Lo lógico era quemar los siete contenedores y abandonar de inmediato la superficie de Saturno. Un impulso de curiosidad había forzado a Brachis a abrirlos.
Los cuatro primeros variaban de aspecto, pero tenían la imagen identificable del margrave. Dos parecían más jóvenes, sin barba y más delgados, pero la matriz de ADN coincidía en todo. Eran Artefactos derivados directamente de Fujitsu. Cuando la llama de ocho millones de grados se cebó en ellos, desaparecieron en un parpadeo de luz púrpura.
Era la séptima y última caja, donde había resultado más difícil la identificación, la que permanecía en la memoria de Brachis. La caja contenía una jovencita. Desnuda, rubia, con la piel muy clara, apenas había pasado la pubertad. Y era preciosa. Cuando aquellos jóvenes pechos y las suaves caderas maduraran, sería como una Godiva Lomberd más joven.
El contenedor dio su identificación completa y su secuencia de ADN. Difería de los de Fujitsu en todos los detalles. Era la hija mayor de una línea real de la Tierra ahora extinta. Quienquiera que la hubiera enviado a la Gran Cripta de Hiperión, se había asegurado de que su reclusión fuera permanente. Durante cuatrocientos años había yacido en un silencio congelado, soñando con cualquier especie de sombras fantasmales capaces de atravesar un cerebro mantenido a la temperatura del helio líquido. Si la dejaban ahora sola en la superficie, despertaría y moriría en la tierra baldía y sin aire de Hiperión.
Brachis no había trazado ningún tipo de planes de contingencia. Aunque tratara desesperadamente de hacerlo, era imposible salvarla. Gruñó, maldijo y miró desesperanzado a su alrededor, en el llano oscuro. Finalmente se encogió de hombros dentro de su traje, respiró profundamente y alzó la antorcha. El fuego subnuclear corrió a abrazar el pálido cuerpo juvenil. Mientras consumía su pecho desnudo, Brachis imaginó que abría los ojos azul oscuro y le miraba a la cara.
—¡Luther! —Mondrian chasqueaba los dedos ante él—. Oye, despierta. Creo que debemos hacer que los médicos te echen una buena mirada. ¿Cuánta sangre has perdido esta noche? El agua podría haberte hecho perder un par de litros.
Brachis sacudió la cabeza lentamente.
—Me pondré bien, Esro. Pero me pregunto adonde voy a ir. ¿Te das cuenta de lo que habría pasado si Godiva hubiera entrado en el estudio, en vez de dirigirse al baño? No tiene nuestro entrenamiento para sobrevivir. No sé si la habría podido salvar.
—¿Quieres que la envíe de nuevo a la Tierra, hasta que consigamos manejar los Artefactos de Fujitsu?
—No querrá ir. Y tampoco creo que la Tierra sea un lugar seguro —Brachis frotó la tensa piel sintética del dorso de sus manos. Empezaba a picarle a medida que el vendaje químico se completaba—. De todas formas, hicimos un contrato de por vida. Le prometí a Godiva que permaneceríamos juntos si ella quería. Pero no puedo protegerla. El próximo golpe podría venir de cualquier parte. Comida envenenada, asesinos, equipo de transporte saboteado, descompresiones..., cualquier cosa.
—Te creías un genio, Luther. Fujitsu ha estado a dos pasos por delante de nosotros todo el tiempo. Pero tengo que sugerirte algo.
La voz de Mondrian era indiferente, pero Luther Brachis le conocía demasiado para que eso le engañara.
—Nada de planes ocultos por hoy, Esro —dijo cansado, mientras Godiva regresaba del baño—. Estoy demasiado lastimado para discutir.
Godiva se había secado el cabello y lo había peinado a la antigua, de modo que caía sobre su frente y le tapaba parcialmente un ojo. Se acercó a Brachis, inspeccionó sus mejillas y por fin asintió. Sin hablar, se sentó a su lado. Una corta túnica dejaba sus piernas y sus brazos al desnudo, y su piel brillaba después de haberla frotado vigorosamente con la toalla.
Mondrian los estudiaba a los dos de cerca.
—Todos tenemos planes ocultos, Luther. Pero en este caso creo que podemos compartir uno.
—Persuádeme.
Mondrian sonrió. Luther Brachis estaba citando uno de los textos favoritos de Mondrian.
—Lo intentaré. Luther, ¿cuál es el lugar más seguro del mundo para ti y para Godiva? Éste no, eso es seguro. Y ciertamente tampoco lo es la Tierra. Los Artefactos de Fujitsu podrían estar en cualquier parte. Pero hay un lugar donde ni siquiera el margrave podría llegar: la Nave. Las coordenadas del Enlace Mattin a la nave de aislamiento en torno a Travancore, solamente las conocen tres personas en todo el universo: Kubo, tú y yo.
—Es un lugar seguro, lo acepto. —Brachis frunció el ceño—. Pero ya me dijiste que era un viaje de ida hasta que el equipo perseguidor termine su tarea. ¿Y si les lleva años hacerlo? Quien vaya a Travancore estará atrapado en la Nave hasta que se muera de aburrimiento.
—Hay cosas peores. —Mondrian miró el cuerpo magullado del otro hombre—. Quédate aquí, y desde luego no te morirás de aburrimiento. De todas formas, si vas a Travancore, no creo que tengamos que preocuparnos por permanecer allí mucho tiempo. La crisis de la que te hablé se aproxima... para bien o para mal. Dentro de un par de días estaremos allí, listos para la acción. Mi idea original era llevar a Kubo conmigo, y dejarte aquí a cargo de todo. Pero tiene sentido cambiarlo... Kubo es una roca, pero tú te desenvuelves mucho mejor en una crisis. El puede quedarse aquí, no dar información a nadie y enviarnos lo que necesitemos a través del Enlace.
¿Y Godiva?
—Estará a salvo aquí. Si tú no estás, no correrá peligro.
—No. Definitivamente no. —Godiva alzó la vista y miró con calma a Esro Mondrian—. Si Luther va, yo voy.
—De acuerdo. —Mondrian se encogió de hombros—. Si los dos queréis ir, no puedo oponerme.
—No iré sin ella. —Brachis intentó sonreír y sólo consiguió una mueca de dolor al estirar la piel de la cara—. Y tienes razón, no puedes pararnos. No tienes rango sobre mí en eso.
—Lo sé. Luther, tienes un aspecto terrible. Tenemos que llevarte a que te vea un médico. Y después podrás decirme qué le prometiste a Lotos Sheldrake para que arreglara las cosas y tuvieras el mismo rango que yo en la Anabasis. No, no intentes hablar ahora. Pareces a punto de desmayarte.
—Me las apañaré.
Brachis se levantó a duras penas. Negó con la cabeza cuando Godiva intentó ayudarle y se dirigió al cuarto de baño. Ella suspiró.
—¡Cabezota! —se sentó frente a Mondrian, estudiando su cara y su cuerpo—. ¿Y tú? ¿Qué te ha pasado, Esro? Pareces casi tan enfermo como Luther.
—Estoy bien.
—No lo estás —le miró a los ojos—. ¿Vas a llevarte a Tatty a Travancore?
—No —dijo brevemente. Entonces su control se quebró y tuvo que hacer la pregunta—. Godiva, ¿qué es lo que te ha inducido, por el amor de Shannon, a preguntar por Tatty? Ni siquiera he mencionado su nombre.
Ella le dirigió una sonrisa de satisfacción.
—Lo sé. No tienes por qué hacerlo. Esro, si hay algo que yo entienda en este mundo, son las emociones de los hombres. Estás irradiando tu miseria. ¿Os habéis peleado?
—Nada tan digno. No hubo pelea. Tatty me despidió, eso es todo. Estábamos en su apartamento de la Tierra. Yo quería que volviera conmigo a Ceres. Ella rehusó. Dice que no quiere volver a verme.
Godiva tomó las manos de Mondrian entre las suyas. Él sintió que un destello de electricidad por debajo de la piel subía por sus antebrazos..., lo que Tatty había llamado una vez el «efecto Godiva».
—Lo siento, Esro. —Parecía a punto de decir más, pero se contuvo—. Voy a ver qué le pasa a Luther. Tal vez necesita ayuda.