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– ¡Uf! -exclamó Louisa-. Nunca me canso de esto.

– Es mi hogar -dijo Leaphorn-. Emma solía traerme aquí a contemplar todo esto en la época en que debía considerar si aceptar un trabajo en Washington. -Señaló hacia el noreste-. Cuando era pequeño, vivíamos ahí abajo, a unos dieciséis kilómetros de este punto, entre el área de servicio Two Grey Hills y Toadlena. Mi madre enterró mi cordón umbilical bajo un pino piñonero del monte que había detrás de nuestra cabaña. -Soltó una risita-. Emma conocía la leyenda. Es el vínculo que el niño errante jamás puede romper.

– Todavía la echas de menos, ¿verdad?

– Siempre la echaré de menos -contestó Leaphorn.

Louisa lo rodeó afectuosamente con un brazo.

– Allá en el este -dijo-, ese cúmulo de nubes, ¿puede ser el monte Taylor?

– Sí, y por eso, su otro nombre, o uno de los muchos nombres que tiene, es Madre de las Lluvias. Los vientos del oeste ascienden hasta allí, se encuentran con aire más frío, la niebla se convierte en lluvia y las nubes avanzan soltando la humedad antes de llegar a Albuquerque.

– Tsoodzil, en navajo -dijo Louisa-, Montaña Turquesa, traducido; Montaña Oscura para los indios pueblos de Río Grande, y para vosotros, la Montaña Sagrada del Este.

– Y más al norte, a más de sesenta kilómetros, la Ship Rock, que se yergue como un dedo señalando al cielo, y detrás, aquel bulto azul del horizonte, la nariz del monte Ute Durmiente.

– El lugar del crimen-dijo Louisa.

Leaphorn no contestó. Miraba, ceñudo, al norte. Tomó una gran bocanada de aire y lo soltó.

– ¿Qué? -dijo Louisa-. ¿A qué viene ahora esa cara de preocupación?

Leaphorn meneó la cabeza.

– No estoy seguro -dijo-. Vamos a acercarnos a Two Grey Hills, quiero llamar a Chee, a ver si el departamento ha mandado gente o no a comprobar la mina vieja.

– Siempre me pregunto por qué no tienes teléfono móvil. ¿Es que aquí no hay cobertura?

– Hasta que dejé de ser policía, siempre tenía radio en el coche -dijo Leaphorn-. Desde que dejé de serlo, no tengo nadie a quien llamar.

A Louisa le pareció un comentario triste.

– ¿Qué es eso de la mina? -preguntó, mientras se dirigían al vehículo.

– A lo mejor no te lo he contado -dijo Leaphorn-. Chee estaba buscando una antigua mina de carbón de los mormones, abandonada desde el siglo xix, que podía tener una entrada por el cañón y otra desde la cima del otero, por donde podían extraer el carbón sin tener que trepar con la carga cañón arriba. Pensé que podía haber sido el escondite del padre de Ironhand, lo que explicaría todo eso que te contó la vieja Bashe Lady de que desaparecía del cañón y aparecía en la cima.

– Sí -dijo Louisa-. ¿Y crees que esos dos se esconden ahí ahora?

– Sí -dijo Leaphorn-. No es más que una posibilidad. -Giró hacia la izquierda, dejó la carretera y entró en un sendero de tierra lleno de baches-. El camino es malo -dijo-, pero si no se nos rompe nada, son sólo catorce kilómetros. Por la carretera serían casi treinta.

– Eso significa que te urge hacer esa llamada. ¿Quieres decirme por qué?

– Quiero comprobar si Chee ya ha hablado con el FBI -contestó Leaphorn, y se echó a reír-. Es muy quisquilloso con el departamento, enseguida se ofende. Si ya se lo ha comunicado, quiero saber si le han hecho caso.

Louisa esperó, lo miró fijamente y se agarró al pasar por una zona de baches e iniciar una bajada.

– Eso no tiene nada que ver con esa repentina preocupación.

– Es que acabo de acordarme de lo mucho que se interesó Gershwin por la localización exacta de la mina.

Louisa lo pensó.

– Parece razonable. Si alguien te amenaza, querrás saber por dónde anda.

– En efecto -dijo Leaphorn-. Seguramente no hay motivo alguno de preocupación.

Pero no aminoró la marcha.

Capítulo 25

El sargento Jim Chee estaba en su casa móvil, arrellanado en una silla, con el pie apoyado en un cojín encima de la cama y el tobillo envuelto en una bolsa llena de hielo picado. Bernadette Manuelito estaba preparando café, muy callada, porque Chee no tenía ganas de hablar ni de hacer nada.

Había repasado todo lo que había ocurrido en el despacho de Largo, había vuelto a sufrir la humillación de que Cabot le devolviera las fotos de la mina, su sonrisa insidiosa, la despedida fría del capitán Largo, la salida del despacho sin una pizca de dignidad… Y luego, con la mente ocupada en el ultraje, en la indignación, en la vergüenza, no miró por dónde pisaba y tropezó con algo en el aparcamiento, perdió el equilibrio y fue a dar de bruces contra el suelo, con todo el peso en el tobillo lesionado.

Naturalmente, un enjambre de policías de todas clases que participaban en la búsqueda fueron testigos de aquello: dos agentes de la policía tribal navaja que iban a informar, la chica de la sección de radio que salía, tres o cuatro rastreadores de las patrullas de la frontera que habían llegado de El Paso, un policía de la BIA con el que había trabajado en una ocasión y, dada su superabundancia, dos agentes del FBI que esperaban a Cabot hurgándose las narices. Naturalmente, cuando quiso levantarse esforzándose por no apoyarse en el pie lesionado, allí estaba Bernie, sujetándolo por el brazo.

Y ahora, ahí estaba Bernie también, en su caravana, ocupada con la cafetera. Largo había aparecido y, a pesar de las objeciones de Chee, había ordenado a Bernie que se lo llevara a la clínica para que le curaran el tobillo. Bernie obedeció, luego lo llevó a casa y, aunque hacía rato que se había terminado su turno de guardia y que tenía que haberse marchado, ahí estaba, preparando café en su tiempo libre.

Y estaba guapa. Se resistía a pensar en eso, no quería renunciar a la autocompasión en la que se estaba regodeando. Pero, al verla allí, tan atractiva desde cualquier ángulo, se dio cuenta de que estaba comparándola de nuevo con Janet Pete. Bernie no tenía el gran atractivo de Janet ni su perfección física (aunque eso dependía del gusto de cada uno), ni era tan sofisticada. Aunque, ¿cómo se medía la sofisticación? ¿Por los parámetros de la Ivy League, Stanford y demás clases privilegiadas y políticamente correctas, o por los de la sociedad rural y ovejera de Chuska Mountain, donde la sofisticación consistía en el arte, más profundo y difícil de alcanzar, de desenvolverse con belleza y satisfacción en un mundo difícil? Esos pensamientos le hacían sentirse mejor, de modo que rápidamente volvió al recuerdo del momento en que Cabot le devolvía las fotografías, y así recuperó la ira.

En ese mismo momento sonó el teléfono. Era el Lugarteniente Legendario en persona, el mismo cuyas ideas sobre las leyendas de las tribus utes formaban la raíz de su humillación.

– ¿Informaste al departamento de la localización de la mina?

– Sí -dijo Chee.

Silencio. Leaphorn esperaba algo más detallado.

– Y ¿qué se ha hecho al respecto? ¿Lo sabes?

– Nada.

– ¿Nada?

Por el tono de voz, cualquiera habría adivinado que Leaphorn no podía creérselo.

– Así es -confirmó Chee.

Se dio cuenta de que estaba jugando con Leaphorn al mismo juego infantil que había jugado con Cabot, y no le gustó. Admiraba a Leaphorn. Tenía que reconocer que Leaphorn era un amigo, de modo que interrumpió el silencio.

– El agente especial encargado del caso dijo que ya habían registrado esa mina. No encontraron nada más que huellas de animales y heces de ratón. Me devolvió las fotos que había tomado y me dijeron que me fuera por donde había venido.