La caída fue larga, a través de un conducto curvo que los expulsó hasta una cámara abovedada de cientos de metros. El techo rocoso estaba tachonado de poderosos solsimuladores que iluminaban todo el lugar. Éste se hallaba abarrotado. Los tres hombres de Seguridad contemplaron un enjambre de casillas, corredores, particiones, tiendas y vientos. Delgadas columnas de apoyo se alzaban del suelo al techo a intervalos de treinta metros. Sus pilares de acero sostenían plataformas múltiples, muchas de ellas abiertas por un lado, con escaleras de cuerda que colgaban hasta abajo. El suelo de la cámara no era de roca, sino de rica tierra negra. Habían plantado flores brillantes por todas partes, y éstas crecían profusamente a lo largo de los caminos zigzagueantes y adornaban cada pared y columna.
—La Corte Imperial de Bozzie —dijo Tatty—. Le gustan las flores. Quedaos junto a Rey ahora. Si os perdéis, no sé cómo encontraríais el camino de vuelta.
La población humana de los Gallimaufries era tan numerosa como las plantas, y no menos pintoresca. Por todas partes se veían brillantes chaquetas y túnicas de color azafrán, púrpura y escarlata, rematadas con lentejuelas brillantes y rayas azules, plata y oro. Las ropas estaban todas ellas sucias, y el olor era espantoso. La ropa de Rey Bester, llamativa y harapienta cuando la vieron por primera vez, parecía ahora limpia, modesta y conservadora.
Y entonces la primera impresión de los Gallimaufries se desvaneció y emergió un segundo elemento, un contrapunto más tranquilo al vivido rugido. Eran las ropas brillantes y el movimiento continuo las que llamaban la atención del visitante, pero entremezcladas con éstas, casi invisibles entre ellas, había otras gentes. Como los lirios entre las orquídeas, se sentaban en grupos en los bancos situados a los lados, o caminaban lentamente por los corredores. Su quietud y silencio los confundían con el paisaje. Sus ropas eran simples, túnicas monocromas grises o blancas.
—Comunes —dijo Tatty, siguiendo la mirada de Luther Brachis, que contemplaba a tres mujeres, cada una vestida con una simple túnica blanca—. Ésta es la materia prima para vuestros grupos de persecución. Bozzie tiene derechos de contrato casi con todo el mundo que va vestido de gris y blanco. No pueden decir que no. Quedaos aquí y echad un vistazo..., incluso haced alguna oferta si veis lo que necesitáis. Algunos puede que quieran salir de aquí, sin que les importe lo mal que suene vuestro ofrecimiento. Iré a buscar a Bozzie y os lo traeré.
Se agachó para pasar bajo uno de los vientos, rodeó la tienda y se encaminó hacia el extremo de la cámara. Su altura les permitió seguir su avance durante los primeros treinta metros. Después se perdió en la maraña de personas y edificios.
Brachis se volvió hacia Esro Mondrian.
—¿Dispuesto a rectificar ahora? —preguntó—. Si no, estoy dispuesto a seguir adelante con esa apuesta. Te lo repito, nada, bueno ha salido de Mundo Loco en trescientos años. Los terrestres son unos perdedores. Son demasiado decadentes y faltos de coraje para hacer nada. Nunca serán aceptados como miembros de los equipos perseguidores, no importa cuánto los entrenes.
Su tono era suave, pero algo en él hizo que los labios de Esro Mondrian se volvieran blancos.
—Haré la apuesta. Di tus términos.
Brachis mostraba una irritante sonrisa.
—De acuerdo. Vamos a ponértelo fácil. Selecciona el par de candidatos que quieras aquí. Hoy, si es posible. Entrénalos de la forma que se te antoje. Y dispondrás de un tiempo razonable —¿digamos dos años?— para llevarlos al punto en que sean aceptables para ser miembros de los equipos perseguidores del Grupo Estelar. Hazlo y habrás ganado.
Mondrian guardó silencio.
—¿Y qué nos jugamos? —dijo por fin.
—¿Qué te parece mi sistema personal de seguimiento contra el tuyo? No me hagas creer que no lo tienes. Llevas dos años sabiendo adonde viaja mi gente, igual que nosotros hemos seguido a los tuyos.
—Aceptado —dijo Mondrian. Inspiró profundamente—. Seleccionaré a dos personas. Aquí, hoy. Y cuando su entrenamiento se haya completado, te aseguro que los dos formarán parte de los grupos perseguidores. —Se volvió hacia Flammarion y Bester—. Sois testigos. Aquí está mi mano.
Brachis estrechó la mano de Mondrian sólo durante un segundo y la soltó inmediatamente. Se volvió para mirar al grupo que se había formado a su alrededor y fingió taparse la nariz con los dedos.
—Ahí los tienes. Elige. Uniformes blancos o grises, ha dicho la princesa Tatiana. Me alegra de que seas tú quien tenga que entrenarlos, porque no creo que yo pudiera soportar el olor.
Los que iban vestidos con colores brillantes eran todos enérgicos y extravagantes. Por contraste, los comunes parecían anónimos y sometidos. Un grupo de tres pasó junto a ellos, llevando de una cadena una bestia de extraño aspecto. Su hocico estaba tapado y tenía la frente gacha, pero el animal miraba en derredor con los ojos chispeantes y mostraba más interés en la escena que sus cuidadores. Se detuvo junto a Flammarion y lo olisqueó, intrigado. Flammarion se horrorizó.
—No hay peligro —dijo Rey Bester cuando Kubo Flammarion parecía ya dispuesto a salir corriendo hacía la multitud—. Es bastante inofensivo. Se ven cosas así cada dos por tres.
—¿Qué es lo que es? —preguntó Flammarion. La criatura alzó la cabeza hacia él, abrió la boca llena de dientes puntiagudos y le ofreció una afilada sonrisa.
Bester se encogió de hombros e hizo chasquear los dedos.
—No tiene nombre. Es sólo un Artefacto, creado en un laboratorio Aguja. ¿Te gustaría visitar uno? Puedo prepararlo fácilmente.
Aunque Flammarion sacudió la cabeza, Bester era un vendedor demasiado experimentado para no advertir el repentino interés que este comentario había despertado en Luther Brachis. Pero fue interrumpido antes de que pudiera continuar hablando. Un joven llegó corriendo. Tenía unos veinte años, y llevaba en la mano un ramillete de flores. Una muchachita le seguía de cerca, risueña.
—¡Eso no está bien, Chan! —gritó— ¡No está bien! Es robar. Devuélvelo.
El hombre se detuvo junto a Mondrian, agitando las flores ante ella. La muchacha era pequeña, delgada, de piel aceitunada y moderadamente atractiva, pero él era todo un Adonis: pelo dorado, alto, con una estructura física ágil, estatuaria. Si se desenvolvía entre aristócratas, su cara y aspecto le señalaban como un emperador. Tanto el hombre como la mujer iban vestidos con las sencillas túnicas blancas de los comunes.
Sin molestarse por la apariencia de los hombres de Seguridad y sus uniformes oscuros, el muchacho se escondió tras ellos intentando escapar. Mondrian le miró inquisitivamente y lo agarró por el brazo. El joven le devolvió la mirada, con la boca abierta. La mujer le alcanzó y agarró a su vez a Mondrian. Varios cortesanos se pararon para observar lo que pasaba.
—Vosotros —Mondrian se adelantó, sin soltar la presa—. Los dos. ¿Estáis bajo contrato?
El hombre continuó mirándole impasible, pero la mujer se colocó entre él y Mondrian.
—¿Qué es lo que quiere? Suéltelo.
—Podría tener algo para vosotros. Dejadme hablar con Bozzie. Os haré una buena oferta.
—¡Chan! —gritó la mujer, liberándose—. ¡Sígueme! ¡Ahora! Se zambulló en la multitud. El joven miró sorprendido a Mondrian y la siguió. En un par de segundos, se alejaron una veintena de metros, encaminándose hacia el refugio de una arcada cubierta.
—¡Esos dos! —gritó Mondrian—, ¡Deténganlos!
Nadie se movió. Flammarion empezó a perseguirlos, aunque se movían a una velocidad que él no conseguía desde hacía un cuarto de siglo. La pareja estaba ya a punto de alcanzar la arcada cuando Luther Brachis actuó. Sacó de un bolsillo de su cintura un cilindro del tamaño de un puño y les apuntó.