Enfrentaron las múltiples cabezas del aspecto económico y llegaron a un acuerdo. Entonces Heracles indicó que comenzaría su investigación al día siguiente: iría al Píreo e intentaría encontrar a la hetaira con la que Trámaco se relacionaba.
– ¿Puedo ir contigo? -lo interrumpió Diágoras.
Y, mientras el Descifrador lo observaba con expresión de asombro, Diágoras añadió:
– Ya sé que no es necesario, pero me gustaría. Quiero colaborar. Será una forma de saber que aún puedo ayudar a Trámaco. Prometo hacer lo que me ordenes.
Heracles Póntor se encogió de hombros y dijo, sonriente:
– Bien, considerando que el dinero es tuyo, Diágoras, supongo que tienes todo el derecho del mundo a ser contratado…
Y, en aquel instante, las múltiples serpientes enroscadas bajo sus pies levantaron sus escamosas cabezas y escupieron la untuosa lengua, llenas de rabia [10].
III [11]
Parece adecuado que detengamos un instante el veloz curso de esta historia para decir algunas rápidas palabras acerca de sus principales protagonistas: Heracles, hijo de Frínico, del demo de Póntor, y Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes creían ser ellos? ¿Quiénes creían los demás que eran?
Acerca de Heracles, diremos que [12]
Acerca de Diágoras [13]
Y, una vez bien enterado el lector de estos pormenores concernientes a la vida de nuestros protagonistas, reanudamos el relato sin pérdida de tiempo con la narración de lo sucedido en la ciudad portuaria del Pireo, donde Heracles y Diágoras acudieron en busca de la hetaira llamada Yasintra.
La buscaron por las angostas callejuelas por las que viajaba, veloz, el olor del mar; en los oscuros vanos de las puertas abiertas; aquí y allá, entre los pequeños cúmulos de mujeres silenciosas que sonreían cuando ellos se acercaban y, sin transición, se enseriaban al ser interrogadas; arriba y abajo, por las pendientes y las cuestas que se hundían al borde del océano; en las esquinas donde una sombra -mujer u hombre- aguardaba silenciosa. Preguntaron por ella a las ancianas que aún se pintaban, cuyos rostros de bronce, inexpresivos, cubiertos de albayalde, parecían tan antiguos como las casas; depositaron óbolos en manos temblorosas y agrietadas como papiros; escucharon el tintineo de las ajorcas doradas cuando los brazos se alzaban para señalar una dirección o un nombre: pregunta a Kopsias, Melita lo sabe, quizás en casa de Talia, Anfítrite la busca también; Eo ha vivido más en este barrio, Clito las conoce mejor, yo no soy Talia sino Meropis. Y mientras tanto, los ojos, bajo párpados sobrecargados de tinturas, siempre entrecerrados, siempre veloces, móviles en sus tronos de pestañas negras y dibujos de azafrán o marfil o rojizo oro, los ojos de las mujeres, siempre rápidos, como si sólo en las miradas las mujeres fueran libres, como si sólo reinaran tras el negror de las pupilas que destellaban de… ¿burla?, ¿pasión?, ¿odio?, mientras sus labios quietos, las facciones endurecidas y la brevedad de las respuestas ocultaban sus pensamientos; sólo los ojos fugaces, penetrantes, terribles.
La tarde se agotaba sin pausas sobre los dos hombres. Por fin, Diágoras, frotándose los brazos bajo el manto con gestos veloces, decidió hablar:
– Pronto llegará la noche. El día ha transcurrido muy rápido. Y aún no la hemos encontrado… Hemos preguntado, por lo menos, a veinte de ellas, y sólo hemos recibido indicaciones confusas. Creo que intentan ocultarla, o engañarnos.
Siguieron avanzando por la estrecha calle en pendiente. Más allá de los tejados, el ocaso púrpura revelaba el final del mar. La multitud y el frenético ritmo del puerto del Pireo quedaban atrás, también los lugares más frecuentados por aquellos que buscaban placer o diversión: ahora se hallaban en el barrio donde ellas vivían, un bosque de veredas de piedra y árboles de adobe donde la oscuridad llegaba antes y la Noche se alzaba prematura; una soledad habitada, oculta, repleta de ojos invisibles.
– Al menos, tu conversación resulta distraída -dijo Diágoras sin molestarse en disimular su irritación. Le parecía que llevaba horas hablando solo; su compañero se limitaba a caminar, gruñir y, de vez en cuando, dar buena cuenta de uno de los higos de su alforja-. Me encanta tu facilidad para el diálogo, por Zeus… -se detuvo y volvió la cabeza, pero sólo el eco de sus pasos les seguía-. Estas callejuelas repugnantes, atiborradas de basura y mal olor… ¿Dónde está la ciudad «bien construida», como define todo el mundo al Pireo? ¿Es éste el famoso trazado «geométrico» de las calles que, según dicen, elaboró Hipódamo de Mileto? ¡Por Hera, que ni siquiera veo inspectores de los barrios, astínomos, esclavos o soldados, como en Atenas! No me parece estar entre griegos sino en un mundo bárbaro… Además, no es sólo mi impresión: este sitio es peligroso, puedo olfatear el peligro igual que el olor del mar. Claro que, gracias a tu animada charla, me siento más tranquilo. Tu conversación me consuela, me hace olvidar por dónde voy…
– No me pagas para que hable, Diágoras -dijo Heracles con suprema indiferencia.
– ¡Gracias a Apolo, oigo tu voz! -ironizó el filósofo-. ¡Pigmalión no se asombró tanto cuando Galatea le habló! Mañana sacrificaré una cabritilla en honor de…
– Calla -lo interrumpió el Descifrador con rapidez-. Ésa es la casa que nos han dicho…
Un agrietado muro gris se alzaba con dificultad a un lado de la calle; frente al hueco de la puerta reuníase un cónclave de sombras.
– Querrás decir la séptima -protestó Diágoras-: Ya he preguntado en vano en otras seis casas anteriores.
– Pues, teniendo en cuenta tu creciente experiencia, no creo que te resulte difícil interrogar ahora a estas mujeres…
Los oscuros chales que ocultaban los rostros se transformaron velozmente en miradas y sonrisas cuando Diágoras se acercó.
– Perdonadnos. Mi amigo y yo buscamos a la bailarina llamada Yasintra. Nos han dicho…
Igual que la rama tronchada que el cazador pisa por descuido alarma a la presa que, fugacísima, huye del calvero para buscar la seguridad de la espesura, así las palabras de Diágoras provocaron una inesperada reacción en el grupo: una de las muchachas se alejó corriendo calle abajo con celeridad mientras las demás, apresuradas, se introducían en la casa.
– ¡Espera! -gritó Diágoras a la sombra que huía-. ¿Ésa es Yasintra? -preguntó a las otras mujeres-. ¡Esperad, por Zeus, sólo queremos…!
La puerta se cerró con precipitación. La calle ya estaba vacía. Heracles continuó su camino sin apresurarse y Diágoras, muy a pesar suyo, lo siguió. Un instante después, dijo:
– ¿Y ahora? ¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Por qué seguimos caminando? Se ha marchado. Ha huido. ¿Es que piensas alcanzarla a este paso? -Heracles gruñó y extrajo con calma otro higo de la alforja. En el colmo de la exasperación, el filósofo se detuvo y le dirigió vivaces palabras-: ¡Escucha de una vez! Hemos buscado a esa hetaira durante todo el día por las calles del puerto y del interior, en las casas de peor fama, en el barrio alto y en el bajo, aquí y allá, apresuradamente, confiando en la palabra mendaz de las almas mediocres, los espíritus incultos, las soeces alcahuetas, las mujeres malvadas… Y ahora que, al parecer, Zeus nos había permitido encontrarla ¡vuelve a perderse! ¡Y tú sigues caminando sin prisas, como un perro satisfecho, mientras…!
– Cálmate, Diágoras. ¿Quieres un higo? Te dará fuerzas para…
– ¡Déjame en paz con tus higos! ¡Quiero saber por qué continuamos caminando! Creo que deberíamos intentar hablar con las mujeres que entraron en la casa y…
– No: la mujer que buscamos es la que ha huido -dijo tranquilamente el Descifrador.
– ¿Y por qué no corremos tras ella?
– Porque estamos muy cansados. Al menos, yo lo estoy. ¿Tú no?
– Si es así -Diágoras se irritaba cada vez más-, ¿por qué continuamos caminando?
Heracles, sin detenerse, se permitió un breve silencio mientras masticaba.
– En ocasiones, el cansancio se quita con cansancio -dijo-. De esta forma, tras muchos cansancios seguidos nos volvemos incansables.
Diágoras lo vio alejarse al mismo ritmo, calle abajo, y, a regañadientes, se unió a él.
– ¡Y todavía te atreves a decir que no te gusta la filosofía! -resopló.
Caminaron durante un trecho en el silencio de la Noche cercana. La calle por la que había huido la mujer proseguía sin interrupciones entre dos filas de casas ruinosas. Muy pronto, la oscuridad sería absoluta, y ni siquiera las casas podrían vislumbrarse.
[10] ¡Seguro que estas líneas finales han sorprendido al lector tanto como a mí! Debemos excluir, por supuesto, la posibilidad de una complicada metáfora, pero tampoco podemos caer en un exacerbado realismo: pensar que «múltiples serpientes enroscadas» anidaban en el suelo de la habitación de Heracles, y que, por tanto, todo el diálogo previo entre Diágoras y el Descifrador de Enigmas se ha desarrollado en «un lugar repleto de ofidios que se deslizan con fría lentitud por los brazos o las piernas de los protagonistas mientras éstos, inadvertidamente, siguen hablando», como opina Móntalo, es llevar las cosas demasiado lejos (la explicación que aduce este ilustre experto en literatura griega es absurda: «¿Por qué no van a existir serpientes en la habitación si el autor
– «Humedad fría», «untuosidad», movimientos «sinuosos» y «reptantes»… Puede estar hablando de una serpiente, ¿no? -sugirió Elio-. Primer capítulo, león. Segundo capítulo, serpiente.
– Pero ¿y «cabeza»? -objeté-. ¿Por qué tantas «cabezas múltiples»? -Elio se encogió de hombros, devolviéndome la pregunta. Le mostré, entonces, la estatuilla que me había traído de casa-. Helena y yo creemos haberlo descubierto. ¿Ves? Ésta es la figura de la Hidra, el legendario monstruo de múltiples cabezas de serpiente que, al ser cortadas, se reproducían… De ahí también la insistencia en describir la «decapitación» de los higos…
– Pero hay más -intervino Helena-: Derrotar a la Hidra de Lerna fue el segundo de los Trabajos que realizó Hércules, el héroe de gran parte de las leyendas griegas…
– ¿Y qué? -dijo Elio.
Tomé la palabra, entusiasmado.
–
– Y la del segundo, la Hidra -concluyó Elio con rapidez-. Todo concuerda, en efecto… Al menos, por ahora.
– ¿Por ahora? -me irritó un poco aquella coletilla-. ¿A qué te refieres?
Elio sonrió con calma.
– Estoy de acuerdo con vuestras conclusiones -explicó-, pero los libros eidéticos son traicioneros: tened en cuenta que se trata de trabajar con objetos completamente imaginarios, ni siquiera con palabras sino con… ideas. Con imágenes destiladas. ¿Cómo podemos estar seguros de la clave final que tenía en mente el autor?
– Muy sencillo -repuse-: Todo consiste en probar nuestra teoría. El tercer Trabajo, según la mayoría de las tradiciones, fue capturar al Jabalí de Erimanto: si la imagen oculta del tercer capítulo se parece a un jabalí, nuestra teoría recibirá una prueba más…
– Y así hasta el final -dijo Helena, muy tranquila. -Tengo otra objeción -Elio se rascó la calva-: En la época en la que fue escrita esta obra, los Trabajos de Hércules no eran ningún secreto. ¿Por qué usar la eidesis para ocultarlos? Se hizo el silencio.
– Una buena objeción -admitió Helena-. Pero supongamos que el autor ha elaborado una eidesis de la eidesis, y que los Trabajos de Hércules ocultan, a su vez, otra imagen…
– ¿Y así hasta el infinito? -la interrumpió Elio-. No podríamos conocer entonces la idea original. Debemos detenernos en algún sitio. Según ese punto de vista, Helena, cualquier cosa escrita puede remitir al lector a una imagen que, a su vez, puede remitir a otra, y a otra… ¡Sería imposible leer!
Ambos me miraron aguardando mi opinión. Reconocí que yo tampoco lo comprendía.
– La edición del texto original es de Móntalo -dije-, pero, inconcebiblemente, no parece haber notado nada. Le he escrito una carta. Quizá su opinión nos resulte útil…
– ¿Montalo, has dicho? -Elio enarcó las cejas-. Vaya, me temo que has perdido el tiempo… ¿Acaso no lo sabías? Fue noticia en todas partes… Montalo murió el año pasado… ¿Tú tampoco lo sabías, Helena?
– No -reconoció Helena, y me dedicó una mirada compasiva-. Vaya casualidad.
– Desde luego -asintió Elio, y se volvió hacia mí-: Y como la única edición del original era la suya y la única traducción hasta el momento es la tuya, parece que el descubrimiento de la clave final de
– Vaya responsabilidad -bromeó Helena.
Me quedé sin saber qué decir. Y aún le sigo dando vueltas al tema.
[11] «Rapidez, descuido. Las palabras fluyen aquí sobre el cauce de una caligrafía irregular, a veces incomprensible, como si al copista le hubiese faltado tiempo para acabar el capítulo», comenta Montalo acerca del texto original. Por mi parte, permanezco ojo avizor para «capturar» a mi Jabalí entre las frases. Inicio la traducción del tercer capítulo.
[12] «Siguen cinco líneas indescifrables», asegura Montalo. Al parecer, la caligrafía en este punto es desastrosa. Se adivinan, a duras penas (siempre según Montalo), cuatro palabras en todo el párrafo: «enigmas», «vivió», «esposa» y «gordo». El editor del texto original añade, no sin cierta ironía: «El lector deberá intentar reconstruir los datos biográficos de Heracles a partir de estas cuatro palabras, lo cual parece, al mismo tiempo, enormemente fácil y muy difícil».