– Entendido -dijo Chee.
– Normalmente, volamos a cuarenta y cinco metros del suelo, es decir, que el equipo abarca una franja de noventa metros de anchura. Por el cañón, se puede descender un poco más, pero casi nunca nos acercamos más de quince metros. De todos modos, si ve algo interesante, avísenos. Si la situación lo permite, puedo permanecer inmóvil en el aire durante un minuto para que tome alguna foto.
McKissack puso los rotores en marcha.
– Una cosa más -dijo, hablando ya a través del interco-municador-. Alguna vez nos han disparado desde tierra. No sé si creen que somos los helicópteros negros de los comandos de la conspiración que está apoderándose del mundo o si les asustamos a las ovejas. ¿Quién sabe? ¿Cree que nos dispararán, en ese cañón?
Tras pensarlo un momento, Chee contestó sinceramente.
– Lo más probable es que no -dijo, y despegaron levantando un remolino de polvo, entre el ruido de motores y golpes de rotor.
Posteriormente, Chee conservaría pocos recuerdos de aquel vuelo, pero muy vividos.
El altiplano de piedra multicolor, esculpido en un laberinto gigantesco de cañones que, finalmente, acababan vertiendo sus aguas en la estrecha cinta verde del San Juan; cientos de kilómetros de piedra labrada, cortada en el norte por el azul verdoso de las montañas; el sol oblicuo de la tarde, que subrayaba los relieves de llamativa piedra arenisca y sombras profundas; y la voz que hablaba a Chee al oído.
– Ya ve por qué los mormones llamaban a la zona de Bluff «La Oquedad de la roca». -Luego añadió-: Si hubiera demanda de rocas, seríamos todos ricos.
Después, descendieron hacia el cañón del Gothic volando despacio en dirección norte, entre el muro de Casa Del Eco Mesa, que se levantaba por encima de ellos a la derecha, y el gran montículo erosionado del Nokaito Bench, a la izquierda. La voz del piloto le indicaba que se habían adentrado unos cinco kilómetros en el cañón desde el punto en que, según el mapa, se originaban las fugas de radiación que recorrían el fondo del cañón.
– No serán más que unos minutos -dijo McKissack-. Avíseme si ve algo interesante.
Chee apoyaba la cabeza en la ventana de plexiglás y contemplaba el paso lento de los riscos de piedra. En algunas zonas, el desgaste de la erosión habían rebanado la arenisca, en otras, un desprendimiento de piedras había formado casi un dique en el fondo; unas veces, la pared era de arenisca rosa, otras, formaba capas con algunos estratos oscuros de carbón, azules de esquisto o rojos, allí donde el mineral de hierro había teñido la roca.
– Tendría que estar por aquí -dijo McKissack-. Es de suponer que la radiación de los desechos iba a parar al río.
El cañón del Gothic se ensanchó un poco; el helicóptero descendía lentamente, con el borde del risco casi a la altura de los ojos, por la derecha de Chee; se empezó a ver otra repisa que ascendía desde el fondo del cañón, sobre la que crecía una mezcla variada de matojos, hierbajos y cardos abrasados por la sequía. Describía un ángulo hacia arriba, en dirección a la ancha franja oscura de una veta de carbón. Después, pocos metros más allá y justo por debajo, Chee distinguió lo que esperaba ver.
– Un poco más allá, hay una oquedad bastante grande en ese depósito de carbón -dijo McKissack-. ¿Cree que es lo que está buscando?
– Podría ser -dijo Chee. Pasaron ante la oquedad y Chee tomó fotografías.
– ¿Se ha fijado en la estructura de allá arriba, en la cima del otero?-preguntó McKissack.
– ¿Puede subir un poco para tomar una foto?
El helicóptero subió. Casi justo encima de la boca de la mina se encontraban los restos de una construcción de piedra, casi sin techo y con algunas paredes derrumbadas; en el centro, se elevaba un esqueleto piramidal de vigas de pino.
– Bueno -dijo McKissack-, ¿ya tiene bastante?
– He terminado, muchas gracias -dijo Chee.
– Desgraciadamente no ha terminado del todo -dijo McKissack-. Tenemos que arrastrar esto por todo el curso del San Juan, y luego volver, y después, regresar al otero y terminar el trazado.
– ¿Cuánto nos llevará?
– Una hora y media larga de vuelo para cubrir unos seis kilómetros hacia el norte, dar media vuelta describiendo una curva cerrada y ascendente, cubrir otros seis kilómetros hacia el sur, dar media vuelta otra vez y cubrir seis kilómetros hacia el norte, y así hasta que cubramos el cuadrante. Después, aterrizamos, repostamos y volvemos a repetir la operación; pero entonces, será ya la hora de cerrar y terminaremos la jornada.
– Mañana volvemos y hacemos lo mismo otra vez en otro cuadrante de seis kilómetros cuadrados -dijo el técnico-. La monotonía sólo se rompe cuando nos disparan.
Capítulo 22
Joe Leaphorn recogió los platos del desayuno, se sirvió otra taza de café y extendió el mapa sobre la mesa de la cocina. Estaba estudiándolo cuando oyó unas llantas en la grava del aparcamiento, frente a su casa. Descorrió la cortina y vio una camioneta Dodge Ram de color verde oscuro, sucia. No conocía aquel vehículo, pero el hombre que se apeó y que se acercaba a paso ligero a la puerta era Roy Gershwin, con una expresión que reflejaba problemas.
Leaphorn abrió la puerta, le invitó a pasar a la cocina y dijo:
– ¿Qué te trae tan temprano por Window Rock?
– Anoche me llamaron por teléfono -dijo Gershwin- y me amenazaron. Era un hombre y, por la voz, me pareció bastante joven. Dijo que irían a por mí.
– ¿Quiénes? ¿Y por qué iban a ir a por usted?
Gershwin se había dejado caer en la silla de la cocina, estirando sus largas piernas por debajo de la mesa. Estaba nervioso y enfadado.
– No lo sé -dijo-. Bueno, quizá sí. Su voz me resultaba familiar, pero creo que o cubría el auricular con algo o intentaba distorsionar la voz. Si fue quien me imagino, es uno de la maldita milicia. De todos modos, era un asunto de la milicia. El tipo dijo que se habían enterado de que yo les había acusado y que lo pagaría caro.
– Bien -dijo Leaphorn-, por lo visto, tenía razón al preocuparse. Voy a servirle una taza de café.
– No quiero café -dijo Gershwin-, quiero saber qué ha hecho usted para que me achuchen de esta manera.
– ¿Qué he hecho yo? -Leaphorn apartó la cafetera de la taza limpia y volvió a llenarse la suya-. Veamos. En primer lugar, sólo me dediqué a pensar en lo que me pidió que hiciera, pero no encontré forma de hacerlo sin meterme en un lío: o le revelaba al juez que mi fuente de información era usted o iba a la cárcel por desacato a la autoridad. -Se sentó a la mesa frente a Gershwin y tomó un sorbo de café-. ¿Está seguro de que no quiere una taza?
Gershwin negó con la cabeza.
– Así pues, fui a hablar con algunas personas de Bluff y los alrededores sobre esos hombres. Pocas cosas me contaron sobre ellos, pero sí me enteré de muchas otras sobre Jorie -dijo Leaphorn, observando a Gershwin por encima de la taza-. Entonces, pensé ir a ver si alguno estaba en su casa. Jorie sí estaba.
– Se suicidó, ¿verdad? O sea que fue usted quien descubrió el cadáver.
Leaphorn asintió.
– En el periódico decían que había dejado una nota. ¿Es cierto?
– Sí -dijo Leaphorn-, la dejó. -Se preguntó qué le diría a Gershwin cuando le preguntara por el contenido de la carta, pero Gershwin no se lo preguntó.
– No sé por qué… -empezó Gershwin, pero cortó la frase y empezó de nuevo-. El artículo del periódico decía que la carta era una especie de confesión y que daba el nombre de los otros dos. ¿Es cierto?
Leaphorn asintió.
– Entonces, no entiendo por qué esos desgraciados de la milicia me culpan a mí -dijo, con furia en la voz y en la mirada.
– Es extraño -dijo Leaphorn-. ¿Cree que sospechan que usted sabe muchas cosas acerca del atraco y que ha hablado más de la cuenta?
– Es imposible. Cuando yo iba a las reuniones, siempre había alguno que proponía alguna acción violenta, algo sensacionalista con que llamar la atención sobre su pequeña revolución. Pero de atracos no habló nadie nunca.