– No me extraña que esos locos de la milicia encuentren adeptos -comentó Louisa mientras se alejaban-. ¿Tan crítica es la situación?
– Lo que ocurre es que pretenden imponer leyes impopulares-dijo Leaphorn-, pero en general son buena gente, aunque de vez en cuando alguno se comporte con arrogancia.
– De acuerdo -dijo Louisa-. Esos nombres por los que preguntaste ahí dentro, Jorie, Ironhand y el otro, supongo que son los tres del atraco al casino, ¿no?
– Lo son -contestó Leaphorn-, si damos crédito a Gershwin.
Louisa, que conducía, se quedó pensativa unos instantes.
– ¿Sabes? -dijo-, con la cantidad de tiempo que llevo aquí, y todavía no me he acostumbrado a que todo el mundo se conozca.
– ¿Lo dices porque el hombre de la tienda me reconoció? He sido policía en esta zona durante muchos años.
– Sí, pero vivías a casi doscientos kilómetros de distancia. De todos modos, no me refería sólo a ti. La cajera sabía la vida y milagros de Everett Jorie, y todo el mundo sabe que Baker y Ironhand viven… -Hizo un gesto expresivo con la mano hacia la ventana-. Viven por ahí, en alguna parte. De donde yo vengo, nadie sabe siquiera quién vive en la misma manzana, tres puertas más allá.
– En Baltimore hay mucha más gente -contestó Leaphorn.
– Pero en una misma manzana, no tanta.
– Seguro que en tu manzana vive más gente que aquí en treinta kilómetros a la redonda -dijo Leaphorn.
Se acordó de las veces que había ido a Washington, a Nueva York o a Los Ángeles y se había detenido a pensar en las diferencias entre las actitudes sociales urbanas y rurales.
– Tengo una teoría no refrendada todavía por ningún sociólogo -dijo-. Vosotros, los de ciudad, tenéis siempre tanta gente alrededor que llega a ser una molestia, así que cada cual procura evitar al otro. Los de campo, sin embargo, no tenemos demasiada gente alrededor, así que las personas nos interesan, las coleccionamos, podríamos decir.
– Tendrás que perfeccionar esa teoría si quieres que la acepte algún sociólogo -comentó Louisa-, pero ya sé por dónde vas.
– Aquí, todo el mundo te mira -dijo-, cada uno es diferente. Vaya, ahí hay otro ser humano y ni siquiera lo conozco. En la ciudad, nadie se mira a los ojos. Cada uno se construye una burbuja particular, es difícil tener un poco de intimidad en los sitios superpoblados, y, si miras a alguien o se te ocurre dirigirte a alguien en la calle, te consideran un intruso.
Louisa dejó de mirar la carretera un momento para dedicarle una sonrisa de lado.
– Me da la impresión de que te atrae muy poco la tan emocionante, estimulante y superactiva vida de la ciudad -dijo-. Ya he oído eso mismo otras veces, pero con otras palabras, como: «la gente de campo suele ser entrometida y criticona».
Todavía hablaban del asunto cuando giraron para salir de la U.S. 160 y entraron en una carretera polvorienta que ascendía por la frontera de Utah hacia el altiplano yermo y resquebrajado de Casa Del Eco Mesa. Louisa aminoró mientras Leaphorn consultaba el mapa y observaba el paisaje. Un cúmulo de nubes se acercaba por el horizonte occidental, las primeras salpicaban ya la panorámica que se extendía hacia el oeste y proyectaban una alfombra apedazada de sombras caóticas.
– Si no me falla la memoria, hay un cruce a unos diez u once kilómetros de aquí -dijo Leaphorn-. Si entramos por la carretera mala de la derecha, llegamos a Red Mesa Chapter House; si entramos por la carretera peor, a la izquierda, llegamos a la general 191 y a Bluff.
– Ahí está el cruce -dijo ella-. ¿Izquierda o derecha?
– Izquierda -dijo Leaphorn-. Después de la desviación, tenemos que buscar un camino a la derecha.
Lo encontraron y, tras un par de kilómetros de baches y polvo, llegaron a casa de Madeleine Horsekeeper, una caravana de doble anchura y bastante nueva, ampliada con una cabaña de piedras apiladas, un redil para ovejas, un retrete exterior, un cenador de ramas y dos vehículos aparcados: una vieja furgoneta de reparto y un Buick Regal nuevo. Madeleine Horsekeeper los recibió en la puerta, acompañada de una mujer fortachona y seria. Al parecer, era la hija de Horsekeeper, que enseñaba ciencias sociales en el instituto Grey Hills de Tuba City. Asistiría a la entrevista con Hosteen Cayodito, su abuelo materno, para asegurarse de que la traducción era adecuada. O para hacerla ella misma.
La intromisión no molestó a Joe Leaphorn. Había pensado pasar el resto del día de una forma mucho más interesante que escuchando las diversas modificaciones y evoluciones de las leyendas con las que había crecido. La conversación con Louisa sobre la solitaria gente de campo que sabía todo sobre sus vecinos le había recordado al sheriff subalterno Oliver Potts, ya jubilado. Él seguro que conocía a los tres tipos de la lista de Gershwin.
Capítulo 7
La modesta vivienda de piedra de Oliver Potts se encontraba a la sombra de un bosquecillo de álamos de Virginia junto al río Recapture, a unos ocho kilómetros al noroeste de Bluff y bajando unos mil quinientos metros por una carretera rocosa que estaba en peores condiciones de lo que le habían descrito en la gasolinera de Chevron en la que llenó el depósito.
– Sí -dijo la mujer navaja de mediana edad que abrió la puerta-. Ollie está ahí, descansando los ojos. -Se rió-. O ahí tendría que estar, vaya. En realidad, seguramente estará leyendo o, quizás, estudiando un culebrón de esos que tanto le gustan. -Hizo pasar a Leaphorn a la sala de estar y dijo-: Ollie, tienes visita. -Y desapareció.
Potts levantó la vista del televisor y miró a Leaphorn de arriba abajo a través de unas gruesas gafas.
– Que me aspen si no te pareces a Joe Leaphorn. Pero ¡si eres tú, y no traes el uniforme!
– Llevo casi el mismo tiempo que tú sin él -dijo Leaphorn-, pero no tanto como para dedicarme a los culebrones.
Se sentó en la silla que le ofrecía Potts. Cumplieron las formalidades sociales, se pusieron de acuerdo en que la jubilación era un aburrimiento después de los dos primeros meses y llegaron a la pausa que precede al meollo de la cuestión. Leaphorn citó los tres nombres de la lista de Gershwin y preguntó a Potts si sabía algo de ellos.
Cualquiera habría dicho que Potts no le prestaba atención, porque echó hacia atrás el respaldo reclinable de su silla, se quitó las gafas, y entrecerró los ojos. Uno no sabía si dormitaba o pensaba. Al cabo de un momento, dijo:
– Curiosa mezcla tienes ahí. ¿Qué fechoría han cometido esos chicos ahora?
– Ninguna, seguramente -dijo Leaphorn-, sólo estoy comprobando unas murmuraciones.
Potts tardó un momento en aceptar esas palabras. Seguía con los ojos cerrados, pero la mueca de su boca indicaba escepticismo. Hizo un gesto de asentimiento.
– En realidad, Ironhand y Baker me cuadran. Los dos pasaron por comisaría un par de veces, pero no hubo nada importante a lo que agarrarse. Atraco simple, creo que fue en el caso de Baker, conducción en estado de embriaguez y resistencia a la autoridad. George Ironhand es de peor calaña. Si mal no recuerdo, fue atraco a mano armada, pero se libró. También lo detuvimos como sospechoso un otoño, en época de matanza, por una cuestión sobre la propiedad de los novillos que estaba convirtiendo en filetes y estofado.
Sonrió levemente con el recuerdo de los viejos tiempos.
– Al final, resultó ser un error no intencionado, no sé si me entiendes. Luego, los federales empezaron a interesarse por él. Alguien les dio un empujoncito para que hicieran algo respecto a la ley de protección de antigüedades. Les pareció que la cantidad de cacharros antiguos y demás objetos anasazis que vendía era excesiva para un rancho tan pequeño y, como no encontraron ruinas en su propiedad, pensaron que se dedicaba a robarlas saltando la valla de los terrenos federales.