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Leaphorn no insistió más. Tomó otro sorbo de café, miró a Gershwin y siguió esperando.

– ¡Maldita sea! -exclamó Gershwin, dando un puñetazo en la mesa-. ¿Por qué no los atrapa la policía de una vez? Andan sueltos por ahí, saben quiénes son, saben cómo son, saben dónde viven, conocen sus costumbres. Esto es como el lío del noventa y ocho. Había agentes del FBI por todas partes, había policías navajos, patrullas fronterizas y cuatro clases de agentes estatales, y sheriffs y agentes de otros veinte cuerpos de policía controlando las carreteras. ¿Por qué demonios no hacen su trabajo de una puñetera vez?

– No lo sé -dijo Leaphorn-, pero tenemos cañones suficientes como para emplear a diez mil policías.

– Será eso, sí. Supongo que estoy obcecado -dijo, meneando la cabeza-. Para serle sincero, estoy asustado. Lo reconozco. Ese tipo que fue a la gasolinera de Bluff el otro día por la mañana podía haberse presentado en mi casa con la misma facilidad. Podría estar muerto ahora, en la cama, esperando a que pasara alguien por allí y descubriera mi cadáver.

Leaphorn se esforzó en decir algo que le consolara, pero sólo se le ocurrió comentar que los bandidos seguramente preferirían huir; sin embargo, no le pareció que eso aliviara a Gershwin.

– ¿Sabe si la policía los ha localizado? ¿Ya saben dónde pueden haberse escondido?

Leaphorn negó con un movimiento de la cabeza.

– Si al menos lo supiera, dormiría un poco mejor; pero es que ahora no puedo pegar ojo, me siento en la silla con todas, las luces apagadas y el rifle sobre las piernas. -Le dirigió a Leaphorn una mirada suplicante-. Estoy convencido de que usted sabe algo, de que conoce muy bien a todos los policías y a los del FBI, seguro que le cuentan cosas.

– Lo último que me contaron es más o menos lo que sabe todo el mundo. Abandonaron la camioneta robada en el otero del sur del San Juan, y creo que es ahí donde están rastreando. Al sur de Bluff y del río Montezuma y más allá de la explotación petrolífera de Aneth…

Una llamada telefónica los interrumpió. Leaphorn descolgó el aparato desde la mesa.

– Leaphorn.

– Soy Jim Chee. Hemos encontrado la mina. -Su tono de voz era alto, eufórico.

– ¡Ah! ¿Dónde?

– ¿Tiene el mapa ahí?

– Un momento. -Leaphorn se acercó el mapa y cogió un bolígrafo-. Ya está.

– La boca está a menos de diez metros del borde del cañón y a unos treinta del fondo, sobre una repisa bastante ancha. Y, por encima de la boca, hay restos de una construcción bastante grande. Casi no queda nada del techo, pero casi todos los muros están en pie. Además, sobresalen los restos de un armazón que debía de ser una especie de grúa o montacargas.

– Parece que es lo que buscabas -dijo Leaphorn.

– Encaja perfectamente con la teoría, porque desde el fondo del cañón no se ve la boca de la mina. Está muy alta y oculta sobre la repisa.

– ¿Cómo la has encontrado?

– De la manera más fácil -dijo Chee, riéndose-. Pedí a los del helicóptero de Protección del Entorno que me llevaran a dar una vuelta.

Leaphorn todavía tenía el bolígrafo preparado.

– ¿Dónde está el lugar, respecto al punto donde abandonaron la camioneta?

– A unos tres kilómetros al norte, o algo menos.

Leaphorn señaló el punto exacto con una de sus precisas y pequeñas aspas y miró a Gershwin.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Gershwin.

Leaphorn le pidió con un gesto que esperase.

– ¿Se lo has notificado al FBI?

– Voy a llamar al capitán Largo ahora mismo -dijo Chee-, que se lo cuente él a los federales.

– Vaya, suena interesante -dijo Gershwin-. ¿Han encontrado algo que valga la pena?

– Quizá -dijo Leaphorn con cierta vacilación-, o quizá no. Estaban buscando una mina abandonada hace tiempo, una de las miles en las que cualquiera podría esconderse.

– Una vieja mina de carbón -dijo Gershwin-. Hay muchas por los alrededores. ¿Cree que puedo volver a dormir tranquilo?

– ¿Quiere decir que si estoy absolutamente seguro? -dijo Leaphorn, y se encogió de hombros.

– Sí -contestó Gershwin-, eso es lo que quiero decir. -Se levantó, recogió el sombrero y miró el mapa-. Bueno, al diablo con todo. Creo que le debo una disculpa, Joe, por haber entrado aquí hecho una furia. Voy a ir directo a casa, preparo el equipaje y me largo al motel hasta que se termine todo esto.

Capítulo 23

El sargento Jim Chee entró cojeando en el desordenado despacho del capitán Largo, con una sensación más incómoda que de costumbre. Y con razón, porque cuando llegó al aparcamiento de la policía tribal navaja, vio dos lustrosos sedanes negros Ford Taurus del FBI. Las relaciones de Chee con el mayor organismo policial del mundo siempre habían estado marcadas por las fricciones. Además, el capitán había respondido con más sequedad que de costumbre cuando lo llamó por teléfono para convocarlo a la reunión. «Chee -le había dicho-, mueve el culo y preséntate aquí».

Al entrar, Chee saludó al agente especial Cabot y a otro hombre bien vestido que había enfrente del capitán; luego se sentó en el asiento que le indicó Largo, dejó el bastón encima de la mesa y se quedó esperando.

– Ya conoces al agente Cabot -dijo el capitán-, y este caballero es el agente especial Smythe. -Intercambiaron unos saludos en voz baja y unos movimientos de cabeza.

– He querido explicarles por qué crees que la vieja mina que has encontrado podría ser el escondite de Ironhand y Baker -dijo Largo-. Me han dicho que han registrado todas las minas de ese otero mayores que un agujero de perro. Si has encontrado una que ellos no vieron, quieren saber dónde se encuentra.

Chee se lo contó y trató de establecer lo más fielmente posible la distancia desde la boca de la mina al San Juan y a la parte superior del cañón.

– Y la vio desde un helicóptero -dijo Cabot-, ¿no es así?

– Así es -dijo Chee.

– ¿Sabe que hemos prohibido los vuelos de aparatos particulares en esa zona? -preguntó Cabot.

– Eso tengo entendido -dijo Chee-, y ha sido una buena idea. De no haber tomado esa medida, todos esos cazadores de recompensas que han atraído ustedes habrían colapsado las rutas aéreas.

Al comentario le siguió una brevísima pausa que Cabot utilizó para pensar en la respuesta: una mención no demasiado indirecta de las carcajadas que el departamento había provocado en el fiasco del 1998, cuando un buen día ofreció doscientos cincuenta mil dólares de recompensa y, muy poco después, tuvo que pedir a las huestes de cazadores de recompensas atraídas por el premio que, por favor, abandonaran la zona. Aunque les hicieron caso omiso.

Cabot prefirió pasar el comentario por alto.

– Necesito el nombre de la compañía que opera con ese aparato.

– No es una compañía; en realidad -dijo Chee-, se trata de un aparato federal y gubernamental.

Cabot se quedó estupefacto.

– ¿De qué organismo?

– Del Ministerio de Energía -dijo Chee-. Creo que tienen la sede en los terrenos de pruebas de Tonapaw, en Nevada.

– ¿El Ministerio de Energía? ¿Qué asuntos tienen aquí los de energía?

Chee decidió que el agente especial Cabot no le gustaba mucho, ni tampoco su actitud, ni sus lustrosos zapatos ni su corbata, o quizá fuera por el hecho de que el sueldo de Cabot como mínimo doblaba el suyo, más los extras del gobierno. Dijo:

– No lo sé.

El capitán Largo lo fulminó con la mirada.

– Tengo entendido que el Ministerio de Energía alquiló el helicóptero a la delegación de Protección del Entorno -dijo Chee, y esperó la siguiente pregunta.

– Ah, veamos -dijo Cabot-. Voy a hacer la pregunta de otra forma, a ver si logra entenderme. ¿Qué hace aquí la gente de Protección del Entorno?