—No tienes más que pedírmelo.
—¿Conoces a una mujer llamada Govida Lomberd?
Mondrian frunció el ceño.
—No. ¿Debería conocerla?
—Deberías —Lotos sonrió—. Y según mis fuentes de información, que no siempre están equivocadas, la conoces. Estás atrapado, Esro. No me mientas solamente por práctica. No necesitas práctica.
—De acuerdo. La conozco. O la conocí, allá en la Tierra. ¿Qué pasa?
—Luther Brachis ha establecido un contrato con ella —por primera vez, Lotos Sheldrake se permitió mostrar emoción—. Esro, quiero conocerla. Quiero saber quién es, de dónde viene, qué es lo que quiere. Quiero conocerla mejor de lo que se conoce ella misma. No espero que te encargues de todo eso. Limítate a disponer lo necesario para que la conozca... y déjame el resto a mí.
Esro Mondrian la miró. Se preguntó cuánto sabía Lotos... ¿sospechaba que él había sido quien había dispuesto que Luther conociera a Godiva? Parecía imposible que Lotos pudiera llegar a ese grado de conocimiento..., a menos que Tatiana se lo hubiera dicho.
Sacudió la cabeza.
—Luther Brachis ha tenido quinientas mujeres desde que le conozco. Vienen y se van. Godiva Lomberd es una más. Tú no te entrometas en mis asuntos y yo no me entrometeré en los tuyos. De lo contrario, tendría que preguntar por qué... ¿qué te hace pensar que Godiva Lomberd es diferente de todas las demás?
—No lo sé. Pero lo es. He visto un cambio en Luther. Y maldita sea, voy a descubrir qué pasa —sacudió la cabeza y se obligó a sonreír formalmente. Había revelado demasiado. Levantó su taza—. ¿Quieres más té, Esro? Si no, creo que debemos volver los dos a nuestros asuntos.
Los sistemas de almacenamiento de la Tierra no eran los mejores del sistema, ni mucho menos. Para la conservación perfecta de organismos vivientes, el comprador sabio se dirigía a Phoebe, o posiblemente a Hiperión, donde las perturbaciones ambientales eran menores y el personal de mantenimiento incorruptible.
Pero, desde el punto de vista del cliente, la Tierra ofrecía una ventaja indiscutible: anonimato. Siempre que se pagara con antelación, lo que quería decir un año de anticipo, nadie se preguntaba por el contenido de las criptas. Según los rumores, más de tres mil monarcas legítimos dormían en los almacenes antárticos. Con ellos nadie podría acusar nunca a sus usurpadores de asesinato, pero llevaría mucho, mucho tiempo, hacer que los reyes y reinas verdaderos despertaran del sueño.
Los almacenes se conservaban ligeramente por encima de la congelación. Las dos personas que buscaban en los largos archivos llevaban ropas aislantes, gruesos guantes y botas. Maldijeron la capa de hielo que dificultaba la lectura de las placas de identificación.
—Aquí está.
El hombrecito pelirrojo se inclinó sobre la gran caja, frotó de nuevo la placa para asegurarse e hizo un gesto de asentimiento a su acompañante para que asiera el otro extremo.
—¿Listos?
La gorda mujer rubia asintió.
—Venga. Este más y habremos terminado por hoy. Aarriba.
Deslizaron el contenedor con cautela hasta la cinta móvil. El hombre y la mujer permanecieron en los extremos, asegurándose de que el traslado fuera suave. Por fin desembocaron en una gran habitación de paredes blancas, llena de equipo médico y bancos de monitores. Trabajando en equipo, colocaron eficientemente el contenedor sobre una de las mesas, rompieron los sellos y colocaron las sondas y las bombas de extracción. La mujer verificó la identificación interior con la orden que llevaba.
—Mira esto —dijo—. ¡Una etiqueta A! Interesante. Hace tiempo que no sale un Artefacto del frigorífico. ¿Tienes idea de qué podemos tener aquí?
El hombre olisqueó, quitándose los gruesos guantes blancos y negó con la cabeza.
—No. La última vez que trabajamos una etiqueta A era uno de esos dragones de cuatro días. Sí que nos reímos con ése... Salió volando por toda la habitación y casi le arrancó una pierna a Jesco Siemens antes de que pudiéramos atraparlo. Será mejor que no le quitemos a éste el ojo de encima.
La parte superior y los lados de la larga caja habían sido apartados y los instrumentos sacaban lentamente las gruesas capas de melaza semisólida, calentándola mientras trabajaban. Una figura empezó a surgir. Los dos la miraron.
—¡Aarg! No te preocupes por el aspecto de éste —dijo el hombre—. Es espantoso.
Contemplaron un par de pies largos y huesudos, todavía con una gruesa costra negra entre los dedos. Mientras lo hacían, el resto de la figura quedó lentamente al descubierto. Era un hombre, desnudo, alto, angular y esquelético.
—¿Te gustaría encontrarte con uno de éstos debajo de la cama? —dijo la mujer gorda—. ¿Estás seguro de que es éste?
—Eso creo —el hombre miró la orden y se frotó la nariz con un dedo sucio.
—Bien, no imagino cómo alguien en su sano juicio pudo hacer un Artefacto con ese aspecto..., así que no importa despertarlo —dio un paso adelante y volvió a mirar al cuerpo desnudo sobre la mesa—. Parece uno de esos malditos reales, uno de esos que la familia encierra con la esperanza de no volverlo a ver. Compruébalo. Y comprueba que esté pagado. Si no, se hará tarde para volver a meterlo y se estropeará.
El hombre frunció del ceño y miró otra vez la etiqueta. Se rascó la cabeza.
—Es éste. ¿Ves el recibo? Pagado al contado. Un cheque automático de la herencia de alguien. ¿Qué es lo que dice aquí? Fujitsu, lo mismo que la marca de identificación del contenedor. Fujitsu. Hemos cumplido nuestro trabajo, y si hay algo mal, no es asunto nuestro.
La capa de melaza protectora casi había desaparecido. Las sondas removían las últimas capas y las baterías caloríficas aumentaban su intensidad. Por fin, una tos horrible surgió del cuerpo, y hubo un gruñido sofocado cuando los pulmones llenos de aceite intentaron expulsarlo. Con otra tos, una rociada de líquido marrón cayó al suelo. De pronto, la figura estornudó, y sacudió la cabeza de un lado a otro.
Mientras los trabajadores seguían mirando, se enderezó dolorosamente. Manos como garras retiraron la gruesa melaza que aún cubría las cavidades oculares. La cabeza era grande, con un cráneo calvo y ovalado. Una gruesa barba crecía sobre la boca delgada, y quedaba ensombrecida por una prominente nariz roja.
La boca habló.
—Hhhmmm. Gracias.
Hubo otro violento acceso de tos. Entonces la alta figura se puso en pie, aún desnuda y salpicada por la costra negra. A pesar de su extraño aspecto, era curiosamente digna. Miró a los dos trabajadores.
—Gracias —repitió. Tomó aire—. Aprecio sus servicios, pero ahora debo marcharme. Hay poco tiempo, y tengo un trabajo importante que hacer.
El Artefacto empezó a moverse y se dirigió hacia la puerta de la cámara. El hombre y la mujer se miraron y corrieron tras él.
—No puede irse todavía —dijo el hombre—. Ha olvidado su baño. Y sus ropas. Tiene que tomar un baño, son las reglas. No se preocupe por el precio, todo ha sido pagado.
Pero el alto Artefacto no escuchaba. Ya había salido y se encaminaba sin detenerse hacia los ascensores que le conducirían a la superficie.
13
CHAN Y LEAH
Chan Dalton había estado antes en Ceres; brevemente, de camino hacia Horus. Kubo Flammarion le había llevado a su oficina, le había enseñado las grandes pantallas que mostraban el sistema solar y le permitió jugar con los botones e interruptores que seleccionaban las imágenes de todos los planetas y lunas conocidas por el Grupo Estelar.
Ahora Chan estaba allí de nuevo, sentado ante la misma consola. Tatty a un lado, Kubo al otro. Tatty ya se había acostumbrado al cambio, pero a Kubo Flammarion aún le costaba trabajo aceptarlo, pues en lugar de jugar inofensivamente con los controles, Chan los estudiaba y hacía preguntas interminables.