—Gracias, Kubo. Sé que puedo confiar en usted. Una cosa más. Tenga preparado en Horus todo lo necesario para que se establezca allí quien vaya a trabajar con Dalton.
—Sí, señor. ¿Quién será, señor?
—No se preocupe por eso. Seguro que encontraré a alguien.
—Sí, señor. Pero...
Mondrian estaba ya a punto de cortar la conexión.
—¿Qué más, Kubo?
—Las habitaciones... ¿serán para un hombre o una mujer?
Mondrian guardó unos segundos de silencio.
—Asuma que será una mujer —dijo suavemente.
Desconectó y volvió silenciosamente a la habitación.
Tatiana aún dormía. Mondrian se colocó a su lado y empezó a acariciarla lentamente. Ella le atrajo hacia sí medio despierta, y murmuró, complacida por lo que él hacía.
Hicieron el amor largo rato, suavemente y en total oscuridad. Después, ella permaneció abrazada a él.
—Ha sido diferente —le susurró al oído—. Normalmente, te marchas al terminar, pero esta vez te has quedado conmigo. Esro, fue maravilloso.
—Fue fantástico. Tatiana, te quiero mucho. Sé que me has dicho que no te haga las mismas viejas promesas, y no lo haré. Pero te haré una nueva. Princesa, necesito tu ayuda. Hay un trabajo importante por hacer. Es fuera de la Tierra y puede exigir tiempo, pero necesito a alguien en quien pueda confiar plenamente. Si accedes a ayudarme, te prometo que saldremos de la Tierra... juntos.
—¿Hablas en serio, Esro? Quiero decir, después de tanto tiempo vas y me pides que me marche contigo, así? Apenas puedo creerlo.
—Hablo en serio. Nos iremos... si tú quieres.
Ella empezó a abrazarlo de nuevo, con todas sus fuerzas.
—¡Claro que quiero!
—Piénsatelo. No creo que pudieras conseguir Paradox fácilmente una vez estuvieras fuera de la Tierra. Ésa es una de las prohibiciones más fuertes de la Cuarentena.
Ella se calló y se pasó la lengua por los labios. Había miedo y hambre en sus ojos marrones.
—Me da igual —dijo por fin. Se rió nerviosa—. Me está matando, de todas formas; hace años que lo sé. ¿Cuándo nos iremos?
—Muy pronto. Necesito obtener un permiso especial de Cuarentena y un visado de salida, pero Flammarion puede empezar a trabajar en eso por la mañana. Espero marcharme de la Tierra dentro de tres o cuatro días. ¿Estarás dispuesta?
Tatty se echó a llorar.
—¿Dispuesta? ¿Dispuesta.? Esro, si quieres, estaré dispuesta dentro de un minuto. Ahora mismo.
Afortunadamente, ella no podía verle la cara.
6
EN EL CENTRO DE CONFINAMIENTO DE HORUS
Los asteroides del Grupo Egipcio son una anomalía en el sistema solar. Las órbitas de los miembros que lo componen comparten una inclinación común y una distancia de su perihelio de unos trescientos millones de kilómetros, por lo que dan la idea de que son en efecto un grupo, aunque bastante disperso en el espacio. También comparten el hecho de que son los cuerpos silícicos más pequeños del sistema solar. Y sin embargo cada uno de ellos resulta anómalo. En lugar de moverse en su órbita como planetoides bien educados, su plano orbital común está inclinado en un ángulo de casi cincuenta y nueve grados.
Los datos físicos del Grupo Egipcio se citan en el Apéndice de las Efemérides Generales del Sistema Solar: una medida de su importancia en el gran esquema de las cosas. Pero incluso dentro de un grupo menor existe un orden natural. Horus, de veinte kilómetros de largo, es un asteroide bajo en ese orden, un espécimen poco distinguido. No es más que una roca puntiaguda que carece de atmósfera, forma regular, minerales útiles y órbita fácilmente accesible, sin tener ninguna otra característica interesante.
Es el lugar ideal para una instalación de máxima seguridad. Conscientes de esto, generaciones de excavadores lo han convertido en un queso lleno de agujeros, de silicato negro, hueco y surcado por túneles y cámaras. Las cavidades interiores, con sus corredores de acceso, que paradójicamente siguen una serie de vueltas y contravueltas, son el lugar perfecto para asegurar intimidad y seguridad.
O para encarcelar a alguien.
En una de las cámaras centrales de Horus, confortablemente acomodados, se hallaban sentados dos hombres y dos mujeres: Kubo Flammarion, Chancellor Dalton, Tatiana Snipes y Leah Rainbow.
Flammarion llevaba largo rato hablando, mientras las otras tres personas escuchaban con distintos grados de atención. Chancellor Dalton se impacientaba y jugaba con el plato y el tenedor que tenía delante. Tatty Snipes miraba con la cara absorta, del color de la tiza sucia, mientras sus manos temblaban cada vez que cogía algo de la mesa. Leah era la única que seguía atentamente lo que decía Flammarion.
—Pero no puede —repitió. Su cara estaba contraída y furiosa, y hablaba el solar estándar tan mal y tan airadamente que Flammarion apenas pudo entenderla—. No puede. ¿No lo comprende? He cuidado a Chan desde que tenía cuatro años, cuando su madre lo vendió en los Gallimaufries. Si no estoy a su lado, se sentirá perdido. Completamente perdido.
—Al principio —Kubo Flammarion parecía terriblemente incómodo; no le gustaba en absoluto lo que estaba haciendo—. Pero después se encontrará bien. La princesa Tatiana cuidará de él.
—Chan quiere a Tatty —dijo Dalton, orgulloso.
Era lo más complicado que Flammarion le había oído decir desde que llegaron a Horus.
—¿Cómo va a cuidarlo? —estalló Leah—. ¡Mírela! Apenas puede cuidar de sí misma.
Tatty se enderezó en su asiento.
—¿Crees que quiero estar aquí? ¿Crees que me gusta la idea de hacer de niñera de ese bebé crecido, de ese... ese retrasado"? No. Quiero volver a la Tierra, lo más lejos posible de este maldito lugar abandonado de la mano de Dios.
Se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar.
—¡Retrasado! —gritó Leah—. ¿Qué quieres decir con eso de retrasado'?
Flammarion la interrumpió.
—No hostigues a Tatty ahora. No es ella. ¿No ves que es la falta de Paradox? En lo único que puede pensar es en que necesita una dosis.
—Dosis para Tatty —dijo Chan—, Tatty mi amiga.
Se acercó a ella y la abrazó alegremente.
Flammarion le miró desconcertado. Los tests que asignaban a Chan Dalton la inteligencia de un niño de dos años eran imprecisos en muchos aspectos, y su conclusión era sólo la media de muchos factores. A veces, Chan no parecía entender nada de lo que se le decía. Otras veces, miraba fijamente a quien le hablaba y asentía de modo inteligente, como si siguiera y comprendiera hasta la última palabra. Leah le había asegurado a Flammarion que aquello no era más que una medida protectora, algo que le había enseñado meticulosamente a Chan para que pudiera desenvolverse en el duro entorno de los Gallimaufries. Pero era difícil creer que alguien que parecía escuchar inteligentemente no lo hiciera así. Su explicación había convencido a Flammarion sólo a medias.
—No voy a dejar a Chan, ténganlo por seguro — dijo Leah por fin, levantándose de la mesa—. ¿Dice que me quieren para que forme parte de uno de sus estúpidos equipos perseguidores? Inténtelo y oblígueme. Si me obliga a marchar de aquí, no cooperaré en nada.
Flammarion sacudió los hombros, incómodo. Había sido aleccionado en la parte siguiente por Esro Mondrian, pero no estaba seguro de poder llevarla adelante.
—¿Te importa mucho Chan?
Leah dio la vuelta para ponerse junto al joven rubio.
—Más que nada y más que nadie —dijo fieramente—. Es todo lo que me preocupa. Más que nadie en la Tierra o en el Grupo Estelar. ¿No se da cuenta de que ésa es una pregunta estúpida? —Y colocó los brazos, posesivamente, alrededor de la cintura de Chan.
—Eso pensé —dijo Flammarion—. En todos estos años de cuidarle y amarle, ¿no te entristecía pensar que Chan no sería nunca normal? No hablo de su aspecto físico. Me refiero a su madurez mental. ¿No te apenaba pensar que siempre sería así y nunca conocería el mundo que nosotros conocemos?