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– Lo siento. -¿Qué otra cosa podía decir? «Lo siento» parecía tan fuera de lugar, tan vacío.

Judy se dejó caer en los brazos de Miranda. Esta la abrazó, la meció y le murmuró cosas al oído, palabras que no significaban nada, pero que quizá traerían algún consuelo.

No hacía falta decir nada al resto de la gente en la sala. La reacción de Judy les decía lo que tenían que saber. Las lágrimas brotaron de los ojos de hombres y mujeres que habían tenido la esperanza, por un tiempo, de encontrar a Rebecca con vida.

Karl Keen, un joven asistente, se les acercó. Miranda levantó la mirada y vio que él también tenía los ojos humedecidos. Quiso transmitirle confianza, a él y a Judy y a todos, pero no tenía palabras. El peso del dolor de Rebecca descansaba con toda su carga sobre los hombros de Miranda. ¿A propósito de qué quería transmitirles confianza? ¿De que esta vez la policía lo encontraría? ¿De que esta vez había cometido un error?

Tenía ganas de gritar ante aquella injusticia de ver a otra joven muerta sin que tuvieran ni un solo indicio sobre el asesino.

Se limitó a darle un apretón en el brazo a Karl.

– Yo me quedaré con ella -dijo el chico, y se agachó junto a Judy, que seguía sollozando.

Miranda pestañeó queriendo reprimir sus propias lágrimas mientras veía a Karl que abrazaba a Judy y la llevaba afuera. Por un instante, tuvo ganas de que alguien la abrazara a ella. Que alguien la consolara. Que le dijera que todo se iba a arreglar, aunque no fuera verdad. A veces necesitaba creer en las mentiras.

Pero Quinn había renunciado a ella y ella había dejado que Nick se marchara. No tenía a nadie.

Cuando los dos jóvenes salieron, Miranda se percató de que el resto de los que estaban en la sala la miraban. Se aclaró la garganta y habló, con voz ronca.

– El sheriff Thomas ha descubierto el cuerpo de Rebecca esta mañana a unos seis kilómetros al oeste de Cherry Creek Road y a unos quince kilómetros al sur de la carretera ochenta y cuatro. Los ayudantes del sheriff buscan pistas, pero…

– ¿Es el Carnicero?

Miranda se giró para mirar a la persona que la había interrumpido y luego bajó la mirada. Era Greg Marsh, el profesor de biología de Rebecca, un hombre achaparrado y gordo que usaba gafas sin marco.

– No… no puedo afirmarlo, yo… -comenzó a decir.

– Sí que puedes. Tú estuviste ahí -dijo, señalando las botas de Miranda. Ella bajó la mirada y parpadeó. No se había dado cuenta del barro seco adherido a las botas.

– Greg, tú sabes que no puedo decir nada.

– No es necesario que lo hagas -dijo, y salió de la sala.

Los demás siguieron con la mirada fija en Miranda. Ella necesitaba estar a solas, pero tenía un deber para con los que quedaban en la sala. Aunque estuvieran vivos, ellos también eran víctimas del Carnicero. Sintió que la culpa le roía las entrañas cuando en momentos como ése deseaba fervientemente no sentirse responsable por las víctimas, estuvieran vivas o muertas. ¿Qué podía decir para consolar a Greg, a Judy y a los demás?

Sabía lo que había vivido Rebecca. Y gracias a la prensa, que abundaba en detalles sobre las tragedias cada vez que el Carnicero salía a matar, también lo sabían los demás. No había nada que hacer. Todos sabían que Rebecca había sido torturada, violada y cazada como un animal.

Y todos sabían que a Miranda le había sucedido exactamente lo mismo.

Tuvo que ocultar toda su humillación, el dolor, la rabia contaminada por el miedo que bullía en su interior. Eran muy pocos los que todavía hablaban con ella sobre su secuestro y posterior fuga. Miranda sabía que murmuraban cosas a sus espaldas, pero los ignoraba. Tenía que ignorarlos. Pensar o saber lo que la gente decía de ella le hacía más difícil la tarea de lidiar con sus pesadillas.

Miranda suspiró, aliviada, al ver que los voluntarios, con expresión llorosa se reunían en un rincón, murmurando. No esperaban que ella les hablara, que aplacara su dolor. Que les dijera que todo iría bien cuando sabían que nada iría bien hasta que encontraran al Carnicero.

Miranda fue hasta el mapa que había dibujado de la zona de búsqueda. Había dividido el condado de Gallatin en cuatro cuadrantes, desiguales debido al terreno montañoso. Cada cuadrante estaba dividido en docenas de segmentos.

No habían llegado a cubrir ni dos cuadrantes desde el sábado pasado.

Seis puntos rojos, casi invisibles a simple vista, identificaban los lugares donde habían encontrado los otros seis cuerpos. Con mano temblorosa, sacó un bolígrafo rojo del bolsillo y dibujó un punto en el lugar donde había muerto Rebecca. La séptima víctima. La séptima víctima conocida, repitió para sí.

Miranda no necesitaba los puntos rojos para saber dónde habían encontrado los cuerpos. Tampoco necesitaba los puntos azules para saber dónde las habían visto por última vez. Tenía el mismo mapa, mucho más detallado, en la pared de su estudio en casa. Había pasado muchas noches, demasiadas, sentada en la cama estudiando la topografía, esperando que los puntos, líneas y tramas dibujadas le dijeran algo, cualquier cosa, a propósito de aquel cabrón que se divertía cazando a mujeres.

Sintió un sollozo atrapado en la garganta y se tapó la boca con ambas manos. Volvió su atención al punto situado al sudeste del de Rebecca. Era el punto de Sharon.

Tenía que volver al monte, pero había un problema: que Quinn estaba ahí.

Doce años antes, Quinn había sido su roca, su punto de apoyo. De alguna manera, la había salvado, algo que recordaba sólo cuando se lo permitía, cuando estaba sola en la cama, con sus lágrimas como única compañía.

Nunca olvidaría el día en que lo conoció en el hospital. Fue el día después de acompañar a la unidad de búsqueda del sheriff hasta el lugar donde Sharon había sido asesinada.

Aunque él la llevó a lo largo de cinco kilómetros el día antes, ella estaba demasiado perturbada para fijarse en presentaciones formales. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Y le agradeció que no mencionara su ataque de nervios cuando habló con ella, que seguía postrada en la cama del hospital.

No la mimaba como las enfermeras. No lloraba como su padre. No arrastraba los pies, presa de los nervios, como el sheriff Donaldson, que la había interrogado el día anterior.

Quinn Peterson era de granito, un tipo alto, fuerte y firme. Nunca flaqueaba, nunca mostraba compasión en su mirada.

Le dolía todo el cuerpo. Las heridas de los pies le ardían a pesar de los antibióticos y calmantes. Tuvieron que coserle muchas heridas y cortes, y llevaría esas cicatrices hasta el final de sus días. Los médicos le habían salvado los pechos, aunque los cortes eran muy profundos.

Ella estaba viva. Sharon estaba muerta. Las cicatrices de su piel no eran nada comparadas con el dolor incisivo de la culpa destrozándole el corazón.

– No tienes que hacerlo -le dijo el Agente Especial Quincy Peterson cuando Miranda insistió en acompañarlo al lugar donde las había tenido encerradas a ella y a Sharon.

– Sí, tengo que hacerlo, agente Peterson -dijo ella cuando salieron del hospital-. Tengo que acompañarlo.

No podía pensar en su dolor. Ahora, no. Era capaz de cualquier cosa para encontrar al hombre que había asesinado a Sharon, porque su mejor amiga estaba muerta y ella estaba viva.

Si eso significaba volver al cuchitril asqueroso, húmedo e infestado de ratones donde había permanecido encadenada siete días infernales, lo haría.

– Te entiendo -dijo él, y ella le creyó. Todos los que hablaban con ella daban la impresión de querer serenarla, pero aquel hombre no tenía esas intenciones-. ¿Crees que podrías llamarme Quinn? Agente Peterson suena demasiado formal.