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– Yo diría que aquí mismo -dijo Chee, e indicó el punto con un diente del tenedor.

– ¿Al lado mismo de esta carretera sin asfaltar?

– No. A un centenar de metros cuesta abajo, cerca del canal del Gothic.

El mapa que consultaban era el mejor, el editado hacía años por el Club del Automóvil del sur de California, y que la Asociación Americana del Automóvil había adoptado como «Guía del territorio indio»; se modificaba meticulosamente todos los años, a medida que las quiebras obligaban a cerrar, una a una, las áreas de servicio de las carreteras, y a medida que se asfaltaban caminos de tierra, las riadas convertían carreteras no asfaltadas en intransitables y demás pormenores. Leaphorn volvió a doblarlo por el lado del kilometraje a escala, pasó la escala al borde de su servilleta de papel y la aplicó después para medir la distancia entre las dos señales.

– Unos treinta kilómetros en línea recta -concluyó Leaphorn-, que a pie serán casi cincuenta porque hay que rodear los cañones.

– Me pareció un recorrido excesivamente largo para cubrir a pie sin ser necesario -dijo Chee-. Pero tengo más preguntas.

– Creo que tengo la respuesta a una de ellas -dijo Leaphorn-, si quieres creerlo.

– En realidad, lo que tengo es un cúmulo de preguntas -dijo Chee-. Jorie fue a casa, así que supongo que estaba seguro de que la policía no iría a por él. No conocían su identidad, todavía. ¿Cómo llegaron a identificarlo? Y ¿cómo llegó él a saber que lo habían identificado? Y ¿por qué sus dos cómplices no hicieron lo mismo que él? ¿Por qué no se fueron a casa? Y… así muchas cosas más.

Leaphorn había sacado un papel doblado del bolsillo de su chaqueta. Lo abrió y lo miró.

– La nota que Jorie dejó -dijo- explica algunas de esas cuestiones.

Chee, que se había prometido no dejarse sorprender por Leaphorn nunca más, se sorprendió. ¿Acaso el Lugarteniente Legendario se había largado sin más con la carta? Porque, sin duda, el FBI no le habría proporcionado una copia. Trató de imaginárselo pero no era posible. Legendario o no, Leaphorn en esos momentos no era más que una persona civil. Sin embargo, la carta que le había enseñado era, sin duda, una nota de suicidio, y el nombre que figuraba al pie era Jorie.

– No está firmada -dijo Chee.

– Estaba en la pantalla del ordenador de Jorie -dijo Leaphorn-. Esto es sólo una copia impresa.

Leaphorn imprimiendo una copia. Sí, eso sí podía imaginárselo. ¿El FBI lo sabría? Lo más seguro es que no. La leyó.

– ¡Caramba! -exclamó Chee-. Con esto hay que replantearse las cosas. -Miró a la profesora Bourebonette, que estaba observándolo, pendiente de su reacción, supuso Chee. Ella también había leído la carta. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a hacerlo?

– Hay algunos detalles que no encajan -dijo Leaphorn-. Por lo que encontró Dashee, sólo dos clases de pisadas, se diría que Jorie se separó de sus compañeros en otra parte. Quizá cerca de su casa, para poder llegar andando. Pero, si nos fijamos en el mapa, vemos que el camino de huida no pasaba por allí, su casa no quedaba de paso. En la carta dice que tenían intenciones de matarlo y que se escabulló. Eso parece indicar que se detuvieron en algún sitio, pero ¿dónde? Y ¿por qué?

– Buenas preguntas -dijo Chee.

– Con lo poco que sabía, hice una reconstrucción de los hechos -dijo Leaphorn-. Jorie: una especie de intelectual, ideólogo político y fanático, comete un atraco para financiar la causa, pero las cosas se complican. Hay víctimas imprevistas, al menos imprevistas para él. Descubre que sus compinches van a quedarse con el botín. Seguro que tuvieron una pelea o, al menos, una fuerte discusión. A Jorie tuvo que ocurrírsele que dejarle escapar representaría un peligro para ellos. ¿Cómo lo consiguió?

– No tengo la menor idea -dijo Chee.

– Pongamos que todavía estaba con ellos cuando abandonaron la camioneta. ¿Crees que Dashee no habría visto sus huellas?

– Se detuvieron en un lugar llano y extenso, cubierto en su mayor parte por polvo seco. Dashee hace bien su trabajo y, en esas condiciones, sería difícil no descubrir huellas recientes.

– ¿Y hay algún lugar por allí donde esconderse?

– No -dijo Chee-. Unas matas de enebro impedían que la camioneta se viera a simple vista desde la carretera, pero no había ningún sitio donde esconderse; nada en absoluto, y menos aún si andaban buscándolo.

– Supongo que iba armado -dijo Leaphorn-. A lo mejor los amenazó, ya sabes, «Me largo. Dejadme marchar o disparo».

– Podría ser -dijo Chee.

La camarera volvió. Leaphorn retiró el mapa para dejar sitio a los platos y luego miró a Chee.

– Querías decirme una cosa, ¿no?

– ¡Ah, sí! Sobre Ironhand. ¿Qué sabe de él?

– Muy poco.

Chee se quedó a la espera, pensando que le diría algo más. Por lo que le había dicho Dashee, Leaphorn sabía suficiente sobre George Ironhand como para incluirlo en la lista de nombres por los que preguntaba a Potts. Pero, por lo visto, no iba a explicárselo.

– Dicen que un ute que se llamaba igual, hará unos noventa años, llegó a nuestro territorio cruzando el San Juan con una banda de salteadores. Robaban caballos, ovejas y cuanto encontraban, mataron a gente y demás. Los navajos los persiguieron, pero desaparecieron en la tierras áridas de Nokaito Bench. Quizá se refugiaran en Chinle Wash o en el río Gothic. Así comenzó la leyenda de que Ironhand era una especie de brujo ute capaz de volar. Nuestro pueblo, tan pronto lo veía al fondo del cañón como en lo alto del precipicio, sin que hubiera camino de por medio. A veces sucedía al revés, primero lo veían en la cima y luego al fondo. Fuera como fuese, nunca llegaron a atrapar a Ironhand.

Leaphorn dio un pequeño mordisco a la hamburguesa que había pedido y se quedó pensando.

– Louisa -dijo-, ¿has recogido algo semejante en tu colección de leyendas?

– He leído una historia parecida -dijo la profesora Bourebonette-. Un hombre llamado Dobby hacía incursiones al otro lado del San Juan por la misma época, más o menos. Pero más al oeste, en la zona del valle Monument. Creo que eso es aproximadamente lo que consta en los registros. Un navajo llamado Littleman consiguió tenderle una emboscada por fin en el cañón del San Juan. Por lo que cuenta la historia, mató a Dobby y a dos más. Pero eran indios paiutes y todo sucedió antes, en la década de 1890, creo recordar.

Leaphorn asintió.

– Yo también he oído a los ancianos de mi familia hablar acerca de eso. En el clan de mi madre, a Littleman lo conocían como Dine' Frente Roja.

– Y también originó una especie de leyenda de brujos -dijo Louisa-. Dobby hacía invisibles a sus hombres.

Leaphorn dejó el tenedor en la mesa.

– Mañana vas a entrevistar a una anciana ute en Towaoc, ¿no es así? ¿Por qué no compruebas lo que recuerda sobre el legendario Ironhand?

– ¿Por qué no? -contestó la profesora Bourebonette-. Entra en mi temario. El hombre al que os referís será probablemente el hijo de Ironhand, el nieto o el biznieto. -Sonrió a Chee-. Qué poco cambian las cosas. Ha pasado un siglo y el problema vuelve a ser el mismo en los mismos cañones.

Chee asintió y le devolvió la sonrisa, pero en su fuero interno pensaba que había una diferencia. En la década de 1890, o en la de 1910, o cuando fuera, los chicos del FBI no andaban por allí diciendo a la patrulla del sheriff local cómo organizar la busca y captura.

Capítulo 14

Desde donde Joe Leaphorn estaba sentado se veía el raro perfil del monte Ute Durmiente por una ventana y, por otra, a unos mil quinientos metros colina abajo, el casino ute. Mirando al frente, veía a Louisa y a Conrad Becenti, el intérprete. Estaban sentados a una mesa pequeña cambiando la cinta de la grabadora. Detrás de ellos, en un sofá azul intenso de plástico, colocado contra la pared, se encontraban una mujer ute muy anciana y de aspecto frágil que se llamaba Bashe Lady, su nieta, rechoncha y de mediana edad, y una niña de unos doce años que sería su biznieta, supuso Leaphorn. Él ocupaba una silla de respaldo recto, llevaba mucho tiempo ya allí sentado, pero todavía no se intuía el final de la sesión.