Chee se sentó.
– Pensé que estaría bien aclimatarme poco a poco mientras averiguo lo que me he perdido. ¿Cómo ha conseguido librarse de arrastrarnos a otra gran persecución, para ejercer de batidores de matojos para los federales?
– Gracias a la intervención del aeroplano, ¡menudo alivio! -dijo Largo-. Aunque por otra parte, es irritante ver que matan a un policía a tiros y se salen con la suya. Otro mal ejemplo, como el fiasco del verano del noventa y ocho. ¿Café? Ve a buscar una taza y después hablamos. Quiero que me cuentes cosas de Alaska, no sin antes explicarme qué te trae por aquí.
Chee volvió con el café. Tomó un sorbo, se sentó y esperó. Largo esperó más que él.
– De acuerdo -dijo Chee-. Cuénteme lo del atraco al casino. Sólo sé lo que he leído en los periódicos.
Largo se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre su generoso estómago.
– Poco antes de las cuatro de la madrugada del sábado, una camioneta llega al aparcamiento del casino. Se apea un tipo, saca una escalera, se sube al tejado y corta los cables de la electricidad, los del teléfono, todo. Mientras tanto, llega otra camioneta y se apean dos tipos con uniforme de camuflaje. Un ayudante del sheriff del condado de Montezuma llamado Bai se encuentra allí. Entonces sale corriendo el capitán Cap Stoner y los disparan a ambos. ¿Te acuerdas de Stoner? Fue capitán en la policía estatal de Nuevo México, trabajaba fuera de Gallup, un hombre íntegro. Después, los dos tipos entran en el cuarto del cajero. La recaudación ya está preparada en sacos, lista para el furgón del Brinks. Obligan a todo el mundo a tumbarse en el suelo, salen con los sacos del dinero y se largan. Por lo visto, se dirigieron hacia el oeste, hacia Utah, porque, cuando empezaba a amanecer, un agente de la carretera de Utah intentó detener una furgoneta por exceso de velocidad en la 262, al oeste de Aneth, y le agujerearon el radiador a tiros. Según el informe de Utah, con munición de gran potencia.
Largo hizo una pausa y levantó su corpachón de la silla giratoria con un gruñido.
– Yo también necesito un poco de café -dijo, y se dirigió a la máquina dispensadora del despacho de enfrente.
«No está mal volver al trabajo con Largo», pensó Chee. Largo había sido su jefe su primer año; era un cascarrabias, pero conocía el oficio. Poco después, Largo entró por la puerta con la taza, hablando.
– Cuando cortaron la luz, los jugadores asustados se dispersaron buscando la forma de salir del casino, o de llevarse algunas fichas o lo que demonios se haga cuando hay un apagón en la mesa de los dados. El caso es que pasó un buen rato hasta que se enteraron de lo que ocurría y dieron la voz de alarma. -Largo volvió a ocupar su silla-. Cuando amaneció, había controles hasta en el último camino transitable, pero los ladrones llevaban mucha ventaja. Después, hacia las nueve y media, corrió la voz de que habían disparado a un agente de Utah desde una camioneta, y eso desvió el rastreo hacia el oeste. Al día siguiente, una pareja de ayudantes del sheriff encontró una furgoneta averiada abandonada en la frontera de Arizona con Utah, al sur de Bluff, y la descripción encajaba.
– ¿No encontraron huellas? ¿A qué habían salido? ¿A estirar las piernas, a cambiar de vehículo?
– Encontraron huellas de dos personas alrededor, pero entonces llegaron los federales con sus helicópteros. -Largo hizo una pausa y movió las manos imitando los rotores de un helicóptero-. Y lo barrieron todo.
– Les cuesta aprender -comentó Chee-. De esa misma forma barrieron todas las huellas que habíamos encontrado en el río San Juan, cuando investigábamos aquel asunto tan gordo del noventa y ocho.
– No sería mala idea proponer a la administración de la aviación federal que prohibiera mover esos trastos durante las persecuciones -dijo Largo.
– ¿Tienen alguna pista? ¿Encontraron huellas en el casino?
Largo negó con la cabeza, tomó un sorbo de café y se encogió de hombros.
– Parecía que iba a ser la segunda versión del número de 1998. Los federales montaron un puesto de mando, pusieron a todo el mundo en movimiento. El circo de siempre, sólo faltaba el número de los elefantes, porque el cupo de payasos ya estaba cubierto.
Chee sonrió.
– Te habría encantado volver en ese momento y encontrarte con todo el pastel.
– Me habría marchado otra vez a Alaska inmediatamente -replicó Chee-. ¿Cómo averiguaron los federales lo del aeroplano?
– El propietario informó de que se lo habían robado. Dijo que había ido a Denver y que, al volver a casa, advirtió que habían entrado en el cobertizo y que el avión había desaparecido.
– ¿Cerca del lugar donde abandonaron la camioneta?
– Aproximadamente un par de kilómetros, creo -dijo Largo-, tres, tal vez.
Chee se quedó pensando, mientras Largo le observaba.
– Estás pensando que debía de gustarles andar.
– Sí, por un lado -dijo Chee-, pero a lo mejor querían esconder el vehículo. O, si lo encontraban, que estuviera suficientemente lejos del cobertizo como para que no lo relacionaran.
– Ajá -dijo Largo sorbiendo el café-. Según el FBI, la camioneta estaba estropeada.
– Por esa zona no es difícil pinchar o cargarse el cárter contra las piedras, si uno quiere -dijo Chee.
Largo asintió.
– Recuerdo que allá, en Tuba City, te ocurrió lo mismo con un par de nuestras unidades, y dijiste que ni siquiera te habías enterado.
Chee no hizo ningún comentario.
– En fin -dijo-; espero que el avión tuviera combustible suficiente para permitirles salir de nuestra jurisdicción.
– El depósito estaba lleno, según dijo el propietario.
– Da que pensar, ¿verdad? -dijo Chee-, que todo les saliera tan a pedir de boca, antes y después del golpe.
Largo asintió.
– Si el asunto todavía estuviera bajo mi responsabilidad, ya habría tomado las huellas dactilares al ranchero y comprobado sus antecedentes y sus posibles relaciones con los supervivalistas, el Frente de Liberación de la Tierra, o los amantes de los árboles o los de la milicia.
– Supongo que el FBI ya lo habrá hecho. Precisamente, ésa es la parte que mejor saben hacer -dijo Chee-. Y ¿qué hay del casino? ¿Qué se dice por ahí?
– Creen que el guardia de seguridad formaba parte de la banda, que fue quien los puso al corriente de la hora en que se guardaba el dinero en sacos para el furgón del Brinks, de los cables que había que cortar, de los agentes de seguridad que libraban aquella noche y demás datos.
– ¿Hay pruebas?
– No gran cosa, que yo sepa -dijo Largo encogiéndose de hombros-. Ese tal Teddy Bai, que se encuentra en el hospital bajo vigilancia, tenía antecedentes juveniles. Algunos testigos dijeron que esa noche estaba nervioso y que rondaba por el aparcamiento cuando debería haber estado vigilando a los borrachos de dentro.
– No es mucho -dijo Chee.
– Supongo que tendrán algo más -dijo Largo-. Ya sabes cómo son. Los federales no nos cuentan nada a los locales, a no ser que no tengan otro remedio. Creen que nos dedicaríamos a largarlo todo y que echaríamos a perder la investigación.
– ¡Cómo! ¿Largar, nosotros? -dijo Chee riéndose.
También Largo sonreía.
– ¿Han encontrado algún vínculo entre Bai y alguno de los sospechosos?
Largo se rió.
– Por lo visto, el aire frío de Alaska te ha convertido en un optimista. Ni el menor indicio, que yo sepa. Se decía que lo había hecho uno de la milicia porque necesitaba dinero para volar algún objetivo, o a lo mejor era del Frente de Liberación de la Tierra, pero, que yo sepa, Bai no pertenece a ninguno de ellos. Los del Frente de Liberación de la Tierra están muy tranquilos desde que incendiaron un montón de edificios en la estación de esquí de Vail. De todos modos, si saben algo, no han ido a informar a la policía tribal navaja.
– ¿Qué opina usted, capitán? ¿Radio macuto no le ha enviado ningún mensaje sobre Bai que no haya querido compartir con los federales?