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Leaphorn aprovechó el momento de silencio. Era evidente que la biznieta sabía mucho más sobre el joven Ironhand, de modo que dejó a un lado los buenos modales e intervino.

– ¿Qué hizo en el ejército? ¿Era un especialista o algo así?

– Era francotirador -le contó a Leaphorn-. Le condecoraron con la estrella de plata por matar a cincuenta y tres soldados enemigos, luego lo hirieron a él y entonces también le dieron el corazón púrpura.

– Cincuenta y tres -dijo Leaphorn, pensando que el autor de los disparos en el atraco al casino sólo podía ser George Ironhand, y que odiaría tener que vagar por los cañones buscándolo.

– ¿Sabes dónde vive?

La expresión de la nieta parecía indicar que no le gustó la pregunta. Miró fijamente a Leaphorn y meneó la cabeza.

Becenti volvió la cabeza para mirarlo también y le dijo algo a Bashe Lady, a lo que ella respondió con unas pocas palabras y un par de gestos de la mano. En resumen, dijo que Ironhand criaba ganado en un lugar al norte del río Montezuma, aproximadamente la misma zona que Potts le había indicado a Leaphorn y que aparecía en la nota de suicidio de Jorie.

Leaphorn volvió a intervenir.

– Louisa, ¿podrías preguntarle si alguien sabe cómo logró escapar de los navajos el primer Ironhand?

Becenti se empezaba a interesar también por el tema, así que no esperó a que la profesora diera su conformidad y preguntó a la anciana. Bashe Lady se rió, contestó y volvió a reírse. Becenti se encogió de hombros.

– Dice que los navajos creían que escapaba como un pájaro, pero en realidad escapaba como un tejón.

Entonces, la nieta le dijo algo rápidamente a Bashe Lady en ute; la anciana la miró enfadada y entonces, avergonzada, decidió que no sabía absolutamente nada más sobre Ironhand.

En el camino hacia Shiprock, una vez terminada la entrevista, Louisa quería hablar de Ironhand hijo, como había empezado a llamarlo. Dijo que la sesión había sido positiva. Muchas cosas sobre la mitología, la religión y las costumbres de los utes ya estaban recogidas en libros, pero otras, tal como dijo ella, «arrojaban alguna luz sobre la evolución de los mitos de la cultura anterior a la alfabetización en relación con los cambios generacionales». La información sobre Ironhand era interesante.

Después de decirlo, miró a Leaphorn y le sorprendió sonriendo.

– ¿Qué pasa?-le preguntó, recelosa. La sonrisa llegó a ser una risa.

– Sin ánimo de ofender, pero es que cuando hablas así, me trasladas directamente a Tempe, en Arizona, a las tardes soporíferas de las aulas con débil aire acondicionado del estado de Arizona, y a las voces de mis profesores de antropología.

– Bueno -dijo ella-, eso es lo que soy. -Pero también se rió-. Supongo que es deformación profesional, y cada vez más aguda. Ahora, lo que se lleva es el minimalismo, con su propia jerga. De todos modos, Bashe Lady es una buena fuente. Cuando menos, deja traslucir la hostilidad que todavía conservan hacia los Cuchillos Sangrientos, como los serbios hacia los croatas.

– Sólo que, actualmente, nos hemos civilizado tanto que ya no nos matamos unos a otros, sino que nos casamos unos con otros, nos compramos coches usados unos a otros y sólo los invadimos para reventar sus máquinas tragaperras.

– Está bien, me rindo.

Pero Leaphorn todavía estaba algo irritado, después de un largo día escuchando tratar a su pueblo de brutal invasor.

– Y, como muy bien sabes, profesora, los agresores fueron los utes, que eran chochonis, guerreros de las grandes llanuras; ellos nos atacaban a nosotros, que somos atapascos pacíficos, agricultores y pastores.

– Y ¿a quién robaban las ovejas esos pastores pacíficos? -dijo Louisa-. Bueno, da lo mismo; estoy tratando de calcular la cronología de nuestro segundo Ironhand. ¿No crees que ahora sería muy viejo para ser el bandido al que todos buscan?

– Quizá no -dijo Leaphorn-. El primer Ironhand todavía estaba activo en 1910, cuando aquí empezó a imponerse de verdad el orden público. Dijo que el Ironhand de ahora fue un hijo tardío del primero. Pongamos que el hijo naciera a principios de los cuarenta. Biológicamente, es posible y, además, tendría la edad apropiada para haber ido al Vietnam.

– Eso creo. Por lo que dijo de él, si yo fuera uno de los que andan por ahí buscándolo, desearía que no se tratara del mismo.

Leaphorn asintió. Se preguntó cuánto sabría el FBI sobre Ironhand y, en caso de que supieran algo, cuántos datos habrían compartido con las autoridades locales. Pensó en lo que había dicho Bashe Lady sobre la facilidad con que Ironhand se escabullía de los navajos que lo perseguían; no como un pájaro, sino como un tejón. Los tejones, cuando no se enfrentaban a su enemigo, huían internándose en sus madrigueras. Las madrigueras de los tejones tenían una salida y una entrada. Una idea interesante, teniendo en cuenta que el terreno de caza era tierra de cañones y minas de carbón.

Capítulo 15

En los mapas dibujados por los geógrafos, se llama meseta del Colorado; son treinta y cuatro millones de hectáreas que se extienden por Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah, una superficie mayor que cualquiera de esos estados, alta, seca y cortada por innumerables cañones erosionados hace millones de años, cuando los glaciares se fundieron y no dejó de llover en miles de años. Las pocas gentes que la habitan la llaman Four Corners, Altura Seca, Tierra de Cañones, Tierra de Roca Resbaladiza, Gran Vacío… En una ocasión, un escritor, en términos más poéticos, la denominó Tierra del Tiempo y el Espacio Suficiente.

Aquella tarde calurosa, al sargento Jim Chee de la policía tribal navaja se le ocurrían otros nombres con que bautizarla, ninguno de ellos halagador, y alguno, sobre todo cuando resbaló y cayó entre unos cardos, rotundamente obsceno. Había pasado el día con el agente Jackson Nez, recorriendo con precaución el pie de uno de los cañones, sudando profusamente a causa del chaleco proporcionado por el FBI, con un localizador electrónico por satélite, un aparato de detección de calor corporal y un rifle con mira telescópica. Lo que desesperaba a Chee más aún que todo el cúmulo de circunstancias era la certidumbre de que el agente Nez y él estaban perdiendo el tiempo.

– No es una pérdida de tiempo absoluta -dijo el agente Nez-, porque, en cuanto los federales den por registrados unos cuantos cañones, declararán muertos a los fugitivos y pondrán punto final al asunto.

– No cuentes con ello -dijo Chee.

– Entonces, los fugitivos nos verán llegar y nos dispararán, los federales detectarán un círculo de zopilotes, encontrarán nuestros cadáveres, traerán aquí sus equipos de forenses, harán comparaciones, decidirán de dónde provenían los tiros y localizarán a los malos.

– Qué visión tan reconfortante -dijo. Chee-; resulta agradable trabajar con alguien tan optimista.

Nez hablaba sentado a la sombra en un bloque de piedra arenisca, con el chaleco antibalas a modo de cojín. Sonreía, satisfecho de su propio sentido del humor. Chee estaba de pie en el fondo arenoso del río Gothic, con el chaleco puesto, ajustando el localizador. Allí, lejos de los precipicios, se suponía que el aparato entraba en contacto directo con el satélite, y que los números exactos de longitud y latitud aparecerían en su diminuta pantalla.

Así ocurría a veces, en efecto, como en ese momento. Chee apretó el botón de enviar, leyó los números acercándose al micrófono incorporado, cerró el aparato y consultó el reloj.

– Vamonos a casa -dijo-, a menos que quieras acumular muchas más horas extraordinarias.

– El dinero me vendría bien -dijo Nez.

Chee se rió.

– A lo mejor te lo incluyen en el cheque de jubilación. Todavía no nos han pagado las horas extra de la maratón de escalada del Gran Cañón que hicimos en el noventa y ocho. Vámonos de aquí antes de que anochezca.