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Leaphorn salió del coche seguido de Bernie, mientras Chee bajaba el pie del cojín al suelo. Le dolía, pero no mucho.

– Hola, señor Timms -dijo Leaphorn-. ¿Me recuerda?

Timms salió al porche; la luz del sol destelló en sus gafas.

– Es posible -dijo-. ¿No era usted el cabo Joe Leaphorn, de la policía navaja? ¿No fue usted quien me ayudó cuando aquel tipo disparaba contra mi avión?

– Sí, señor -dijo Leaphorn-, era yo. Esta joven es la agente Bernadette Manuelito.

– Bien, entren, no se queden ahí al sol -dijo Timms.

Chee no podía soportar la idea de perdérselo. Abrió la portezuela del coche con el pie sano, cogió el bastón y cruzó el patio cojeando sin dejar de mirar al suelo para evitar cualquier tropiezo; vio que se le habían pegado unos abrojos a la zapatilla de andar por casa que llevaba en el pie izquierdo.

– Y éste -decía Leaphorn- es el sargento Jim Chee; habíamos trabajado juntos.

– Sí, señor -dijo Timms, y le tendió la mano. Se dieron un apretón al estilo navajo, más bien suave. Era un veterano que conocía la cultura, pero estaba tan nervioso que le temblaban las mejillas.

– No esperaba visitas, de modo que no tengo nada previsto, pero puedo ofrecerles un refresco -dijo Timms, invitándoles a pasar a una habitación oscura y pequeña, cubierta de muebles dispares como los que se encuentran en los establecimientos Goodwill Industries.

– No podemos aceptar su hospitalidad, señor Timms-dijo Leaphorn-. Hemos venido por un asunto grave.

– La reclamación que hice en la mutua de seguros -dijo Timms-. Ya he escrito una carta para que la anulen. Ya lo he hecho.

– Me temo que se trata de algo mucho más grave -dijo Leaphorn.

– Es lo malo de hacerse viejo, que se le va a uno la cabeza -dijo Timms, hablando deprisa-. Me levanto a por un vaso de agua y, cuando llego a la nevera, ya no recuerdo para qué he ido a la cocina. Me fui con el viejo L-17 a hacer una gestión y, entonces, el tipo aquel me dijo que me traía hasta aquí, yo acepté y nos marchamos. Luego, oímos por la radio lo del atraco y, al llegar a casa y ver la puerta del cobertizo abierta y que el aeroplano no estaba, creí que…

Timms dejó de hablar y miró fijamente a Leaphorn; Bernie y Chee también le miraron.

– ¿Más grave que eso? -preguntó Timms.

Leaphorn permaneció callado, sin apartar la mirada de Timms.

– ¿De qué se trata? -preguntó Timms. Se dejó caer en un sillón excesivamente relleno mirando a Leaphorn.

– ¿Se acuerda de aquel tipo que disparaba cuando sobrevolaba su propiedad? Everett Jorie.

– Dejó de hacerlo en cuanto usted habló con él -dijo Timms, esbozando una sonrisa-. Se lo agradecí. Ahora es un bandido, atracó el casino y se suicidó.

– Eso creímos al principio -dijo Leaphorn.

Timms se hundió en el sillón y se llevó la mano derecha a la frente.

– ¿Insinúa que lo mataron? -preguntó.

Leaphorn dejó la pregunta en el aire un momento y luego, dijo:

– ¿Conoce bien a Roy Gershwin?

Timms abrió la boca, la cerró y alzó la vista hacia Leaphorn. Chee sintió lástima de él, parecía aterrorizado.

– Señor Timms -dijo Leaphorn-, en estos momentos está usted en una posición en la que podría sernos de gran ayuda. El FBI no está satisfecho de usted. Al esconder el avión y decir que se lo habían robado, retrasó mucho la búsqueda de los asesinos; son cosas que los agentes de la ley no olvidan así como así, a menos que tengan algún motivo para pasarlo por alto. Si usted colabora, la policía dirá: «Bien, no fue más que un olvido del señor Timms». Pero si no colabora, estos asuntos suelen terminar ante un gran jurado, para que ellos decidan si fue usted encubridor o no. Y no se trata sólo de un caso de fraude a la compañía de seguros, sino de asesinato.

– ¿De asesinato? ¿Se refiere a Jorie?

– Señor Timms -dijo Leaphorn-, ¿qué sabe de Roy Gershwin?

– Pasó hoy por aquí -dijo Timms-, poco antes de que usted llegara.

Leaphorn se asombró, y también Chee.

– ¿Qué quería? ¿Qué le dijo?

– Poca cosa. Quería que le explicara dónde se encuentra la mina esa de los mormones, de donde sacaban el carbón. Se lo dije y se largó corriendo, muy aprisa.

– Creo que es mejor que nos acerquemos hasta allí -dijo Leaphorn, y se dirigió hacia la puerta.

Timms parecía mareado. Hizo un amago de levantarse pero volvió a sentarse.

– ¿Quiere decir que Gershwin mató a ese Everett Jorie? ¡No me diga!

Leaphorn y Bernie ya estaban en la puerta y, mientras Chee iba cojeando detrás de ellos, oyó murmurar a Timms:

– ¡Ay, Dios! ¡Me lo temía!

Capítulo 28

Fue fácil encontrar el lugar donde la camioneta de Gershwin se había desviado del sendero y distinguir el rastro que había dejado entre el polvo reseco y los hierbajos, aunque seguirlo no fue tan sencillo. La camioneta de Gershwin tenía mejor tracción y una capacidad de maniobra muy superior al coche patrulla unidad 11 de Bernie, que, a pesar de la pintura oficial, no era más que un viejo sedán Chevy.

Perdió tracción en el lomo de un gran montículo de los que la erosión y el viento forman alrededor del té de roca en los climas desérticos. Las ruedas de atrás patinaron. Leaphorn comprobó el instinto de supervivencia de Bernie con su ahogado «¡No!».

– Creo que ya podemos bajar del coche -dijo-. Voy a echar un vistazo.

Sacó los prismáticos de la guantera, abrió la portezuela, salió, se subió al montículo y permaneció un minuto mirando antes de volver.

– Los restos de la mina se encuentran a unos quinientos metros -dijo, señalando al frente-. Allá, cerca del borde del precipicio. La camioneta de Gershwin está a unos doscientos metros por delante de nosotros y parece desocupada. También da la impresión de que la ha dejado en un sitio que no pueda verse desde la mina.

– Y ahora ¿qué? -dijo Chee-. ¿Llamamos por radio y pedimos refuerzos? -Al tiempo que hacía la pregunta, pensaba en cómo sonaría la llamada y se imaginó el diálogo: «Un ranchero de la zona ha ido con su camioneta a una vieja mina, ¿por qué necesitas refuerzos? Porque creemos que los atracadores del casino se esconden ahí. ¿De qué mina se trata? De una que el FBI registró y dijo que estaba vacía».

Leaphorn lo miraba, socarrón.

– ¿O qué? -concluyó Chee, pensando que Leaphorn propondría acercarse andando, simplemente, preguntar si había alguien dentro y decirles que salieran con las manos en alto.

– No nos pueden ver, desde este lado -dijo Leaphorn-. ¿Por qué no nos acercamos a ver si averiguamos lo que está sucediendo? Tú has traído el arma, yo le pediré la suya a la agente Manuelito. Agente Manuelito, quiero que permanezca aquí, junto a la radio, pero quédese vigilando subida a ese montículo. Es posible que necesitemos que establezca contacto rápidamente. Présteme el arma reglamentaria.

– ¿Que le preste la pistola? -repitió Bernie con recelo.

Chee salía del coche pensando que el Lugarteniente Legendario había olvidado que ya no estaba en activo. De modo unilateral, había rescindido su jubilación y se había reincorporado a su puesto.

– La pistola -repitió, tendiendo la mano.

La expresión de Bernie pasó de recelosa a determinada.

– No, señor. Una de las primeras cosas que aprendemos es a no deshacernos de la pistola.

– Tiene razón -dijo Leaphorn, mirándola fijamente. Asintió-. Déjeme el rifle.

Lo sacó de su lugar y se lo pasó con la culata por delante. Leaphorn abrió la cámara.

– Bien, Manuelito, quiero que establezcas contacto por radio ahora mismo. Informe de nuestra posición con la mayor precisión posible, di que el sargento Chee está registrando las ruinas de una vieja mina y que necesitamos refuerzos. Di que vas a salir del coche unos minutos para cubrirle y que permanezcan a la espera. Luego, súbete a ese montículo de ahí a vigilar todo lo que pase y procede según sea necesario.