La pantalla mostró detalladamente el paisaje. Mondrian lo observó en silencio mientras Tatty temblaba de nuevo ante la escena que había grabado, las plantas retorcidas o supercrecidas, y los animales deformes que parodiaban el resto de la naturaleza.
—¿Sabías que puede verse la silueta de la Virgen desde la luna? —dijo Mondrian por fin—. No creo que sea por el color del terreno. Debe ser la vegetación.
Su voz sonaba calma. Tatty abrevió la presentación. De otra forma, Mondrian tendría que usar el anestésico con ella. Se trasladaron a otro de sus odios privados. Mondrian recordaba haber ido a la Antártida cuando era un niño pequeño, y conservaba de ello recuerdos desagradables. Lo mismo que Tatty. Los guías de viajes hablaban solamente de los abrasadores veranos polares, con los nuevos granos híbridos recorriendo su ciclo completo de la germinación a la cosecha en menos de treinta días con luz las veinticuatro horas. Tatty tenía recuerdos diferentes: vientos salvajes, hielo, y las crueles aguas negras saltando al filo del casquete polar.
Sus imágenes captaron a la perfección la prisa desesperada del corto verano. La naturaleza se apresuraba a llenar un ciclo completo en sólo unas pocas semanas de sol continuo. El nivel del crecimiento de las plantas creaba la ilusión de los fotogramas que saltan en el tiempo.
Mondrian siguió observando mientras las imágenes mostraban una banda de pingüinos emperador al borde del agua. Parecía relajado.
—Si no te gusta cómo es ahora —dijo, pues había visto la expresión de la cara de Tatty—, deberías ir allí en invierno. Imagínate la vida de uno de esos pájaros. Se aparean a cincuenta grados bajo cero. Y siguen allí con las tempestades, haciendo balancear los huevos sobre sus pies.
Tatty le dirigió una mirada furiosa y cortó la escena. Mondrian parecía estar disfrutando. Se trasladó a la Patagonia.
Cuando Mondrian le dijo por primera vez lo que necesitaba, había parecido una empresa imposible, pues exigía explorar cientos de miles de kilómetros cuadrados. Como siempre, la había persuadido de que estaba equivocada. Tatty podría hacerlo fácilmente. Aunque el éxodo de siglos desde la Tierra había proporcionado una válvula de escape al crecimiento demográfico, nunca había sido suficiente. Y a medida que el planeta, gradualmente, se volvía más poblado, se hacía más homogéneo. No era necesario que Tatty hiciera grabaciones de GranSyd o de Reeodee; en lo esencial eran idénticas a Bosny o a Delmarba. Los recuerdos de Mondrian no estarían ocultos allí.
Los únicos candidatos reales eran las reservas ecuatoriales y antárticas, más aquellas otras zonas de la Tierra que aún permanecían casi deshabitadas. El Reino de los Vientos en Patagonia, donde Tatty se había dirigido a continuación, era un buen ejemplo. La gente podía vivir allí, en la desértica sombra de los Andes, pero pocos querían hacerlo. Los vientos del oeste que soplaban con fuerza incesante desde los picos de las montañas creaban un vacío psicológico. Todas las generaciones había quien se asentaba allí, y pocos años después, abandonaban el lugar.
No era la fuente del trauma de Mondrian. Miraba el paisaje yermo con diversión, pero también con terror. Tatty estudió su cara, y volvió a adelantar las imágenes.
Ella tenía pocas esperanzas respecto al próximo escenario. Nunca había visitado antes, la gran reserva de África, pero lo que había visto en su reciente viaje la había cautivado por completo.
Esto había sido el primer hogar de la humanidad. Los grandes herbívoros y carnívoros que aún quedaban en la Tierra continuaban viviendo aquí en sus condiciones naturales, como habían hecho durante millones de años. Tatty había deambulado a pie muchas horas, saboreando y registrando los paisajes, sonidos y olores del llano abierto. Le encantaba ver las manadas dispersarse y echar a correr por el terreno polvoriento, respondiendo a peligros reales o imaginarios. Esto se hallaba a años luz de la vida en los Gallimaufries... más lejos de su experiencia incluso que el centro de confinamiento de Horus.
Mondrian no parecía compartir su placer. Ahora parecía aburrido, encogido en su asiento. Tatty sospechaba que, como de costumbre, estaría pensando en Travancore y en la caza de las Criaturas de Morgan. Parecía medio dormido mientras las imágenes mostraban el terreno. Tatty se preparó para pasar a otra zona., pero vio que uno de sus lugares favoritos aparecería en una toma dentro de unos pocos segundos.
—Mira esto —dijo—. El cráter de Ngorongoro, ¡qué espectacular!
Las imágenes mostraron el majestuoso pico de un volcán con el sol del atardecer detrás. La cara ancha y roja del sol estaba ya en el horizonte, hundiéndose rápidamente en una puesta ecuatorial. La gran llanura de Serengeti y la reserva se extendían detrás, púrpura y dorados bajo la luz que ya se desvanecía.
—¡Maravilloso! —exclamó Tatty.
Se volvió hacia Mondrian por primera vez. Estaba rígido en su asiento, temblando. Vio los ojos desencajados y las venas saltando, y corrió en busca del anestésico.
No fue necesario. Antes de que pudiera recoger la redoma, Esro Mondrian emitió un quejido bajo y desesperado. Mientras lo observaba, el espasmo terminó. Dio un suspiro y se hundió en la silla. Sus ojos se cerraron lentamente y se quedó dormido.
Tatty, sola en medio del círculo de luz, se preguntó dónde se estaba metiendo. Su corazón palpitaba alocado, y transpiraba profusamente. En esta profundidad de los refugios, los sistemas refrigeradores no podían hacer más que convertir el aire en poco más que respirable.
Alzó la luz y miró alrededor. Éste debía ser el lugar correcto, tenía que serlo. Pero se encontraba en un corredor largo y desierto, sin que hubieran otros caminos visibles delante o detrás de ella.
Tatty inclinó la cabeza para verificar de nuevo la señal del trazador. Mostraba exactamente cero, y la pequeña flecha roja había desaparecido. ¡Inútil! ¡Y sólo hacía un par de horas se había creído tan astuta!
Mondrian había tardado media hora completa en salir de su trance, media hora en la que su pulso casi se había detenido y ella se había visto forzada a administrarle adrenalina y estimulantes cardíacos. Luego, en cuanto estuvo completamente consciente, no tardó en recuperarse. Había cogido la grabación final que ella había hecho y se había dirigido a la puerta del apartamento. Parecía un cadáver. No había dicho dónde iba, ni siquiera cuándo ella perdió los nervios y le gritó. Sólo dijo que tenía que marcharse de inmediato. ¡Y era tan obvio adonde! Iba a reunirse otra vez con Skrynol, para ver si el saltafreud podía exorcizar finalmente su compulsión oculta.
Y entonces, en mitad de la discusión, Tatty había recordado el trazador. Todavía estaba en la ligera bolsa de viaje de Mondrian, el único equipaje que traía a la Tierra. Con cuidado, consiguió escamoteárselo mientras él reajustaba su tarjeta de identidad. Si Mondrian no le pedía ayuda con el saltafreud, iba a conseguirla de todas formas. Dondequiera que fuera, ella podría seguirle el rastro.
Pero ahora se sentía como una completa estúpida. Cuando él dejó el apartamento, le siguió con mucho cuidado, muy por detrás. En cuanto la flecha del trazador se paraba, ella se paraba y fijaba su posición. El trazador reveló que Mondrian permaneció en un sitio aproximadamente una hora, y luego empezó a volver sobre sus pasos. Tatty se escondió hasta que pasó y entonces empezó a seguir adelante, hacia su primer destino.
Le había seguido... ¡a ninguna parte!
¿O había alguna especie de truco para usar el trazador, alguna técnica que ella no comprendía?
Observó otra vez las paredes del corredor. Este era alto y estrecho, de sólo un par de metros de anchura, y recorrido por enormes tubos de aire. Según Luther Brachis, un trazador tenía un alcance de más de diez metros, lo que era simplemente imposible. El túnel se extendía monótonamente en las dos direcciones diez veces esa distancia.