– Ahora lo recuerdo -dijo Leaphorn-, pero no hubo nada concluyente, ¿verdad?
– Como de costumbre. El caso se cerró por falta de pruebas.
– Dijiste que esos dos te cuadraban, pero no Jorie. ¿Cómo es eso?
– Bueno, es que los dos son de por aquí. Ironhand es ute y Baker nació en el condado. Creo recordar que los dos tuvieron alguna participación en el rodeo, hicieron algunos trabajillos esporádicos, seguramente no terminaron la enseñanza secundaria; son jóvenes, relativamente -añadió, sonriendo a Leaphorn-. Al menos, comparados con nosotros. Tendrán unos treinta o cuarenta. Creo que Baker está casado, o lo estaba.
– ¿Son amigos?
La pregunta dio pasó a otro silencio reflexivo. Tras unos instantes, Potts dijo:
– Creo que ambos trabajaron en El Paso Natural en una ocasión, o en las obras del oleoducto. Si es importante, puedo decirte con quién debes hablar. Luego, creo que los dos estuvieron metidos en la milicia. Minutemen, creo que se llamaban.
Potts abrió los ojos, los entornó, se frotó los párpados, volvió a ponerse las gafas y miró a Leaphorn.
– ¿Has oído hablar de la milicia?
– Sí -dijo Leaphorn-. El invierno pasado celebraron una reunión constitutiva en Shiprock.
– ¿Te apuntaste?
– La cuota era muy cara -contestó Leaphorn-, pero, por lo visto, reclutaron a unos cuantos.
– Aquí tenemos dos versiones. La milicia, que nos protege de la administración territorial, de los servicios forestales y de otros setenta y dos organismos federales, y luego, los supervivalistas, que nos preparan para cuando lleguen un montón de helicópteros negros a hacer una redada general para llevarnos a los campos de concentración de las Naciones Unidas. Además, para los ricos se han montado el chanchullo de Salvemos Nuestras Montañas, que pretende arreglar las cosas para que los de la Ivy League no tengan que tratar con nosotros, los sureños de baja estofa, cada vez que salen de sus pistas de tenis.
Potts volvió a cerrar los ojos. Leaphorn esperó, al estilo navajo, hasta estar seguro de que Potts había terminado de hablar. Pero no había terminado.
– Ahora que lo pienso -añadió-, a lo mejor por ahí encaja Everett Jorie. Pertenecía a la milicia. -Potts se irguió en el asiento-. ¿No te acuerdas? Dirigía las charlas de la tarde en una emisora de radio de Durango. De derechas, una especie de versión intelectual de, ¿cómo se llamaba? Aquel tipo gordo… Ditto Head. Oyéndole hablar a él, Ditto parecía cuerdo. En fin, Jorie hacía proselitismo a favor de la milicia todo el tiempo. Citaba a Platón y a Shakespeare y leía fragmentos de Thoreau y Thomas Paine. Al final, se pasó de rosca y lo echaron de la emisora. Creo que fue un auténtico golpe para la milicia. Tengo entendido que Baker también pertenecía a la organización, al menos lo veía en las reuniones, y creo que también vi a George en una de ellas.
– ¿Jorie sigue en la milicia?
– No creo -contestó Potts-. Según dicen, tuvieron una bronca tremenda. Bueno, son todo habladurías, pero dicen que Jorie quería menos conversaciones y menos intercambio epistolar con sus representantes del congreso y más acción.
Potts había abierto los ojos de par en par y miraba a Leaphorn fijamente, esperando la pregunta lógica.
– ¿Por ejemplo?
– Son sólo habladurías, ya sabes, pero por ejemplo, volar una oficina de los servicios forestales.
– ¿O un embalse?
Potts soltó una risita.
– Estás pensando en aquella gran persecución de hace un tiempo, cuando robaron el camión cisterna, mataron a un policía y el FBI pensó que iban a llenar el camión de explosivos para volar el embalse y vaciar el lago Mead.
– ¿Cuál es tu teoría sobre aquel caso?
– ¿El del robo del camión cisterna? Supongo que necesitaban el agua para regar la plantación de marihuana.
Leaphorn asintió.
– El FBI no lo aceptó. Supongo que había partidas presupuestarias en juego. Necesitaban un poco de terrorismo para tener algo con lo que liarse; pero claro, si hubiera sido un asunto de agricultores de hierba, la pelota habría pasado a manos de los de estupefacientes. La competencia, el enemigo.
– Sí -dijo Leaphorn.
– Bueno -dijo Potts-, creo que ahora te toca a ti contarme en qué andas metido. Me han dicho que trabajas de detective privado. ¿Te han contratado los del casino ute para que recuperes el botín?
– No -dijo Leaphorn-. Si te digo la verdad, ni yo mismo sé tras lo que ando. Pero me enteré de algo y, como dispongo de mucho tiempo, empezó a intrigarme el asunto y empecé a indagar un poco por ahí.
– Simple aburrimiento, vaya -dijo Potts, poco convencido-. En la tele no hay nada interesante, así que te pareció bien darte una paliza de tres horas al volante y hacer una visita a Utah. ¿No es eso?
– Se acerca mucho -dijo Leaphorn-. Pero quiero preguntarte por otro nombre más. ¿Conoces a Roy Gershwin?
– Todo el mundo conoce a Roy Gershwin. ¿En qué anda ahora?
– ¿Puede tener algo que ver con los otros tres?
Potts lo pensó un momento.
– No sé por qué te cuento nada, Joe, si tú no me dices por qué preguntas. Pero, en fin. A ver. Roy Gershwin asistía a las reuniones de la milicia hace un tiempo. Tenía problemas con la administración territorial, los servicios forestales y los de servicios de conservación del suelo, o como se llame ahora, por unas tierras arrendadas y por un permiso de derecho a leña, también, creo que era eso. Por eso se volvió tan antigubernamental. Creo que Baker trabajó en su rancho en una ocasión. Y creo que su rancho linda con el de Jorie, o sea que son vecinos.
– ¿Buenos vecinos?
Potts volvió a ponerse las gafas, se irguió en el asiento y miró a Leaphorn,
– ¿Te acuerdas de Gershwin? Nunca ha sido lo que podríamos llamar un buen vecino. Y Jorie era peor todavía. En realidad, creo que Jorie había denunciado a Roy por no sé qué asunto. Poner denuncias era uno de los pasatiempos favoritos de Jorie.
– ¿Y qué denunciaba?
Potts se encogió de hombros.
– Cualquier cosa. A mí me denunció una vez porque su ganado entró en mis tierras y lo encerré. Luego, pretendía llevárselo sin pagarme el forraje. A Gershwin no me acuerdo por qué lo denunció. Creo que discutían por los límites de unos pastos arrendados. -Se detuvo a meditar-. O quizá, por cerrar un camino de acceso con una verja.
– ¿Alguno de los otros tres sabía pilotar?
– ¿Pilotar aviones? -Potts sonreía-. ¿Para atracar el casino ute y luego robar el avión al viejo Timms y escapar volando? Creía que te habías retirado de la policía.
A Leaphorn no se le ocurrió ninguna respuesta.
– ¿Crees que lo hicieron esos tres? -dijo Potts-. Vete a saber. ¿Por qué no? ¿Tienes idea de hacia dónde se fueron?
– No tengo mucha idea de nada, la verdad -dijo Leaphorn-; sólo me dedico a matar el tiempo.
– Por aquí hay unos cuantos rancheros que tienen avionetas -dijo Potts-, pero de esos tres, ninguno. Recuerdo haber oído a Jorie hablar de pilotar con la Armada, en su charla radiofónica, pero sé que no tenía ningún aparato. Gershwin se quejaba mucho de los aviones, de los que sobrevolaban su rancho. Decía que asustaban al ganado y creía qué era gente que lo espiaba cuando iba a robar objetos. En cuanto a Baker e Ironhand, por lo que yo sé, ninguno de los dos ha tenido jamás nada mejor que una camioneta vieja.
– ¿Sabes dónde vive Jorie? -preguntó Leaphorn.
Potts se quedó mirándolo.
– ¿Vas a ir a verlo? ¿Qué vas a decirle? ¿Fuiste tú quien robó en el casino y disparó a los policías?
– Si lo hizo, no estará en casa. Recuerda que huyeron volando.
– ¡Ah, claro! -dijo Potts, y se echó a reír-. Si el FBI, con I de Ineptos, lo dice, tiene que ser verdad. -Se levantó del asiento-. Espera un momento; voy a buscar papel y lápiz para dibujarte un plano.