Hubo un jadeo por parte de un simulacro verde, situado junto a Brachis.
—¿Está bromeando?
Brachis sacudió la cabeza, experimentando. Parecía absolutamente natural, como si la cabeza fuera la suya propia.
—No. Sólo nos está dando lo que cree ser un buen consejo. Tal vez tiene razón; puede que alguien venga con la idea de que la araña es solamente un insecto más.
—Yo no, desde luego —el simulacro verde también intentó mover la cabeza—. Si eso es sólo un insecto, la Cripta de Hiperión sólo es un agujero en el suelo. Si no trabajara en su oficina y no me hubiera presionado para que hiciera esto...
La partida se organizaba lentamente. Cuatro ya habían formado parte de otras expediciones anteriormente, y asumieron el liderazgo con toda naturalidad. Todos pudieron disparar dos proyectiles de prueba contra un montículo situado a cincuenta pasos a su izquierda. Brachis advirtió inconscientemente que, incluso con su retroceso compensado, el arma que llevaba transmitió una buena sacudida a su brazo. Ésa era una buena señal. Se había estado preguntando si los organizadores de Adestis esperaban que acabaran con la araña lanzándole poco más que guijarros. Su arma se desviaba un poco hacia la izquierda. Apuntó con cuidado y acertó, con su segundo disparo, exactamente en el centro de una rosa musgosa.
A medio camino de la entrada de la trampa, el grupo se detuvo de nuevo. Macdougal, que había marchado en cabeza, se volvió.
—Unas últimas palabras. No entren en la trampa. Ni aunque piensen que la araña está muerta. Esta especie finge la muerte, y el suelo de esa trampa es su territorio. Dejen que salga a por ustedes... y no teman echar a correr si las cosas se ponen feas. Los demás intentaremos apartarla si vemos que alguien tiene auténticos problemas. Y otra cosa: No disparen al caparazón. No lo penetrarán y el rebote podría salir despedido hacia cualquier parte, y resultaría más peligroso para nosotros que para ella.
Sus palabras fueron interrumpidas por un grito del simulacro negro que había sido enviado para vigilar de cerca la trampa. La gruesa tapadera se abría. El gran cuerpo de la araña salía rápidamente a terreno abierto. Aparentemente, había notado las vibraciones del suelo y calibrado al adversario, había decidido salir a la defensiva.
—¡Dispérsense! —gritó Macdougal.
Su aviso fue innecesario. Los simulacros corrían ya, presa del pánico, en todas direcciones.
Luther Brachis miró rápidamente a su alrededor. Ya se había dado cuenta de que en su aproximación al cubil de la araña habían prestado demasiado poca atención a la cobertura del terreno. El único lugar donde podían esconderse estaba a veinte pasos a la derecha, donde se alzaba un montículo de musgo verdigris. Corrió hacia allá, buscó cobijo y se arrodilló con el arma dispuesta.
La diferencia entre la imagen de la araña en la sala de reuniones y la araña propiamente dicha era terrible. La bestia le sobrepasaba tres veces en altura, y era un gigantesco tanque acorazado que podía moverse, girar y atacar con rapidez sorprendente. Contra aquella masa, el arma que tenía en las manos parecía inútil. Podía lanzar un centenar de proyectiles contra ella y no surtiría ningún efecto.
La araña dio media vuelta. Brachis podía ver perfectamente su abdomen y las patas, mientras el cefalotórax se cernía sobre un simulacro magenta y lo levantaba. El simulacro quedó indefenso en la tenaza de los quelíceros, los afilados apéndices situados delante de la boca de la araña. Un arma de proyectiles cayó al suelo, inútil.
Otros dos simulacros habían corrido en busca de un refugio temporal bajo el gran cuerpo de la araña. Ahora disparaban hacia arriba, alcanzando las blandas zonas de los genitales y el oviscapto. La araña tembló y brincó cuando los proyectiles penetraron en su cuerpo, y los dos atacantes gritaron jubilosos ante cada espasmo. Se movieron para lograr nuevos blancos, pero habían olvidado el aviso de Dougal Macdougal. Un escupitajo de telaraña surgió de repente de las glándulas sericígenas, envolviendo de inmediato a los dos simulacros en una red irrompible que se secaba rápidamente.
Entonces la araña se movió hacia atrás, bajó el cefalotórax hacia el suelo y alzó a los dos atacantes para atenazarlos con la boca.
Brachis examinó a la araña rápidamente, de los quelíceros al oviscapto. Desde el lugar donde estaba arrodillado, tenía la oportunidad de conseguir tres blancos. Podía apuntar a una pata, o al pedicelo que conectaba el abdomen y el cefalotórax, o a uno de los quelíceros. Las patas eran el blanco más fácil. También eran el menos efectivo. El pedicelo era una zona vital, pero parecía muy bien protegido y tendría que ser un disparo de suerte. Brachis se decidió. Apuntó al quelícero izquierdo. Alcanzó la tenaza y el órgano, cortado de raíz, cayó al suelo delante de la araña.
Brachis se movió para apuntar al segundo quelícero, pero no tuvo tiempo de disparar. La araña se había vuelto rápidamente para enfrentarse a su nuevo atacante, y se dirigía hacia él. La boca estaba abierta, tanto que podría tragarlo entero. Brachis recordó el comentario de Mondrian: ninguna araña comía alimento sólido; predigerían a sus víctimas inyectando enzimas y luego succionándolas. Pero poco alivio había en eso. Los colmillos que le apuntaban bastaban para aplastarlo.
Se arrojó tras el montículo y se apretó inmóvil contra el suelo. Hubo un zumbido sobre él, y una forma monstruosa cubrió la luz. Brachis volvió la cabeza para mirar arriba. El gran abdomen estaba directamente sobre él. Podía ver cada detalle: una docena de heridas de proyectiles, de las que manaban sangre y fluidos del cuerpo, las pegajosas cabezas de las cuatro glándulas sericíferas, y colonias de pequeños parásitos adheridos al cuerpo. Entonces la araña pasó de largo. El aire se llenó del olor dulzón de los excrementos.
Se volvió, se sentó y miró a su alrededor. Preguntándose cómo podían los creadores de los simulacros de Adestis capturar y transmitir los estímulos olfativos, pero esa pregunta podía esperar para otra ocasión.
Brachis miró a derecha e izquierda. Otros dos simulacros habían corrido en busca de refugio en ese mismo momento y la araña había cargado contra ellos. Vio que los dos todavía yacían inmóviles. ¿Aún seguían haciéndose el muerto? Si así era, estaban tomando el aviso de Macdougal demasiado en serio.
Se acercó y tocó a uno de ellos en el hombro.
—Vamos. Mejor que nos movamos o estaremos aquí todo el día.
No hubo respuesta. La figura continuó inmóvil. Brachis se acercó más y buscó la pequeña lucecita verde entre los hombros que avisaba que el simulacro estaba ocupado y funcionando. La luz seguía encendida. Miró a la otra figura inmóviclass="underline" la luz también estaba encendida.
Brachis se puso en pie, ajeno a la frenética batalla que todavía tenía lugar a su alrededor. Todo era una locura. Estaba seguro de que la araña había fallado al atacarlos a los tres. Había visto una imagen difusa de las patas al pasar, alejándose de ellos. Entonces ¿por qué estaban los otros dos todavía echados aquí, como si de alguna manera los hubieran puesto fuera de combate?
Emitió un gruñido de comprensión. Con el arma en automático, disparó una ráfaga al vientre de la araña, y al mismo tiempo mordió con todas sus fuerzas el control situado en sus molares traseros.
Hubo un momento de desorientación y después, una vez más, sintió el casco que le cubría el rostro.
ÉSTE ES EL FINAL DE ADESTIS PARA USTED, dijo una voz metálica en su oído. PERMANEZCA SENTADO SI LO DESEA, PERO...
Brachis se quitó el casco y miró a su alrededor.
Estaba en el mismo sitio en la sala de batalla de Adestis. De las dos docenas de personas que se habían embarcado en el ejercicio, la mitad estaba recostada en sus asientos, con los cascos quitados. La araña había matado a sus simulacros y ahora experimentaban la agonía sustitutiva de sus propias muertes. Otra docena todavía tenía puestos los monitores, y tres de ellos yacían desplomados contra los cinturones de seguridad, con las ropas manchadas de sangre. Brachis vio que sus gargantas habían sido cortadas tan profundamente que las cabezas casi les colgaban.