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Chee se inclinó hacia adelante y se colocó la bolsa de hielo, invadido por la sensación de haber vivido antes esa misma escena, de haber tenido la embotadora impresión de ser intelectualmente torpe. Había oído a Leaphorn pronunciar esa especie de preámbulo muchas veces, y sabía adonde iba a parar. Era el modo que tenía el Lugarteniente Legendario de plantear una conclusión procurando que Chee, el inexperto «chico para todos» que le habían asignado, no se sintiera más tonto de lo necesario.

– La verdad es que todo esto indica que los ladrones, sin la radio, están desesperados por averiguar qué demonios está pasando. Tienen que saber si pueden huir ya o no.

– Exacto -dijo Leaphorn-. Es la misma conclusión a la que yo he llegado. Pero permíteme añadir un dato que tú no tenías. Creo que te dije que a lo mejor llamaba a Jay Kennedy para ver si podía facilitarnos los resultados del laboratorio del FBI sobre el examen de la radio. Pues me llamó ayer y me dijo que su amigo del laboratorio le había explicado que habían averiado la radio a propósito.

Chee dejó de retocarse la bolsa de hielo y se quedó mirando a Leaphorn fijamente: éste acababa de decir que había preguntado a Kennedy si podía «facilitarnos», en plural.

– ¿A propósito? -preguntó Chee-. ¿Por qué iban a estropearla a propósito? Ah, un momento. Permítame plantear la pregunta de otra forma. ¿Cuál de ellos la estropeó y por qué? ¿Y cómo determinó el departamento que la habían estropeado adrede?

– No subestimes nunca a la gente del laboratorio del departamento. Cogieron el aparato y comprobaron si había huellas dactilares, de las que se suelen dejar al cambiar las pilas o algo así. Entonces, vieron que habían cortado con algo afilado unas conexiones del interior, con la punta de un cuchillo, quizá.

Chee se quedó pensando un momento.

– Huellas dactilares -dijo-. ¿Encontraron huellas dactilares? De ser así, serían de Jorie. Jorie, sabiendo que lo iban a traicionar, habría preparado el sabotaje para vengarse.

– Sólo había huellas parciales -dijo Leaphorn-, pero no pertenecían a nadie que tuvieran en los archivos.

Mientras reflexionaba sobre ello, Chee se dio cuenta de que Leaphorn lo miraba atentamente, esperando su reacción. ¿De quién tendría huellas dactilares el FBI? De Jorie sí, desde luego, porque tenían su cuerpo. De Ironhand, quizá, si se las habían tomado a los soldados del Vietnam. También era probable que tuvieran las de Baker, porque le habían detenido por delitos menores más de una vez.

– De todos modos, pudo haber sido Jorie -dijo Chee-; a lo mejor se puso guantes, o un pañuelo, y tuvo mucho cuidado con el cuchillo.

Leaphorn asintió sonriendo.

«Se alegra de mis razonadas conclusiones -pensó Chee-. Quizá Bernie estaba en lo cierto. A lo mejor me aprecia».

– Supongo que las huellas no significan gran cosa -dijo Leaphorn-, serán del dependiente de la tienda que colocó las pilas. Yo también pensaba en Jorie, me sigue pareciendo el candidato más lógico.

– Motivos tenía, desde luego. Hay que suponer que encontró la ocasión de manipular el aparato después de enterarse de lo que planeaban.

Leaphorn asintió.

– Si había decidido denunciarlos, no querría que supieran que la policía ya los había identificado. No querría que se enteraran de nada por radio.

Chee asintió.

– Pero, de todos modos, ahí hay un problema.

– Sí -dijo Chee, preguntándose a qué se referiría Leaphorn-. Todavía quedan muchas preguntas sin respuesta.

– Jorie debía de estar convencido de saber lo que decía cuando dejó constancia en su nota de dónde ir a buscarlos. A sus casas, dijo, o a ese lugar del norte. El FBI fue a buscarlos y no los encontró. ¿Por qué? -Miró a Chee por si le ofrecía alguna respuesta.

– No confiaban en él -dijo Chee.

Leaphorn asintió.

– No. También ellos lo estaban traicionando. -Tocó el mapa-. Y además: ¿por qué aparecieron en este otero?

– Tengo dos respuestas a esa pregunta. Escoja la que quiera. Una: creo que podían tener otro vehículo escondido en alguna parte, no lejos de donde abandonaron la camioneta. Cowboy dijo que no encontraron huellas, ninguna marca, nada. Pero en ese lugar tal vez las borraran, sabiendo que era necesario, y se tomaran su tiempo para hacerlo bien.

Leaphorn aceptó la teoría con un levísimo asentimiento.

– La segunda respuesta enlaza con lo que usted descubrió sobre Ironhand. Conocía el escondite que en sus tiempos utilizaba su padre, sabía cómo conseguir escapar de aquella forma mística, mágica. Por eso, creo que el escondite está en los alrededores, cerca de aquí. Los ladrones llevaron allí comida y agua, y allí piensan quedarse hasta que se presente la ocasión de escapar. Por eso pasaron por encima de la piedra con la camioneta, para que se rajara el cárter y el FBI pensara que habían abandonado el vehículo por necesidad. Luego, se fueron andando a su escondite.

Leaphorn asintió a la segunda teoría con un poco más de entusiasmo.

– Pero a Jorie no le dijeron nada de todo eso. Era un secreto entre ellos dos, lo cual significa que la traición estaba planeada mucho antes de cometer el atraco.

– Sin duda -dijo Chee.

– Estoy pensando en el segundo lugar que Jorie indicó a la policía. Queda al norte, en dirección hacia Blanding, muy lejos del lugar donde abandonaron la camioneta.

Chee suspiró.

– Sería maravilloso que Cowboy hubiera descubierto huellas de tres personas alrededor de la maldita camioneta.

Leaphorn se rió.

– Dejemos eso a un lado de momento y volvamos a la segunda idea. Digamos que Baker e Ironhand tenían preparado un escondite. Jorie no estaba ya con ellos cuando llegaron allí, así que Baker e Ironhand abandonaron la camioneta y se pusieron a andar. No pudo ser una caminata larga porque, si creemos lo que Jorie dijo en la carta, debían de ir cargados con un montón de billetes, suponiendo que no lo hubieran dejado en otra parte, pero ¿por qué iban a hacerlo?

– ¿Cargados? No creo que los billetes pesen mucho.

– Supongo que el casino ute no maneja muchos billetes de cien dólares, así que, calculando en billetes de diez, salen unos cuarenta y cinco mil.

– ¡Maldita sea! -exclamó Chee-, un factor más que tener en cuenta.

– Por otra parte, la anciana ute dijo que los utes a veces llamaban Tejón al primer Ironhand. Dijo que desaparecía del fondo del cañón y reaparecía en lo alto. O al revés. ¿Te acuerdas? Dijo que los navajos que lo perseguían pensaban que podía volar.

– Sí -dijo Chee.

Pero estaba pensando en un gran problema que planteaba la segunda idea. Y la primera también, en realidad: Jorie. Según lo que decía en la carta sobre el lugar donde encontrar a sus compinches, debió de escapar de ellos mucho antes de que abandonaran la camioneta. Las distancias eran excesivas, sobre todo si tenían que acarrear casi cincuenta kilos en billetes, además de las armas. Pero ¿cómo pudo haberse escabullido? Pudo hacerlo, probablemente, pero entonces, ¿por qué creía que sus compañeros irían a casa? ¿Acaso no sabía que ellos esperarían que los traicionara?

Entre tanto, Leaphorn desarrollaba su propio hilo especulativo.

– Al pensar en los tejones, pensé en agujeros en el terreno -dijo-, en minas viejas de carbón. En esta parte del mundo hay más de las que debería haber. Hay carbón por todas partes. Luego, con el auge del uranio en los cuarenta, los geólogos se acordaron de que las vetas de carbón solían ir acompañadas de depósitos de uranio, y volvieron a cavar.

– Sí -dijo Chee-. Vimos tres o cuatro minas viejas cuando fuimos a buscar huellas al cañón del Gothic.

– ¿De qué profundidad? -preguntó Leaphorn, interesado-. ¿Eran auténticas galerías o sólo agujeros donde la gente va a buscar unos cuantos sacos?

– Nada serio -dijo Chee-. Sólo un agujero de donde alguien extrajo un saco para su choza.