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– Dijiste que había cosas que no entendías -comentó Louisa-, ¿por ejemplo?

– Llamé a una vieja amiga mía a Cortez, Marci Trujillo. Trabajaba en un banco que tenía tratos con el casino ute. Le dije que me parecía un poco excesivo los más de cuatrocientos mil dólares en que habían calculado el botín del atraco. Ella dijo que le parecía justo, tratándose de un viernes por la noche, con la paga recién cobrada.

– ¡Vaya! -exclamó Louisa-. Y la mayor parte proviene de gente que no puede permitírselo. Creo que los navajos acertasteis al decir que no al juego.

– Eso creo yo también -contestó Leaphorn.

– Además, antiguamente, cuando los utes os robaban los caballos, tenían que venir a buscarlos. En cambio, ahora la gente se acerca al casino y entrega el dinero.

Leaphorn asintió.

– Entonces, le comenté que, probablemente, el botín sería en su mayor parte en billetes pequeños. Habría muy pocos de cien y cincuenta, y casi todos serían de veinte, de diez, de cinco y de un dólar. Ella me dijo que sí, que eso era lo más probable, y entonces le pregunté cuánto pesaría en total.

– ¿Pesar?

– Me dijo que en caso de que la media del botín fueran los billetes de diez, cosa que le parecía bastante acertada, serían cuarenta y cinco mil billetes, que pesarían en total cuarenta y ocho kilos con cuatrocientos sesenta y un gramos.

– No me lo puedo creer -dijo Louisa-, ¿así, mentalmente?

– No. Tuvo que resolver unas operaciones aritméticas. Me contó que las reservas de dinero llegan al banco en sacos contados. Pesan los sacos en balanzas especiales para asegurarse de que a nadie se le pega un billete a los dedos de vez en cuando.

Louisa meneó la cabeza.

– ¡Cuántas cosas ocurren en el mundo real de las que los académicos no nos enteramos! -Se detuvo a pensar-. Por ejemplo, ahora me pregunto qué tiene que ver todo eso con el recelo que te ha producido la visita de Gershwin.

– La señora Trujillo fue directora del banco donde Everett Jorie tenía sus cuentas. Le pregunté si podía decirme algo sobre la situación financiera de Jorie. Me dijo que seguramente no, pero que, como Jorie había muerto y su cuenta había quedado congelada hasta que se presentara un albacea del Estado, a lo mejor podía facilitarme algunos datos. Me dijo que Jorie tenía una cuenta corriente y una cartilla de ahorro, que en la primera tenía «cierto» saldo y en la segunda, «unos cuantos miles de dólares», además de un buen crédito.

– Entonces, ¿por qué demonios…? Aunque él dijo que el dinero era para contribuir a la financiación de su pequeña revolución, ¿verdad? Supongo que eso lo explica todo, menos cómo sabías en qué banco tenía Jorie sus cuentas.

– Había un talonario encima del escritorio -dijo Leaphorn.

– ¡Ah, que casualidad! -exclamó Louisa con una sonrisa-. Y estaba justo allí, a la vista de cualquiera, que es donde todo el mundo guarda el talonario. Qué oportuno, ¿verdad?

– Bueno -dijo Leaphorn con una risita-, a lo mejor tuve que abrir un poco un cajón del escritorio. Pero eso no importa; luego pregunté si Roy Gershwin tenía cuenta con ellos, y me dijo que en esos momentos no, pero que la había tenido. Le negaron un préstamo la primavera pasada, el hombre se enfadó y canceló sus cuentas allí. Luego le pregunté si sabía algo de la solvencia actual de Gershwin; se echó a reír y dijo que en primavera era escasa y que no creía que hubiera mejorado. Le pregunté por qué y me dijo que Gershwin podía perder su mayor arrendamiento de pastos y que tenía un litigio pendiente en el tribunal federal. Entonces llamé al funcionario del tribunal del distrito de Denver y pregunté. El funcionario me llamó después y me dijo que no había caso, que el demandante había muerto.

Silencio. Leaphorn salió de la Navajo 12 girando a la izquierda y entró en la 134 de Nuevo México.

– Ahora cruzamos el desfiladero Washington -dijo-, que se llama así en honor del gobernador del territorio de Nuevo México que pensaba que esta parte del mundo estaba llena de oro, plata y demás, el pionero de la limpieza étnica. Fue quien mandó a Kit Carson, a los hispanos de Nuevo México y a los utes a rodearnos y aniquilarnos… de una vez por todas. El consejo de las tribus consiguió que el gobierno aprobara el cambio de nombre hace unos años, pero todo el mundo sigue llamándolo desfiladero Washington. Supongo que eso demuestra que los navajos no somos rencorosos, sino tolerantes.

– Yo no soy tan tolerante -dijo Louisa-, ya estoy harta de que me hagas esperar para decirme el nombre del demandante fallecido.

– Seguro que ya lo has adivinado.

– ¿Everett Jorie?

– Exacto. Interesante, ¿no?

– Sí. Déjame pensarlo un poco.

Y lo pensó.

– Eso podría ser un móvil de asesinato, ¿no es cierto?

– Y bastante evidente, creo.

– Qué ironía -comentó Louisa-, si es ésa la palabra correcta. Me recuerda a los documentales sobre la vida salvaje que emiten continuamente por televisión. Los leones abaten una cebra y luego, los chacales y los buitres se aprovechan de su esfuerzo. Sólo que, en este caso, se trata del señor Timms, que quiere cometer fraude con la compañía de seguros, y del señor Gershwin, que quiere ganar un juicio.

– No dice mucho en favor de la humanidad -comentó Leaphorn.

Louisa seguía pensando.

– Seguro que conoces personalmente al funcionario del juzgado, ¿no es así? Si yo llamara al juzgado federal del distrito y preguntara por ese funcionario, seguro que me irían pasando de uno a otro un buen rato, me dejarían en espera y, al final, me dirían que no podían darme esa información, o que tenía que presentarme en Denver y preguntar al juez o algo por el estilo. -Louisa hablaba en un tono un tanto resentido-. Son las ventajas de esa eterna, universal, imperecedera red de viejos amigos. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que conocías al funcionario?

– Lo confieso -dijo Leaphorn-. Pero ya sabes, el mundo aquí es muy pequeño, en este país tan despoblado. Y, si has sido policía tanto tiempo como yo, acabas conociendo a casi todo el mundo relacionado con la ley.

– Supongo que sí -dijo Louisa-. Entonces te dijo que lo miraría en un momento y que enseguida te lo diría, ¿no?

– Creo que se trata sólo de pulsar las teclas adecuadas del ordenador y, entonces, aparece: Jorie, Everett. Demandante, con una lista de peticiones debajo del nombre. Algo así. Me dijo, que el tal Jorie tenía un montón de asuntos en el tribunal federal. Y también tenía una demanda contra nuestro señor Timms, relacionada con la supuesta violación de los derechos de arrendamientos colindantes por uso no autorizado de terrenos de la administración territorial como aeropuerto.

– Vaya, vaya. ¡Qué bonito! El portavoz del Ministerio de Defensa lo llamaría daños periféricos.

– Beneficios periféricos, en este caso -puntualizó Leaphorn.

– Son perjuicios colaterales. Pero ¿y la nota de suicidio? -No olvides que no estaba escrita a mano en un papel -dijo Leaphorn-. Estaba escrita en el ordenador, podía haberla redactado cualquiera. En la última gran persecución, uno de los sospechosos apareció muerto y el FBI declaró que había sido un suicidio. Quizás alguien pensó que los federales repetirían la misma teoría.

Louisa se rió.

– ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que el truco sencillo y limpio que el señor Timms ha querido llevar a cabo ha despertado en el lugarteniente retirado Joe Leaphorn la idea de que Gershwin ha podido aprovechar la oportunidad para resolver su caso judicial.

– Pues la verdad es que sí -contestó Leaphorn con una sonrisa.

Cerca de la cima del desfiladero Washington, se salió de la calzada y tomó un sendero de tierra que se adentraba en un pinar. Detuvo el vehículo al borde de un precipicio y señaló hacia el este. A sus pies se extendía un vasto paisaje moteado de sombras de nubes y de rayos del sol del mediodía, ribeteado al norte y al este por las siluetas de los oteros y las montañas. Se quedaron al borde del precipicio, mirando.