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– Buscan minas viejas que puedan representar una amenaza para el medio ambiente -dijo Chee-, las sitúan en el mapa. ¿El departamento no estaba al tanto?

Cabot, acostumbrado a preguntar, y no a responder, volvió a poner cara de asombro, vaciló y miró al capitán Largo. Chee también miró a Largo. La sonrisa contenida de Largo demostraba que él también sabía lo que Chee estaba haciendo, y que no le preocupaba tanto como parecía un momento antes.

– Estoy seguro de que sí -dijo Cabot, ligeramente sofocado-. Y estoy convencido de que si esos mapas nos fueran de alguna utilidad para el caso, los habríamos tenido a nuestra disposición.

Chee asintió. La pelota estaba en el campo del FBI. Supo esperar más que Cabot, el cual miraba a Largo otra vez, pero Largo había encontrado algo interesante que observar al otro lado de la ventana.

– Sargento Chee -dijo Cabot-, el capitán Largo nos ha dicho que tiene usted motivos para sospechar que esa mina ha podido ser utilizada por los autores del atraco al casino ute. ¿Podría explicárnoslo, por favor?

Había llegado el momento que Chee más temía. Se imaginaba la expresión burlona que pondría Cabot cuando le contara que la idea provenía de una leyenda tribal ute, cuando describiera al héroe que saltaba desde el fondo del cañón hasta el borde del otero. Respiró hondo y comenzó.

Contó rápidamente la relación de George Ironhand con el primer Ironhand, el relato de que los navajos no lograban atrapar al villano, la idea que le había suscitado el apodo de «Tejón» que los utes le habían adjudicado: que, al igual que el animal, tuviera una madriguera con entrada y salida. Como Chee se esperaba, tanto Cabot como su compañero parecían divertirse. No así el capitán Largo, que ya no contenía la sonrisa sino que tenía una expresión adusta. Chee hablaba cada vez más deprisa.

– Y ahí estaban los de Protección del Entorno realizando su estudio, yo les pregunté si podía dar un paseo con ellos y la encontré. Encontré la vieja boca, encima de una repisa, encaramada en la pared del cañón y, más arriba, los restos de la antigua mina de superficie. Todo encajaba -dijo Chee-. Entonces, le aconsejé al capitán Largo que la registraran.

– Veamos -dijo Cabot, mirándolo atentamente-. Usted cree que la gente que extraía carbón de esa mina del fondo del cañón se propuso excavar directamente hacia la cima, ¿cierto? Si mis conocimientos de geología no me engañan, eso significaría tropezar con varias capas gruesas de arenisca y toda clase de estratos, ¿no es así?

– Bueno, yo más bien me lo imaginaba a la inversa, excavar hacia abajo desde arriba -dijo Chee.

– ¿Puede describir la estructura de la antigua mina? -preguntó Cabot-. Me refiero a la construcción de piedra.

– Tengo algunas fotos -dijo Chee-; me llevé la Polaroid. -Le pasó a Cabot dos fotografías de las viejas estructuras, una tomada a la altura de la cima y otra, desde un ángulo superior.

Cabot las miró y luego se las pasó a su compañero.

– ¿Es ésta la que pensabas que podía ser? -le preguntó.

– En efecto -dijo Smythe-. La localizamos el día en que encontramos la camioneta. Por la tarde, mandamos allí a un equipo a registrarla, e hicimos lo mismo con todas las demás construcciones de ese otero.

– ¿Y qué encontrasteis? -preguntó Cabot, aunque ya sabía la respuesta-. ¿Se descubrieron señales de que pudiera haber alguien escondido en el pozo de la mina?

– Ni siquiera había pozo -contestó Smythe, casi riéndose-, y mucho menos, alguien escondido. No encontramos más que gran cantidad de heces de roedores, antiguos desechos, piezas sueltas de máquinas estropeadas, rastros de animales, tres botellas vacías y añejas de vino Thunderbird, pero ni el menor rastro de ocupación humana, al menos en los últimos tiempos.

Cabot devolvió las fotos a Chee con una sonrisa.

– Guárdelas para su álbum de recortes -le dijo.

Capítulo 24

Fiel a su inveterada costumbre, Joe Leaphorn se acostó temprano.

La profesora Louisa Bourebonette volvió tarde de su expedición de recogida de datos sobre la mitología ute. El ruido de la portezuela del coche al cerrarse, bajo su ventana, lo despertó. Se quedó tumbado, escuchando su conversación con Conrad Becenti sobre un esotérico problema de traducción. La oyó entrar, hacer algo en la cocina, abrir y cerrar la puerta de la habitación que había sido el estudio privado de Emma y dormitorio de invitados y, luego, silencio. Analizó sus sentimientos: respecto al hecho de que hubiera otra persona en la casa, de que otra mujer utilizara al espacio de Emma y demás cuestiones colaterales, pero no llegó a ninguna conclusión. Cuando volvió a ser consciente, el sol ya le daba en la cara, la cafetera Mister Coffee emitía los curiosos borboteos que anunciaban el final de su trabajo y ya era de día. Louisa preparaba huevos revueltos en la cocina.

– Sé que te gustan revueltos -le dijo ella- porque así es como los pides siempre.

– Cierto -dijo Leaphorn, pensando que a veces le apetecían revueltos, otras, fritos, y casi nunca escaldados. Sirvió café para los dos y se sentó.

– Ayer fue un día bastante productivo -le dijo ella mientras servía los huevos-. El anciano del asilo de Cortez nos contó una versión de la migración ute de la que ya había oído hablar. ¿Y tú, qué tal?

– Vino a verme Gershwin.

– ¿En serio? ¿Qué quería?

– Sinceramente, he estado pensándolo pero sigo sin saberlo.

– Pero ¿qué dijo que quería? Estoy segura de que no vino a darte las gracias, simplemente.

Leaphorn soltó una risita.

– Me dijo que le habían amenazado por teléfono, que le habían acusado de chivato por avisar a la policía. Me dijo que estaba asustado, y, de hecho, lo parecía. Quería saber cómo iba la busca y captura de los ladrones, y si la policía tenía alguna idea de dónde estaban. Dijo que iba a trasladarse a un motel hasta que se acabara todo.

– Pues es posible que le salga caro -dijo Louisa-. Los autores de los delitos de 1998 todavía andan sueltos por ahí, supongo; y tengo entendido que el FBI ha empezado a desmentir su muerte.

– Sí -dijo Leaphorn.

Tomó el café, untó una tostada de mantequilla, se comió los huevos, ligeramente más hechos de lo que a él le gustaban, y empezó a pensar por qué le preocupaba la visita de Gershwin.

– Algo te ronda la cabeza-dijo Louisa-. ¿Es el crimen?

– Supongo. A mí ya no me concierne, pero hay cosas que no logro entender.

Louisa comió sólo una tostada y se puso a limpiar los quemadores de la cocina.

– Me voy hacia el sur, hacia Flagstaff -dijo-, quiero repasar todas las notas. Voy a coger este antiguo y maravilloso mito que ha estado flotando por ahí libre como el viento durante todas estas generaciones, y lo voy a meter en el ordenador. Luego, cualquier día de éstos, lo rescato del disco duro, lo petrifico en papel y lo pongo a, disposición de cualquier publicación científica que lo desee.

– No pareces muy entusiasmada -dijo Leaphorn-. ¿Por qué no lo dejas flotar un día más y te vienes conmigo?

Louisa, que había pronunciado su discurso mientras enjuagaba la sartén, se dio media vuelta con ella en la mano.

– ¿Adónde? ¿Para qué?

Leaphorn lo pensó. Buena pregunta. ¿Cómo explicarlo?

– Pues, para hacer lo que en algunas ocasiones hago cuando hay algo que no consigo entender. Me voy con el coche a cualquier parte, paseo un rato por ahí o me siento en una piedra a esperar que me invada la inspiración. A veces me funciona, pero otras no.

La expresión de la profesora Bourebonette indicaba que el plan le apetecía.

– Creo que me interesa presenciar esa operación, como socióloga que soy -dijo.

Así pues, dejaron atrás el coche de la profesora y se dirigieron al sur en la camioneta de Leaphorn; tomaron la carretera navaja 12 en dirección sur, con los riscos de arenisca de la altiplanicie Manuelito a la derecha, el gran vacío del valle del río Negro a la izquierda y las nubes iluminadas por el sol de la mañana que iban acumulándose al frente.