– Bueno, el hospital de San Juan tiene buena reputación. Supongo que poco a poco…
– Creen que está implicado en el robo -dijo Bernie-. Es decir, así lo cree el FBI. Le han puesto vigilancia en la puerta.
– ¿Ah, sí? -dijo Chee, y esperó de nuevo.
Si Bernie sabía por qué el FBI sospechaba eso, se lo diría enseguida. Lo único que sabía, por lo que había leído y oído, era que los bandidos habían matado al jefe de seguridad del casino y herido gravemente a un guardia. Y que luego, durante la huida, habían disparado a un agente en la carretera de Utah que les dio el alto por exceso de velocidad.
– No tiene sentido -dijo Bernie, al borde de las lágrimas.
– No parece tenerlo. ¿Por qué iban a disparar contra uno de los suyos?
– Creen que Teddy era el infiltrado -dijo Bernie-, y que los ladrones le dispararon porque los conocía y no confiaban en él.
Chee asintió en silencio. No había necesidad de preguntar a Bernie cómo estaba al corriente de información tan confidencial. Aunque el caso no fuera suyo, era policía y, si de verdad quería enterarse de algo, sabía a quién acudir.
– No parece muy convincente -dijo Chee-. También dispararon a Cap Stoner, él era el jefe de seguridad del casino. ¿No tendrían que haber sospechado antes que era Stoner el infiltrado?
Se levantó, llenó una taza de café y se la ofreció a Bernie, dándole así un poco de tiempo para pensar en la respuesta.
– Todo el mundo apreciaba a Stoner -dijo-, al menos los veteranos. Y Teddy ya había tenido algún problema anteriormente. Cuando era sólo un muchacho, lo detuvieron por tomar prestado un camión.
– Bueno, eso no es grave -dijo Chee-, y además, el condado no le rechazó como ayudante del sheriff.
– No fue más que una cosa de chiquillos -dijo Bernie.
– Menos convincente aún, en tal caso. ¿Tienen algo más contra él?
– En realidad, no -dijo ella.
Chee esperó; la expresión de Bernie le indicaba que estaba a punto de decirle algo peor. O quizá no. Tal vez no se lo dijera.
Bernie suspiró.
– Algunos testigos del casino dijeron que aquella noche se comportaba de forma extraña, que estaba nervioso. En lugar de vigilar dentro del local, no paraba de salir al aparcamiento. Cuando terminó su turno, se quedó por allí; le dijo a un encargado de la limpieza que estaba esperando a que vinieran a buscarlo.
– De acuerdo -contestó Chee-, ya lo entiendo; creen que estaba esperando la llegada de los ladrones, por si necesitaban ayuda.
– Pero no es así. Estaba esperando a otra persona.
– Entonces, no hay problema. En cuanto se recupere lo suficiente como para hablar, les cuenta a los federales a quién esperaba; luego, ellos lo confirman y se acabaron los motivos para retenerlo -dijo Chee, pensando que, seguramente, habría algo más.
– No creo que lo cuente -replicó Bernie.
– ¡Ah! ¿Quieres decir, que estaba esperando a una mujer? -No ahondó más; no le preguntó por qué sabía tanto ni por qué no se lo había contado al FBI, ni tampoco por qué había ido allí a contárselo a él.
– No sé qué debo hacer -dijo Bernie.
– Nada, seguramente -contestó Chee-, porque si dices algo, querrán saber de dónde sacaste la información, y después hablarían con su mujer y el matrimonio se echaría a perder.
– No está casado.
Chee asintió, pensando en las razones que podían llevar a un tipo a no querer que todo el mundo se enterase de que una mujer iba a recogerlo a las cuatro de la madrugada. Simplemente, no se le ocurría ninguna válida en ese instante.
– Querrán sacarle el nombre de los ladrones -dijo Bernie-; encontrarán la forma de retenerlo hasta que hable. Pero él no sabe quiénes son, así que le acusarán de cualquier cosa para retenerlo.
– Acabo de llegar de Alaska-dijo Chee-, de modo que no sé nada de todo esto, pero supongo que, a estas alturas, ya tendrán una idea clara de a quién buscan.
– No -replicó Bernie, meneando la cabeza-, no lo creo. Tengo entendido que van algo perdidos. Al principio, hablaban de militantes de grupos de derechas, una cuestión política. Pero ahora, según me han dicho, no tienen pistas.
Chee asintió. Eso explicaba por qué el FBI había anunciado con tanta prisa el asunto del aeroplano; era una forma de dar un respiro al agente encargado de la zona.
– ¿Estás segura de que Bai esperaba a una mujer? ¿Sabes quién era?
Bernie titubeó.
– Sí.
– ¿No puedes informar a los federales?
– Supongo que sí; informaré si es necesario. -Posó la taza de café en la mesa sin haberlo probado-. ¿Sabes lo que estaba pensando? Que tú trabajaste aquí mucho tiempo, antes de que te mandaran a Tuba City, y conoces a mucha gente. Si el FBI cree que ya tiene al infiltrado, no buscarán al auténtico, y, creo que si hay alguien capaz de descubrir al verdadero hombre del interior del casino, ése eres tú.
Chee vaciló. Tomó un sorbo de café y trató de clarificar la mezcla de reacciones que le producía todo aquello. La confianza que Bernie depositaba en él era halagadora, aunque insensata. ¿Por qué le decepcionaba la idea de que Bernie tuviera una aventura con ese guardia de seguridad por horas? Tendría que sentir alivio y, sin embargo, aquello le producía un sentimiento de vacío y abandono.
– Indagaré un poco -contestó Chee.
Capítulo 3
El único cliente que había en la taberna navaja de Window Rock se encontraba en un rincón, sentado a una mesa ante un vaso de leche. Llevaba un desaliñado Stetson gris de fieltro y estaba leyendo el Gallup Independent. Joe Leaphorn se quedó de pie un momento en la entrada observándolo: Roy Gershwin, mucho más envejecido, curtido y agotado de lo que recordaba. Pero hacía años que no le veía: desde que le ayudara a detener a un guardabosque del servicio forestal que se dedicaba a engrosar sus ingresos extrayendo objetos de las tumbas anasazis, en unos pastos federales arrendados por el propio Gershwin. De eso hacía al menos seis años, más o menos cuando Leaphorn empezaba a pensar en retirarse. Pero se conocían de mucho antes, de los años de novato de Leaphorn, de un verano en que había detenido a un asalariado de Gershwin por una denuncia de violación: un mal comienzo con final feliz. Aquélla fue la primera vez que oyó la voz de Gershwin, grave, ronca y cascada de tanto whisky, una voz furiosa que le decía que había arrestado a un inocente. Por la mañana, cuando contestó al teléfono, reconoció esa curiosa voz al instante.
– Lugarteniente Leaphorn -le había dicho por teléfono-, tengo entendido que ya se ha retirado; ¿es eso cierto? En tal caso, supongo que le importuno.
– Señor Gershwin -contestó Leaphorn-, ahora no soy más que señor Leaphorn, y me alegro de hablar con usted. -Se sorprendió al oírse decir esas palabras.
Eran los efectos de la jubilación y de lo que quedaba por delante. Ese viejo ranchero nunca había sido amigo suyo; en realidad, no era más que una entre las miles de personas con las que había tratado a lo largo de toda una vida de policía. Sin embargo, ahí estaba, contento de que el teléfono hubiera sonado, contento de tener a alguien con quien hablar.
Pero Gershwin había dejado de hablar y siguió un largo silencio. Luego, le oyó aclararse la voz y decir:
– Me temo que lo que voy a decirle no será ninguna novedad. Resulta que tengo un problema, aunque supongo que, siendo policía, ya habrá oído esta frase infinidad de veces.
– Son gajes del oficio -contestó Leaphorn.
Dos años antes, habría protestado por semejante llamada. Ahora no. Consecuencias de la soledad.
– Bien -dijo Gershwin-, tengo un problema que no sé cómo resolver y me gustaría contárselo.
– Oigámoslo.
– No es adecuado tratarlo por teléfono -replicó Gershwin.
Así pues, se citaron a las tres en la taberna navaja. Faltaban tres minutos para la hora convenida. Gershwin levantó la cabeza, vio acercarse a Leaphorn y se puso de pie para indicarle que se sentara en una silla frente a él.