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– Maldita sea -dijo Leaphorn. Chee le oyó resoplar unos momentos-. ¿Te dijo cuándo la habían registrado?

– Dijo que tan pronto como apareció la camioneta abandonada. Dijo que habían registrado toda la zona por completo.

– Ya -dijo Leaphorn-. ¿Qué quedaba de la edificación, en la cima del otero?

– Los muros de piedra, derrumbados en parte, y, del tejado, poca cosa. También había una estructura de vigas, una especie de triángulo, que sobresalía.

– Podría ser el soporte de la polea con la que se izaba y se volcaba el carbón.

– Eso creo -dijo Chee, preguntándose a qué venía todo eso. Los federales habían ido a mirar y habían encontrado la casa vacía.

– ¿Y dices que registraron toda la zona? ¿El mismo día?

– Sí -dijo Chee; se dio cuenta de dónde Leaphorn quería ir a parar y sintió un leve estremecimiento de ilógico optimismo.

– ¿No dijo Dashee, el ayudante del sheriff, que habían descubierto la camioneta hacia el mediodía?

– Sí -dijo Chee-, y supongo que registrarían el rancho de Timms, la casa, los cobertizos, los edificios anejos y todos los caminos que llevan a todos los pozos de petróleo de la Mobil Oil y… -Chee se quedó sin ejemplos. Casa del Eco Mesa era una extensión enorme, pero prácticamente vacía.

– No les daría tiempo más que a echar un vistazo, como mucho -dijo Leaphorn.

– Sí, claro. ¿No cree que resultara suficiente para saber que no había nadie?

– Creo que voy a ir allá arriba a echar un vistazo a los alrededores. ¿Todavía hay controles de carretera por la zona?

– Ayer sí -dijo Chee. Luego añadió exactamente lo que sabía que esperaba oír el Lugarteniente Legendario-: Iré con usted y les enseñaré la placa.

– De acuerdo -dijo Leaphorn-. Te llamo desde Two Grey Hills. La profesora Bourebonette está conmigo, pero se ha encontrado con un par de colegas suyos que están regateando por una alfombra. Espera un momento, voy a ver si pueden acompañarla a Flagstaff.

Chee esperó.

– Sí -dijo Leaphorn-. Voy para allá ahora a recogerte.

– De acuerdo; estaré preparado.

Bernadette Manuelito lo miraba fijamente.

– Un momento -le dijo-. ¿Adónde piensas ir y con quién? No puedes moverte con ese tobillo. Tienes que mantenerlo en alto, y tapado con hielo.

Chee se relajó, cerró los ojos y reconoció que se encontraba muchísimo mejor. ¿Por qué le haría sentir tan bien hablar con Joe Leaphorn? Pero ahí estaba Bernie, preocupándose por su tobillo, controlando su vida. ¿Por qué eso le hacía sentir tan bien? Abrió los ojos y la miró. Era una jovencita preciosa, aunque lo mirase con el ceño fruncido.

Capítulo 26

El sargento Jim Chee mantuvo el pie en alto, apoyado en varios cojines en el asiento trasero de la vieja y destartalada unidad 11 de la agente Bernie Manuelito, envuelto en una bolsa de plástico llena de cubitos. El tobillo no le dolía tanto, y se sentía mucho mejor. El vendaje y los cuidados profesionales que le habían procurado en la clínica habían logrado efectos maravillosos en la lesión, y el respeto que su antiguo jefe le había demostrado le había aliviado las magulladuras morales.

Bernie conducía en dirección oeste por la U.S. 160. Dejó atrás Red Mesa School y continuó hacia el cruce con la Navajo 35, en Mexican Water. Chee iba detrás de ella, desplomado hacia el lado del conductor y mirando el perfil canoso de Leaphorn. El lugarteniente no estaba tan taciturno como Chee lo recordaba. Iba contando a Bernie que Gershwin le había dejado los nombres escritos en un papel en la taberna navaja, que por eso había ido a casa de Jorie, que luego se enteró de que Jorie había denunciado a Gershwin y todo lo demás. Bernie escuchaba con atención cada una de sus palabras, y Leaphorn disfrutaba con un auditorio tan entregado. Acababa de explicarle por qué nunca había creído en las coincidencias, pero Chee había oído esos argumentos tantas veces, cuando trabajaba como ayudante suyo en la comisaría de Window Rock, que se los sabía de memoria. Era pura filosofía navaja; todo estaba interconectado, no había efecto sin causa, las alas de un insecto afectan a la brisa, el canto de la alondra doblega el estado de ánimo del guerrero, una nube negra en el horizonte occidental se abre, deja pasar el sol del poniente, tiñe las montañas de oro, influye en el humor y en las decisiones del consejo tribal navajo… O, como dijo el poeta, ningún hombre es una isla.

Y Bernie, con la amabilidad que la caracterizaba, comprendía las carencias que la soledad imponía en aquel hombre y le hacía todas las preguntas oportunas. ¡Qué muchacha!

– ¿Para eso le sirve el mapa del que tanto me habla el sargento Chee? -Y, naturalmente, así era.

– Creo que Jim tiene la misma opinión que yo -dijo Leaphorn-, y espero que me corrija si me equivoco. El asunto del casino, por ejemplo. El casino se encuentra al lado del monte Ute Durmiente. Los atracadores abandonan el vehículo en el que se dan a la fuga a ciento sesenta kilómetros al oeste, en Casa del Eco Mesa. Cerca hay un cobertizo con un avión. Alguien roba el avión ese mismo día. El momento y el lugar coinciden o están muy próximos. Cerca hay también una antigua mina. Las leyendas de los utes insinúan que el padre de uno de los bandidos la utilizaba como vía de escape. Y ya tenemos todo un cúmulo de coincidencias.

– Sí -dijo Bernie, poco convencida.

– Pero hay más -prosiguió Leaphorn-. Recordemos la gran persecución de 1998. Tres hombres, tiroteo con la policía, vehículo robado y abandonado posteriormente. Comienza la gran persecución. El hombre al que se tenía por cabecilla es hallado muerto. El FBI lo declara suicidio. Los otros dos desaparecen en los cañones.

Como el tobillo ya no le dolía tanto, la modorra se apoderaba de Chee. Apoyó la cabeza en la tapicería y bostezó. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía a gusto?

– Otra coincidencia -dijo Bernie-, pero también duda que lo sea, ¿no es cierto?

– Jim dijo que el primer delito podía ser la causa del segundo -dijo Leaphorn.

Chee ya no tenía sueño. ¿Qué quería decir Leaphorn? No recordaba haber dicho nada semejante.

– ¡Ah! -dijo Bernie-. Eso es más difícil de dilucidar. Y podría decirse lo mismo de los otros dos. Por ejemplo, al descubrir la camioneta abandonada y oír lo del atraco en la radio, el señor Timms creyó haber encontrado la forma de deshacerse de su avión. Dijo que se lo habían robado y cursó la reclamación de la mutua de seguros.

– De esa forma, también sería causa y efecto, naturalmente -dijo Leaphorn-. O quizás el avión fuera el motivo por el que abandonaron la camioneta donde la abandonaron, como dedujo el FBI al principio.

Chee se incorporó en el asiento. «¿Adonde demonios quiere ir a parar Leaphorn?».

– Creo que me he perdido -dijo Bernie.

– Con tu permiso, voy a explicarte una teoría nueva sobre todo el asunto -dijo Leaphorn-. Supongamos que sucedió lo siguiente: una persona de este territorio fronterizo siguió con atención el delito de 1998, y en él se inspiró para encontrar la solución a un problema. A dos problemas, mejor dicho, porque conseguiría un dinero necesario y además eliminaría a un enemigo. Pongamos que dicha persona tiene vínculos con la milicia, con los supervivalistas, con los de Earth Fristers o con cualquier otro grupo radical, y que recluta a dos o tres hombres para que le ayuden so pretexto de que el dinero servirá para financiar la causa política. Entonces, implica al señor Timms y le alquila el avión por adelantado para realizar un vuelo o le incluye en el plan y le ofrece una parte del botín.

– Se refiere a Everett Jorie-dijo Bernie.

– Sí, podría ser -dijo Leaphorn-, pero en mi propuesta, Jorie tiene el papel del enemigo al que hay que eliminar.

– Un minuto, lugarteniente -dijo Chee, tras aclararse la garganta-. ¿Y qué hay de la nota de suicidio y todo eso?