– Ya'eeh te'h -dijo-. ¿Qué tal ese tobillo? ¿Te apetece comer algo?
Chee dijo que sí, pero no en ese momento, porque tenía que salir inmediatamente.
Bernie se quedó mirando la sandalia del pie izquierdo con el ceño fruncido, y meneó la cabeza al ver el mal aspecto que ofrecía.
– No puedes moverte de aquí -dijo-, no puedes conducir. ¿Qué pretendes hacer? -Dejó la bandeja en la mesa.
– Sólo quiero ir al aeropuerto de Farmington -dijo Chee-, y claro que puedo conducir. ¿Por qué no? El acelerador y el freno se pisan con el derecho.
– Quítate la sandalia -dijo la agente Manuelito-. Vamos a vendarte el pie otra vez. Si es tan importante, te llevo yo.
Y, naturalmente, así fue.
La mujer que Chee supuso era P.J. resultó ser la misma rubia bajita y bronceada que había visto cerca del helicóptero cuando fue a hablar con Jim Edgar. Estaba al lado del aparato sujetando una caja metálica unida por un cable, recubierto de material aislante, al gran tanque blanco montado en el patín de aterrizaje. Al ver a Chee, que se acercaba cojeando, lo miró con escepticismo. «No me extraña», pensó él. Iba vestido con su atuendo de estar por casa: unos pantalones vaqueros y una camiseta arrugados y viejos; además, se había manchado la camiseta con la salsa del guiso de cordero que Bernie le había traído, que le había salpicado al pisar un bache a demasiada velocidad.
Chee le presentó a la agente Bernadette Manuelito, que tenía un aspecto inusualmente sensacional y aseado con el uniforme; luego, se presentó él mismo.
P.J. sonrió.
– Me llamo Patti Collins. Un momento, por favor, que termino de descargar los datos.
Jim Edgar los observaba apoyado en el quicio de la puerta del hangar y saludó con la mano.
– Ya me he enterado de que fue usted quien encontró el avión del viejo Timms -dijo, y desapareció en dirección a su banco de trabajo.
– Ha tardado muy poco en llegar -dijo P.J. mientras desenchufaba el cable-. Vamos a llevar esto al laboratorio, a ver qué encontramos.
El laboratorio era una caravana Winnebago normal; su exterior pedía a gritos un lavado y su interior estaba inmaculado.
– Siéntense donde puedan -dijo P.J. Conectó la caja metálica negra que llevaba a una consola de aspecto caro empotrada al fondo del vehículo que realizaba las incompresibles tareas que los técnicos suelen hacer.
La consola emitió ruidos de ordenador y la impresora empezó a escupir papel continuo. P.J. lo examinó.
– Bien, veamos -dijo-. No sé si esto le servirá de algo, pero es interesante.
Arrancó medio metro de papel y lo colocó sobre el mapa a gran escala de la Inspección Geológica de los Estados Unidos que estaba desplegado en la mesa a la que se habían sentado Chee y Bernie.
– Mire -dijo, y pasó el dedo por un garabato de líneas apretadas en el papel impreso-. Eso encaja con esto. -Señaló con el dedo el curso del río Gothic en el mapa de la Inspección Geológica.
Para Chee no significaba nada, y dijo:
– ¡Ah!
– Esto quiere decir que se ha producido una distribución de material radiactivo río abajo desde este punto -dijo P.J. golpeando con la punta del dedo en la hache del letrero «río Gothic» del mapa.
– ¿Eso podría indicar que el vertedero de la mina estaba por ahí? -preguntó Chee-. Sería interesante.
– Sí -dijo P.J., examinando otra vez la impresión-. Pero el problema ahora es saber si es tan interesante como para desviar el helicóptero mañana unos cinco kilómetros y escanear la zona más de cerca.
– Para nosotros sería de gran ayuda -dijo Chee.
– Hablaré con los pilotos -dijo P.J.-; sólo serían unos veinte minutos más. Y, de todos modos, si hay bastante radiación, es necesario que conste en el mapa.
– ¿Les quedará un sitio para mí?
– Pero si va cojeando y con bastón -dijo P.J., mirándolo con escepticismo-. ¿Qué se ha hecho en el tobillo?
– Un esguince -dijo Chee-, pero ya está prácticamente curado.
P.J. siguió mirándolo sin terminar de creérselo y le preguntó:
– ¿Ha ido en helicóptero alguna vez?
– Dos veces -dijo Chee-. Ninguna de las dos disfruté, pero tengo buen estómago para soportar el mareo.
– Ya se lo comunicaré -dijo ella-. Déjeme el número de teléfono donde localizarle esta noche. Si hay sitio para usted, le llamaré y le indicaré dónde se encuentra el camión cisterna.
Capítulo 21
Por una vez, Chee supo ser oportuno. P.J. le llamó, según lo convenido. Los del helicóptero modificarían un poco el programa del día siguiente para desviarse unos kilómetros y realizar una inspección de seguimiento a bajo nivel en la canalización del río Gothic, y Chee podía ir con ellos. Todo quedó más o menos visto y aprobado. Sin embargo, la situación requería hablar lo menos posible. ¿Por qué arriesgarse a que cualquier pez gordo completamente ajeno al caso sospechara que esa interpretación racional de las normas pudiera provocar complicaciones? El momento más conveniente y económico para llevar a cabo el desvío sería al final de la jornada. Chee tenía que encontrarse en el camión cisterna a las dos cuarenta de la tarde; a esa hora, el camión estaría en el mismo lugar en el que lo había visto con anterioridad, aparcado en el margen de la carretera que llevaba al rancho de Timms, en Casa Del Eco Mesa.
– Gracias -dijo Chee-. Allí estaré.
Y así fue. Por la mañana fue a la oficina, puso al día sus trámites, se ocupó de algunos trabajos del capitán Largo, comió, se compró algo para merendar y una manzana de más para invitar a Rosner y se dirigió al oeste, hacia el otero convenido. A las dos y cuarto estaba sentado con Rosner a la sombra del camión, merendando y observando el aterrizaje del helicóptero. Era el mismo gran Bell blanco de los tanques con los sensores de radiaciones en los patines de aterrizaje; el piloto tomó tierra suficientemente lejos como para no cubrirlos de polvo.
Rosner se acercó con el camión, presentó a Chee al piloto, al copiloto y al técnico y empezó a llenar el depósito.
– RJ. me contó por encima lo que anda usted buscando -dijo el piloto-, pero no sé si lo entendió bien. Se trata de una mina abierta en la pared del cañón, ¿no es eso?
El piloto se llamaba Tom McKissack. Por su piel curtida aparentaba unos sesenta años, y Chee se acordó de que P.J. le había comentado que McKissack había sido piloto del ejército, superviviente de la arriesgada misión de rescatar a los heridos de la división de aeromóviles en todas las batallas del Vietnam. Nuevamente, presentó a Chee al copiloto, más joven que él pero también veterano del ejército, y a Jesse, encargado de las tareas técnicas. Los tres parecían cansados, sucios y no muy ilusionados ante la perspectiva del desvío.
– Creo que P.J. lo entendió perfectamente -dijo Chee-. Queremos localizar la boca de una antigua mina de carbón de los mormones, abandonada alrededor de 1880. Creemos que tiene una entrada por la pared del cañón, a bastante altura, seguramente sobre una repisa o algo parecido. Y después, en la cima, es posible que se encuentren los restos de la estructura de soporte de otra boca de la mina, adonde debían de izar y volcar el carbón.
McKissack asintió y echó una ojeada a la Polaroid que llevaba Chee.
– Según dicen, esas máquinas han mejorado mucho -comentó.
Le dio a Chee una bolsa de papel, por si se mareaba, y un casco de aviador y le explicó cómo funcionaba el sistema de intercomunicación.
– Irá sentado en el lado derecho, detrás de DeMoss, lo cual le proporcionará una gran vista por la derecha, aunque por delante no verá casi nada, ni por la izquierda. Así que si la mina que busca está en la ladera derecha, el mejor momento para verla será cuando volemos hacia el norte, bajando por el Gothic en dirección a su desembocadura.