Su piso quedaba a menos de un kilómetro del periódico. Dejó la camioneta en marcha y subió corriendo a meter la ropa y su neceser en una mochila. Cogió su grabadora, lápices y papel, y su diario.
Doce años antes, Eli había creado ese periódico para documentar todo lo relacionado con la investigación sobre el Carnicero. Incluso después de mudarse a Missoula, siempre había seguido estando informado, cada vez que una chica era secuestrada, cada vez que encontraban un cadáver.
El Carnicero de Bozeman. Le puso ese nombre al asesino en el primer artículo, cuando se supo lo de Moore. No fue su primera opción. Él quería llamarlo El Cazador de Mujeres, pero su jefe en el Chronicle, el imbécil de Brian Collie, no quería incomodar a los cazadores y le dijo que se inventara otra cosa. El «Carnicero» no era un apodo adecuado porque lo que el asesino hacía con sus víctimas no podía calificarse de «carnicería». No, el tipo las cazaba, y luego les disparaba o les cortaba el cuello. Sin embargo, el apodo se quedó así.
Collie seguía ahí, y nunca había llegado a gran cosa porque nunca había aspirado a ser más que director de un periódico del tres al cuarto, en Bozeman. Eli, al contrario, decidió abandonar la ciudad y llegó hasta Missoula. En ese momento, parecía la decisión perfecta. Primero Missoula, después Seattle y, finalmente, Nueva York.
El plan llegó hasta Missoula. Pero ahora Eli confiaba en que no se quedaría atrapado ahí el resto de sus miserables días.
Cinco minutos más tarde, ya había cogido la interestatal en dirección sur, hacia Bozeman, capital del comercio ganadero. Normalmente, detestaba hacer ese trayecto, pero en esta ocasión casi no podía contener la emoción.
Una historia candente era justo lo que necesitaba para encontrar un empleo de calidad en un gran periódico. Adiós, Missoula. Allá voy, Nueva York.
Capítulo 5
Quinn tamborileó sobre el salpicadero de la camioneta de la policía que conducía Nick. A Quinn no le agradaba viajar en el lado del pasajero. Parecía que tardaba el doble de tiempo en llegar a cualquier sitio.
– La semana pasada no me diste demasiados detalles por teléfono -le dijo a Nick-. ¿Rebecca Douglas fue secuestrada el viernes por la noche?
– Su compañera de piso llamó hacia la una de la madrugada del sábado. No había vuelto a casa después de su turno en la pizzería, que queda en la interestatal. El agente que hizo el informe encontró su coche en el aparcamiento, con las llaves en el asiento del pasajero.
– Y ¿Su bolso?
– No estaba.
No solían recuperar gran cosa de los efectos personales de las jóvenes víctimas, lo que llevó a Quinn a sospechar que el asesino los conservaba como objetos fetiche. Para recordar a sus víctimas.
– No hemos esperado a que se cumpla el tiempo habitual antes de declarar a una persona desaparecida, porque yo sabía intuitivamente que era el Carnicero.
– ¿Su coche tenía algún desperfecto?
– No.
– Eso es un cambio. -A Quinn le intrigaba el motivo de ese cambio, porque, hasta entonces, todas las víctimas del Carnicero se habían quedado abandonadas en la carretera después de estropeárseles el coche. Los análisis descubrieron que en el tanque de gasolina había restos de melaza tapando el filtro de gasolina. Así, el coche se quedaba sin gasolina a cinco kilómetros de la última parada.
Cuando Penny Thompson desapareció hace quince años, se recuperó su coche de un barranco profundo. Encontraron sangre en el volante, pero no detectaron signos de violencia. En ese momento los investigadores pensaron que se había alejado del coche hasta perderse a causa de una lesión en la cabeza, pero el caso quedó abierto.
Tres años más tarde, cuando encontraron el coche de Miranda en la berma del camino a medio trayecto entre la autopista de Gallatin y la hostería de su padre, la oficina del sheriff relacionó enseguida unos puntos con otros y llamó al FBI.
La vida de Quinn había cambiado irrevocablemente a partir de aquel día.
– Hay quienes insistían en que no era el Carnicero, pero…
– Tu intuición no se equivocó en lo del dinero.
– Por desgracia.
– Tenemos dos ventajas claras -dijo Quinn-. En primer lugar, un cambio en el modus operandi. No manipuló el coche. Quizá no tuvo tiempo. Quizás actuó sobre la marcha. O quizá Rebecca Douglas lo conocía y no se asustó cuando se le acercó.
– Ya he pensado en esa posibilidad pero, hasta ahora, los interrogatorios no han arrojado gran cosa.
– Quisiera revisar tus notas.
– Como quieras -dijo Nick-. Y ¿cuál es la otra ventaja?
– Haber encontrado el cuerpo tan rápidamente. No nos ayuda que lloviera anoche, pero puede que el forense encuentre algo que podamos relacionar con un sospechoso, un pelo, una fibra de su ropa, algo. -Después de ver el cadáver, Quinn no tenía grandes esperanzas de que encontraran pruebas útiles, pero la ciencia no paraba de perfeccionar su instrumental. Si había algo que encontrar, él confiaba en que ellos lo encontrarían.
– Si conseguimos encontrar la barraca donde la tuvo recluida, tendremos mayores probabilidades de hallar pruebas útiles -dijo Nick.
– Es verdad. -Las veces que habían encontrado las ruinosas barracas donde el Carnicero ocultaba a sus víctimas antes de soltarlas en el bosque, todas las pruebas estaban estropeadas o destrozadas. La humedad, el moho y la podredumbre de las chozas destruían la mayor parte del material biológico. No tenían ni ADN ni huellas dactilares, con la excepción de un fragmento de huella que no arrojó resultados en la base de datos del FBI. Y tampoco había sospechosos.
El perfil elaborado por Quinn doce años antes había sido actualizado para que reflejara los rasgos del hombre, ahora más envejecido. Por aquel entonces, su razonamiento lo había llevado a concluir que se trataba de un hombre blanco de entre veinticinco y treinta y cinco años. Si le agregaban diez años, no podía tener menos de treinta y cinco años, más probablemente cuarenta. Físicamente era un hombre fuerte, una persona metódica. De hecho, era un planificador obsesivo, paciente y temerario. No le faltaba seguridad, y por eso nunca dudaba de que pudiera dar con las mujeres que soltaba. Tampoco era muy difícil seguirle el rastro en el bosque a una mujer desnuda y descalza.
Quinn abandonó la investigación al cabo de dos meses porque no tenían pistas y las pruebas eran escasas. Y cuando dejaron de desaparecer más mujeres, las autoridades decidieron que no valía la pena utilizar sus escasos recursos en la inútil búsqueda del asesino de Sharon.
El Carnicero esperó tres años antes de secuestrar a otras dos chicas, pero los cuerpos nunca fueron recuperados. Pocos asesinos en serie eran capaces de esperar tanto tiempo entre una acción y otra, pero no se había informado de crímenes similares en otras partes del país.
La falta de continuidad y la naturaleza esporádica de las actuaciones del asesino no daban a la policía pistas concretas para seguir investigando.
Quinn dio un golpe contra el salpicadero.
– Quiero coger a ese cabrón.
Nick guardó silencio mientras giraba en un camino de gravilla debajo de un arco que rezaba: Parker Ranch.
Quinn se acordaba vagamente de Richard Parker de la época en que él se dedicaba al caso del Carnicero. Promotor y hombre influyente del estado de Montana, con conexiones políticas en Washington, y elegido para algún cargo local. Puede que fuera una especie de supervisor.
Nunca habían sospechado de Richard Parker. Quinn recordaba su arrogancia y su fanfarronería, aunque parecía de verdad interesado en encontrar recursos adicionales para la oficina del sheriff en una época en que los presupuestos estaban reducidos al mínimo.