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Y sin embargo, Yang seguía sin saber lo que había encontrado. Los análisis habían confirmado que era un diamante de lo más puro y refinado, perfectamente transparente y libre de imperfecciones y decoloraciones. Yang había expuesto los argumentos naturales a sus patrocinadores; había allí un cuerpo carbonífero que, al ser golpeado por el impacto de un planetoide que viajaba a gran velocidad, había generado calor y una presión tremenda. El resultado: el diamante.

¿Pero de qué tamaño? Yang no tenía idea. No había puesto mucho énfasis en su verborrea..., eso quedaba para sus inversionistas. Descubrió la verdad en su segundo descenso al cráter. El Diamante Yang tenía la forma aproximada de un pulpo que tuviera cincuenta tentáculos. La cabeza, a siete kilómetros por debajo de la superficie, demostró ser casi esférica en la parte superior y de poco menos de catorce kilómetros de diámetro. Los tentáculos se esparcían en todas direcciones, cada uno de ellos con medio kilómetro de anchura y de treinta o cuarenta de longitud.

Raxon Yang se desmayó en el túnel cuando las pruebas sónicas revelaron la extensión de su hallazgo. Lo arrastraron de nuevo a la nave, lo ataron a una litera y lo devolvieron a la Tierra para que le aplicaran el mejor tratamiento médico que hubiera. El mejor, porque ahora era el ciudadano más rico de todo el sistema solar.

Dos años más tarde, Yang estaba muerto. Fue asesinado por el trust del diamante, como venganza. Había arruinado involuntariamente a todos sus miembros. El Diamante Yang contenía diez millones de veces más carbono que todas las demás fuentes juntas.

La explotación comenzó. Cuatro siglos más tarde, estuvo por fin terminada. El Diamante Yang desapareció, dividido en un billón de segmentos separados. Y en su lugar se encontraba emplazado el laberinto de la Gran Cripta de Hiperión.

Yang no se había casado... los viejos exploradores no lo hacían nunca. No había hijos, y tras su muerte empezaron los pleitos por la propiedad y la herencia. Los abogados pleitearon durante ocho años, y por fin se reconocieron trescientos ochenta acreedores válidos. A cada uno se le asignó la propiedad de una zona del diamante, con responsabilidades separadas y derechos para explotarlo. Sus descendientes separaron aún más las zonas. Con el paso de los siglos y las generaciones, los propietarios proliferaron: miles, cientos de miles, millones de personas. Y cuando el diamante salió a la luz, el espacio quedó libre para ser ocupado.

Los planos de los límites fueron cuidadosamente trazados y los derechos de propiedad respetados. La Cripta se convirtió en una mezcla políglota y multifuncional de industrias, el Hong Kong del siglo XXVI.

Ya no exportaba diamantes. No había ninguno que exportar. En vez de eso, operaba sus propias industrias manufacturadoras de materias primas importadas, y mostraba un grado de independencia con el gobierno central que rivalizaba con cualquier civilización del sistema. Las criptas de almacenamiento situadas en uno de los tentáculos mayores tenían una soberbia reputación, pero seguían sus propias leyes, y no hacían mucho caso de los edictos de Ceres.

En otra hermosa muestra de su idiosincrasia, los colonos de la Gran Cripta habían prohibido el uso del Enlace Mattin en sus dominios. Luther Brachis sólo pudo enlazar hasta Titán, y entonces se vio obligado a hacer el resto del viaje en una nave de carga que transportaba concentrados de pescado para los residentes de la Cripta. A pesar de lo que dijera la tripulación, apestaba.

Brachis gruñó y maldijo. Godiva lo aceptó y deslumbró a la tripulación con su inefable belleza. Luther Brachis no podía quitarle los ojos de encima, y en cierto sentido ni siquiera estaba celoso de que otros hombres la miraran.

—¿Estás segura de que no quieres venir conmigo? —preguntó, antes de descender a las negras profundidades de la Cripta, cuando su viaje estaba a punto de concluir.

Godiva dudó por un momento.

—No quiero. Ya te lo dije en Ceres. Si me obligas, iré, pero no quiero hacerlo. Tengo miedo de lo que pueda encontrar ahí. —Tomó su mano derecha entre las suyas, inspeccionándola con cuidado. La piel de los dedos nacientes era suave y delicada, y ahora se veían los primeros indicios de uñas surgiendo en los extremos—. Por favor, ten cuidado, Luther. No quiero oír que has tenido otra experiencia como la que te hizo esto.

Brachis se encogió de hombros. Podría decirle a Godiva Lomberd cualquier cosa que quisiera oír, pero en su interior nunca tendría una seguridad total. Había pensado mucho en el margrave durante su reciente estancia en el hospital. Aquella mente astuta e inventiva exigía todo respeto, pero nadie podía ver en detalle qué había más allá de la tumba. El margrave no había sabido cuándo moriría, o en qué circunstancias. Requería una inteligencia inusitada hacer planes de venganza desde la tumba, pero esos planes sólo podían operar en términos de probabilidades: ¿Cómo, quién, cuándo, dónde? De modo que todas las ventajas estaban de parte de Luther Brachis. A menos que se descuidara.

El margrave era un maestro de ajedrez y Brachis también. Los dos podían ver con muchas jugadas de antelación. Luther había llegado a la conclusión de que el escondite ideal para sus otros Artefactos tenía que ser la Cripta de Hiperión.

El descenso les llevó por muchos niveles. Brachis miraba a su alrededor con cuidado mientras bajaban, anotando los refugios y los enlaces de seguridad. Tres derrumbamientos en trece años habían vuelto a los habitantes de la Cripta supercautelosos. Cada nivel tenía su propio sistema de compuertas y de interruptores automáticos.

Bajo el nivel decimoséptimo, las paredes de roca gris del interior de Hiperión quedaron atrás. Para asegurar su supervivencia, los primeros habían empleado diamantes impuros sin salida comercial como paredes de soporte, contrafuertes y columnas. Iluminada ahora por la fría luz de las esferas luminiscentes, la Gran Cripta era una gruta siniestra de luz y color. El brillo verdiblanco de electróforos marinos se desparramaba desde los cristales de diamante rojos y amarillos, y se rompía en un espectro completo de afiladas columnas y cornisas.

Siempre hacia abajo, capa tras capa, a través de asentamientos entremezclados. El guía de Brachis era una mujer emancipada con la espalda curvada y los hombros caídos. Por fin se detuvo en una intersección y señaló hacia abajo.

—El almacenamiento empieza aquí. Se nos unirá un supervisor. ¿Qué es lo que quiere ver?

—Todo.

—¿Sólo para mirar?

—Tal vez no.

Ella asintió. Otros hombres la habían seguido a través de los tanques. Sabía lo que buscaban normalmente.

—Vamos. No hable del precio con el supervisor. Espere hasta que hayamos terminado.

Empezaron el lento periplo a través de los pabellones. Brachis quería ver cada cámara y examinar cada identidad y el informe de todas las unidades almacenadas.

Les llevó dos días. Los tanques no habían sido colocados siguiendo una secuencia temporal o lógica. Brachis, familiarizado con los vericuetos del interior de Ceres, sentía a veces que la Gran Cripta era a veces incluso más sinuosa. Era sorprendente que los supervisores pudieran navegar a través de los corredores y los túneles débilmente iluminados. Por fin, Brachis tendió a sus acompañantes una lista de siete identificaciones.

—Éstos. ¿Qué hará falta para ponerlos bajo mi custodia?

—¿Quiere decir... permanentemente?

—Permanentemente, sin dejar indicios en los archivos de la Cripta. No se moleste diciéndome que es imposible. Sólo dígame el precio.