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– Cuando los colonos mormones se trasladaron a mediados del siglo xix, descubrieron que los navajos extraían algo de carbón de las vetas superficiales. Y los utes también. Pero los mormones necesitaban más cantidad para sus fundiciones, así que excavaron una galería de verdad. Luego llegó el desarrollo de los pozos de Aneth y encontraron gas natural para usar como combustible. Las minas ya no eran rentables. Rellenaron algunas y otras se hundieron. Pero tiene que quedar alguna por los alrededores, estoy seguro.

– ¿Cree que pueden estar escondidos en una mina? No lo sé. Donde yo vivía de pequeño, cerca de Rough Rock, la gente extraía pequeñas cantidades de carbón, pero siempre de las capas superficiales. Lo llamábamos minas de agujero de perro, y no servirían de escondite a nadie.

– Eso es en las montañas Chuska -dijo Leaphorn-, que es terreno volcánico. Pero en el cañón del Gothic, el terreno es principalmente de sedimentos, una capa sobre otra.

– Cierto.

– Un veterano de Mexican Water, un viejo que se llamaba Mortimer, creo, me contó que había una especie de rampa en el precipicio del lado sur del San Juan, enfrente de Bluff, desde el borde del precipicio hasta abajo. Me dijo que su pueblo extraía carbón de las vetas del cañón, lo subían hasta arriba en carros de bueyes y luego lo arrojaban por la rampa y, con carretas, lo transportaban río abajo y lo llevaban a la otra orilla en un transbordador funicular.

– ¿En qué época era eso? -preguntó Chee, menos escéptico.

– Me lo contó hará unos cuarenta años, diría yo, pero se refería a sus padres, cuando él era pequeño. Es decir, sería sobre 1880, más o menos. Me gustaría echar un vistazo a esa vieja mina, si todavía existe.

– ¿Cree que la encontraríamos, que encontraríamos restos de la senda de las carretas y que podríamos seguirlas? El problema es que estas sendas suelen desaparecer al cabo de cien años.

– Creo que podríamos localizarla de otra forma -dijo Leaphorn-. ¿Te has fijado alguna vez en los avisos que colocan en los tablones de anuncios de las salas capitulares? Los pone la delegación de Protección del Entorno. Son mapas donde el departamento comunica los lugares que va a sobrevolar con sus helicópteros para comprobar el estado de las minas antiguas.

– Los he visto -dijo Chee-, pero lo que hacen es localizar minas antiguas de uranio, para neutralizar las fugas radiactivas.

– Básicamente sí. Lo que aparece en los monitores son las zonas de alto nivel de radiación. Los filones de carbón suelen asociarse con depósitos de uranio, y el filón al que se refería Mortimer debía de ser muy grande. Yo no trabajo aquí, pero si lo hiciera, llamaría a la delegación de Protección del Entorno de Flagstaff y comprobaría si tienen algún mapa de minas viejas de esa parte de la reserva.

– Creo que puedo hacerlo -dijo Chee con poca convicción.

– Hay una razón que me hace sentirme optimista -dijo Leaphorn-. La profundidad de las vetas de carbón es muy variable por aquí. Algunas están en la misma superficie, otras, a cientos de metros y otras a profundidad intermedia. No podría transportarse el carbón desde el pie del cañón hasta el río, es demasiado escarpado y hay muchos obstáculos. Estoy pensando que los mormones debieron de cansarse de transportarlo hasta la cima después de haberlo extraído de las profundidades, y excavaron hasta la veta desde la cima del otero. Para luego izarlo hasta la cima con una suerte de montacargas, como se hace todavía en muchas minas subterráneas.

– Lo cual explicaría la capacidad de Ironhand para volar desde el pie hasta la cima -dijo Chee- y las dos entradas de la guarida de nuestro Tejón.

Descolgó el teléfono, marcó el número de información y pidió el número de la delegación de Protección del Entorno de Flagstaff.

Capítulo 20

Después de hacer cuatro llamadas y explicar seis o siete veces lo que quería a los distintos funcionarios de las diversas oficinas del Ministerio de Energía y de la delegación de Protección del Entorno de Las Vegas, en Nevada y en Flagstaff, Arizona, al sargento Jim Chee le mencionaron un prometedor número de teléfono de Nuevo México.

– Llame a este número de Farmington -dijo el amable funcionario de Albuquerque-, es el de la sede fija del proyecto, y pregunte por el operario de la sede fija o por el director del proyecto. -El teléfono lo devolvió al aeropuerto de Farmington, a menos de cincuenta kilómetros de su dolorido tobillo.

– Bob Smith al habla -contestó una voz.

Chee se identificó y resumió su petición.

– ¿Es usted el director del proyecto?

– Soy una mezcla entre mecánico del helicóptero y conductor del camión cisterna -dijo Smith-, y no soy la persona idónea para informarle de eso. Voy a ponerle con P.J. Collins.

– ¿Qué cargo tiene él?

– Se trata de una mujer -dijo Smith-, y podríamos decir que es la jefa de la sección científica de este trabajo. Espere un momento, que le paso.

P.J. contestó al teléfono con un «Sí» de los que utiliza la gente muy ocupada. Chee le explicó el caso apresurándose un poco.

– ¿Tiene que ver con el atraco al casino y con el ataque a los policías?

– Pues sí -dijo Chee-. Estamos comprobando los lugares donde han podido esconderse. Sabemos que hay una antigua mina de carbón en el cañón del Gothic, abandonada desde hace unos ochenta o noventa años, y pensamos que tal vez…

– Buena ocurrencia -dijo P.J.-, sobre todo lo de «tal vez». El carbón de esa parte del mundo contiene uranio. Bueno, todo el carbón tiene algo de radiactividad, pero, en esa zona, la concentración es mayor que en la mayoría. Pero si hace tantos años, la materia radiactiva habrá sido arrastrada o habrá perdido intensidad. De todos modos, si me indica de modo aproximado la ubicación de la mina, le diré si hemos supervisado esa zona. En caso afirmativo, le pediré a Jesse que compruebe los mapas del furgón y que me diga qué puntos de concentración han detectado, si es que han detectado alguno.

– Muy bien -dijo Chee-. Creemos que la mina fue excavada en la ladera oriental del cañón del Gothic. Debe de estar en un radio de unos quince kilómetros alrededor del cañón, donde se une al San Juan en dirección sur.

– No hay problema -dijo P.J.-. Esa zona pertenece a la reserva navaja, la que cubre nuestro contrato, precisamente. El Ministerio de Energía nos ha contratado para arreglar los desperfectos que causaron después de la búsqueda de uranio. Nos proporcionan helicópteros y pilotos y nosotros ponemos los técnicos.

– ¿Cree que ya han supervisado esa zona?

– Hoy, posiblemente -dijo-. Hemos cubierto el sur de Bluff y el río Montezuma esta semana. Si no han estado hoy allí, irán mañana.

Chee se había sentido como un pelele durante casi todas las conversaciones telefónicas anteriores, lo que le había hecho caer de nuevo en el escepticismo. Pero de pronto empezó a emocionarse de nuevo; parecía que P.J. se lo tomaba en serio.

– ¿Le doy mi número de teléfono? ¿Me llamará después? Estaré aquí esta noche y mañana, y todo el tiempo que sea necesario.

– ¿Desde dónde llama?

– Desde Shiprock.

– El helicóptero volverá dentro de una hora aproximadamente, descargará todos los datos recogidos hoy y la jornada habrá terminado. ¿Por qué no se acerca usted hasta aquí y lo ve con sus propios ojos?

«Por qué no, desde luego».

– Allí estaré -dijo.

Chee renunció a ponerse el calcetín izquierdo, y estaba colocándose una sandalia en ese pie cuando oyó un vehículo que bajaba dando tumbos por el camino de entrada. Se detuvo y el viento del oeste arrastró una nube de polvo ante el mosquitero de la puerta. Unos momentos después, apareció la agente Bernadette Manuelito. Llevaba un bulto que parecía una bandeja tapada con una tela blanca. Mientras sujetaba el paño con una mano para que no se lo llevara el viento, con la otra llamó en el mosquitero.