la eidesis…

– ¿Qué? -lo interrumpo, incrédulo-. ¿«Inventó»?

Montalo asiente con gravedad.

– La eidesis es una invención de Filotexto: gracias a ella, las imágenes alcanzaban soltura, independencia… no se vinculaban a lo que estaba escrito sino a la fantasía del lector… ¡Un capítulo, por ejemplo, podía contener la figura de un león, o de una muchacha con un lirio!…

Sonrío ante la ridiculez que estoy oyendo.

– Sabes tan bien como yo -replico- que la eidesis es una técnica literaria empleada por algunos escritores griegos…

– ¡No! -me interrumpe Montalo, impaciente-. ¡Es una simple invención exclusiva de esta obra! ¡Déjame seguir y lo entenderás todo!… El tercer elemento, pues, quedaba resuelto… Pero aún faltaban los más difíciles… ¿Cómo lograr el cuarto, que era la discusión intelectual? Evidentemente, se necesitaba una voz fuera del texto, una voz que discutiese lo que el lector iba leyendo… un personaje que contemplara desde la distancia los sucesos de la trama… Este personaje no podía estar solo, ya que el elemento exigía cierto grado de diálogo… De modo que se hacía imprescindible la existencia de, al menos, dos caracteres fuera de la obra… Pero ¿quiénes serían éstos, y con qué excusa se presentarían al lector?…

Montalo hace una pausa y enarca las cejas con expresión divertida. Prosigue:

– La solución se la dio a Filotexto su propio poema, la estrofa del traductor «encerrado por un loco»: añadir varios traductores ficticios sería el medio más adecuado para conseguir el cuarto elemento… Uno de ellos «traduciría» la obra, comentándola con notas marginales, y los demás se relacionarían con él de una u otra forma… Con este truco, nuestro escritor logró introducir el cuarto elemento. ¡Pero quedaba el quinto, el más difíciclass="underline" la Idea en sí!…

Montalo hace una breve pausa y emite una risita. Añade:

– La Idea en sí es la clave que hemos estado buscando en vano desde el principio. Filotexto no cree en su existencia, y por eso no la hemos encontrado… Pero, a fin de cuentas, también está incluida: en nuestra búsqueda, en nuestro deseo de hallarla… -y tras ampliar su sonrisa, concluye-: Filotexto, pues, ha ganado la apuesta.

Cuando Montalo termina de hablar, murmuro, incrédulo:

– Estás completamente loco…

El inexpresivo rostro de Montalo palidece cada vez más.

– En efecto: lo estoy -admite-. Pero ahora sé por qué jugué contigo y después te secuestré y te encerré aquí. En realidad, lo supe cuando me dijiste que el poema en que se basa esta obra era de tu padre… Porque yo también estoy seguro de que ese poema lo escribió mi padre…, que era escritor, como el tuyo.

Me quedo sin saber qué decir. Montalo prosigue, cada vez más angustiado:

– Formamos parte de las imágenes de la obra, ¿no lo ves? Yo soy el loco que te ha encerrado, como dice el poema, y tú el traductor. Y el padre de ambos, el hombre que nos ha engendrado a ti y a mí, y a todos los personajes de La caverna, se llama Filotexto de Quersoneso.

Un escalofrío recorre mi cuerpo. Contemplo la oscuridad de la celda, la mesa con los papiros, la lámpara, el pálido semblante de Montalo. Murmuro:

– Es mentira… Yo… yo tengo mi propia vida… ¡Tengo amigos!… Conozco a una muchacha llamada Helena… Yo no soy un personaje… ¡Yo estoy vivo!…

Y de repente su rostro se contrae en una absurda mueca de rabia.

– ¡Necio! ¿Aún no comprendes?… ¡Helena… Elio… tú… yo…! ¡¡Todos hemos sido el CUARTO ELEMENTO!!

Aturdido, furioso, me abalanzo sobre Montalo. Intento golpearlo para poder escapar, pero lo único que consigo es arrancarle el rostro. Su rostro es otra máscara. Detrás, sin embargo, no hay nada: oscuridad. Sus ropas, fláccidas, caen al suelo. La mesa en la que he estado trabajando desaparece, así como la cama y la silla. Después se esfuman las paredes de la celda. Quedo sumido en las tinieblas.

– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?… -pregunto.

El espacio destinado a mis palabras se acorta. Me vuelvo tan marginal como mis notas.

El autor decide finalizarme aquí.